Las llanuras del tránsito (66 page)

–Volveré enseguida. Sólo quiero asegurarme de que Whinney y Corredor están bien. Quizá Lobo les acompañe.

Ayla continuaba preocupada cuando se deslizó bajo sus pieles de dormir y tardó en conciliar el sueño, pues trataba de escuchar todos los ruidos que podían anunciarle el retorno del animal.

Estaba oscuro, demasiado oscuro para ver más allá de las innumerables estrellas que se extendían sobre el fuego de la noche oscura, pero ella continuaba mirando. De pronto, dos estrellas, dos luces amarillas en la oscuridad, se movieron simultáneamente. Eran ojos, los ojos de un lobo que la miraba. El lobo se volvió y comenzó a alejarse, y Ayla comprendió que deseaba que ella le siguiese; pero, cuando comenzó a caminar en pos del animal, de pronto un enorme oso le cerró el paso.

Ella retrocedió atemorizada cuando el oso se irguió sobre las patas traseras y gruñó. Pero cuando miró de nuevo, descubrió que no era un verdadero oso. Era Creb, el Mog-Ur, ataviado con su capa de piel de oso.

Oyó a lo lejos la voz de su hijo que la llamaba. Miró más allá del gran mago y vio a Lobo, pero no era sólo un lobo. Era el espíritu del Lobo, el tótem de Durc, y deseaba que ella le siguiese. De pronto, el espíritu del Lobo se convirtió en su hijo, y ahora Durc era quien quería que ella le acompañase. La llamó de nuevo, pero cuando Ayla trató de acercarse, Creb, de nuevo, le impidió el paso. Creb señaló algo que estaba detrás de Ayla.

Ayla se volvió y vio un sendero que ascendía hasta una caverna, no una gruta profunda, sino una cornisa de roca de color claro al costado de un risco, y sobre ella un extraño peñasco que parecía inmovilizado en el acto de desplomarse. Cuando miró hacia atrás, Creb y Durc habían desaparecido.

–¡Creb! ¡Durc! ¿Dónde estáis? –gritó Ayla, sentándose bruscamente.

–Ayla, estás soñando otra vez –dijo Jondalar, que también se sentó.

–Desaparecieron. ¿Por qué no me permitieron ir con ellos? –preguntó Ayla, con lágrimas en los ojos y un sollozo en la voz.

–¿Quién desapareció? –preguntó Jondalar, abrazándola.

–Durc se marchó y Creb no me permitió acompañarle. Me cerró el paso. ¿Por qué no me permitió ir con él? –dijo Ayla, llorando en brazos de Jondalar.

–Fue un sueño, Ayla. Nada más que un sueño. Quizá signifique algo, pero fue sólo un sueño.

–Tienes razón. Sé que tienes razón, pero lo sentía tan real –dijo Ayla.

–Ayla, ¿estuviste pensando en tu hijo?

–Creo que sí –confirmó ella–. Estuve pensando que jamás volveré a verlo.

–Quizá por eso soñaste con él. Zelandoni siempre decía que, cuando tienes un sueño así, debes tratar de recordar todos los detalles, y que llega el momento en que quizá lo comprendas –dijo Jondalar, tratando de ver la cara de Ayla en la oscuridad–. Ahora, vuelve a dormirte.

Ambos permanecieron despiertos un rato, pero finalmente se adormecieron otra vez. Cuando despertaron a la mañana siguiente, el cielo estaba nublado; Jondalar deseaba iniciar la marcha, pero Lobo no había regresado aún. Ayla le silbaba de tanto en tanto, mientras desarmaban la tienda y arreglaban los canastos; pero el animal no aparecía.

–Ayla, tenemos que partir. Nos alcanzará, como hace siempre –indicó Jondalar.

–No me marcharé hasta que no sepa dónde está –amenazó Ayla–. Tú puedes irte o esperar aquí. Yo iré a buscarle.

–¿Cómo puedes buscarle? No sabemos dónde está ese animal.

–Quizá se ha dado la vuelta. Simpatizó mucho con Shamio –dijo Ayla–. Tal vez deberíamos volver a buscarle.

–¡No retornaremos! Sobre todo, después de haber avanzado tanto.

–Lo haré, si es necesario. No me alejaré antes de encontrar a Lobo –dijo Ayla.

Jondalar movió la cabeza mientras Ayla comenzaba a desandar camino. Estaba claro que la decisión de la joven era inamovible. Ya podrían haber iniciado la marcha de no haber sido por ese animal. ¡Por lo que a Jondalar se refería, los sharamudoi podían quedarse con él!

Ayla continuó silbando mientras caminaban, y de pronto, en el momento mismo en que ella comenzaba a regresar al bosque, Lobo apareció sobre el extremo opuesto del claro y corrió hacia ella. Saltó sobre Ayla, a la que casi derribó, apoyó las patas en los hombros de la joven y le lamió la boca y le mordisqueó suavemente el mentón.

–¡Lobo! ¡Lobo, estás aquí! ¿Dónde te habías escondido? –preguntó Ayla, cogiéndole del pelaje, frotando su cara con la del animal y aplicándole los dientes al mentón, para corresponder a su saludo–. Estaba tan preocupada por ti. No debes desaparecer de ese modo.

–¿Crees que ahora podemos partir? –preguntó Jondalar–. Hemos perdido casi la mitad de la mañana.

–Al fin ha vuelto y no hemos tenido que desandar todo el camino –dijo Ayla, mientras montaba en Whinney–. ¿Hacia dónde quieres ir? Estoy preparada.

Atravesaron el prado sin hablar, cada uno molesto con el otro, hasta que llegaron a un risco. Lo recorrieron, buscando la forma de pasarlo; finalmente llegaron a una ladera empinada cubierta de grava suelta y de piedras. El suelo parecía muy inestable y Jondalar trató de hallar otro camino. Si hubieran estado solos, tal vez hubieran podido trepar por varios sitios, pero el único lugar que parecía transitable por los caballos era la pendiente de piedras sueltas.

–Ayla, ¿crees que los caballos pueden intentarlo? No creo que haya otro camino, excepto descender y tratar de rodear el risco.

–Dijiste antes que no deseabas regresar –contestó Ayla–, especialmente por un animal.

–No lo quiero, pero si es necesario, habrá que hacerlo. Si te parece que es demasiado peligroso para los caballos, no lo intentaremos.

–¿Qué dirías si pensara que es demasiado peligroso para Lobo? En ese caso, ¿lo dejaríamos atrás? –dijo Ayla.

A juicio de Jondalar, los caballos eran útiles, y aunque simpatizaba con el lobo, sencillamente no creía que fuese necesario retrasarse por él. Pero era evidente que Ayla no coincidía con esa opinión; había sentido una corriente subterránea de falta de coincidencia entre ellos, cierta tensión derivada probablemente de que ella deseaba permanecer con los sharamudoi. Pensó que, una vez que se alejaran un poco, ella esperaría con ansiedad el momento de llegar a destino; pero no quería que Ayla se sintiese más desgraciada de lo que ya lo era.

–No es que quisiese dejar atrás a Lobo. Solamente pensé que nos alcanzaría, como acaba de hacerlo –explicó Jondalar, pese a que había estado a un paso de abandonarlo.

Ella intuyó que tras de todo aquello había más de lo que él decía, pero tampoco a Ayla le resultaba agradable acentuar entre ellos la distancia provocada por aquel desacuerdo; ahora que Lobo había vuelto, se sentía aliviada. Una vez disipada la ansiedad, también se calmó su cólera. Desmontó y comenzó a trepar por la pendiente para tantearla. No estaba del todo segura de que los caballos pudiesen remontarla. Pero él había dicho que buscarían otro paso si los animales no conseguían cruzar el risco.

–No estoy segura, Jondalar, pero creo que deberíamos intentarlo. Pienso que no es tan difícil como parece. Si los caballos no consiguen atravesar este lugar, podemos regresar y ver si hay otro camino –dijo Ayla.

En realidad, el suelo no era tan inestable como parecía. Aunque pasaron algunos momentos desagradables, los dos se sorprendieron de la soltura con que los caballos treparon la pendiente. Se alegraron de dejar atrás el obstáculo, pero, cuando continuaron trepando, encontraron otras zonas más difíciles. En la inquietud común de uno por el otro y de ambos por los caballos, volvieron a conversar serenamente.

La pendiente fue fácil para Lobo. Había alcanzado la cima y descendido de nuevo mientras ellos conducían con cuidado a los caballos. Cuando llegaron a la cima, Ayla lo llamó con un silbido y esperó. Jondalar la miró, y pensó que Ayla parecía haber adoptado una actitud mucho más protectora frente al animal. Se preguntó cuál sería la razón, y hasta pensó en preguntárselo, pero cambió de idea temiendo que se molestase; después decidió que, de todos modos, abordaría el tema.

–Ayla, ¿estoy equivocado o te preocupas más que antes por Lobo? Solías permitirle que fuese y viniese. Quisiera que me explicaras qué es lo que te inquieta. Tú misma dijiste que no debíamos ocultarnos nada el uno al otro.

Ella respiró hondo, cerró los ojos y la frente se le cubrió de arrugas. Después miró a Jondalar.

–Tienes razón. No es que esté ocultándote algo. Traté de ocultármelo yo misma. ¿Recuerdas esos ciervos que hemos visto allá abajo, los que estaban desprendiéndose del vello de su cornamenta?

–Sí –asintió Jondalar.

–No estoy segura, pero quizá sea también la estación de los placeres para los lobos. Ni siquiera quiero pensar en ello, por temor a que, al pensarlo, lo convierta en realidad, pero Tholie tocó el tema cuando estuve hablándole de Bebé, que se había ido en busca de su propia compañera. Tholie me preguntó si creía que Lobo se alejaría un día, como había hecho Bebé. Jondalar, no quiero que Lobo se marche. Para mí es casi como un hijo.

–¿Y qué crees que hará?

–Antes de que Bebé se fuese, se ausentaba cada vez más tiempo. Primero un día, después varios días, y a veces, cuando regresaba, yo podía ver que había estado peleándose. Sabía que había estado buscando compañera, y encontró una. Ahora, cada vez que Lobo se aleja, temo que haya salido a buscar compañera –confesó Ayla.

–De modo que es eso. No sé muy bien si podemos hacer algo al respecto, pero ¿es probable? –preguntó Jondalar. Involuntariamente, le asaltó el pensamiento de que deseaba que se fuese. No quería que ella se sintiera desgraciada, pero más de una vez el lobo les había retrasado o provocado tensión entre ellos. Jondalar tenía que reconocer que si Lobo encontraba compañera y se alejaba con ella, él le desearía buena suerte y se alegraría de su desaparición.

–No lo sé –dijo Ayla–. Hasta ahora siempre ha regresado, y parece feliz de viajar con nosotros. Me saluda como si pensara que somos su manada, pero sabemos lo que sucede con los placeres. Es un don poderoso. La necesidad puede ser muy intensa.

–Es cierto. Bien, no sé si podrás hacer algo para remediar la situación, pero me alegro de que me lo hayas dicho.

Cabalgaron juntos en silencio un rato; ascendieron a otro prado alto, pero entre ellos el silencio era amistoso. Jondalar se alegraba de que Ayla le hubiese revelado la causa de su inquietud. Por lo menos, ahora comprendía un poco mejor la extraña conducta de la joven. Había estado comportándose como una madre muy preocupada, aunque él se alegraba de que ésa no fuese la actitud usual de Ayla. Jondalar siempre compadecía a los muchachos cuyas madres no les permitían hacer cosas que podían ser un tanto peligrosas, como internarse en una caverna o trepar por lugares altos.

–Mira, Ayla. Allí hay un íbice –dijo Jondalar, señalando a un animal menudo y hermoso, parecido a la cabra, con largos cuernos curvos. Estaba encaramado a una peligrosa cornisa, a gran altura en la montaña–. Los he cazado antes. Y mira hacia allí. ¡Son gamuzas!

–¿Es ése realmente el animal que cazan los shamudoi? –preguntó Ayla mientras observaba al antílope, pariente de la cabra montesa, con cuernos rectos más pequeños, brincando entre picos inaccesibles y rocas escarpadas.

–Sí. Fui con ellos a cazarlos.

–¿Cómo es posible atrapar animales como ése? ¿Cómo puede uno acercarse a ellos?

–Es cuestión de trepar acercándose a ellos por detrás. Siempre tienden a mirar hacia abajo, para evitar una caída peligrosa, de modo que si uno consigue aproximarse desde un nivel superior, generalmente puede acercarse lo suficiente para matarlos. Ahora comprenderás que el lanzavenablos puede representar una gran ventaja –explicó Jondalar.

–Ahora aprecio incluso más ese conjunto que me regaló Roshario –dijo Ayla.

Continuaron ascendiendo; hacia el atardecer estaban exactamente debajo del límite de las nubes. A ambos lados se elevaban las paredes cortadas a pico, con zonas de hielo y nieve no mucho más arriba. La cima de la pendiente que se elevaba al frente terminaba en el cielo azul y parecía conducir al borde mismo del mundo. Cuando llegaron a la cumbre, se detuvieron y miraron. El paisaje era espectacular.

Detrás se extendía una ancha perspectiva de la línea que habían seguido para ascender a la montaña, a partir del límite de la arboleda. Debajo, las pendientes alfombradas de verde revestían la roca dura y disimulaban el terreno accidentado que habían recorrido con mucho esfuerzo. Hacia el este, todavía podían ver la llanura que quedaba abajo, con sus sinuosas cintas de agua que fluían perezosamente, una circunstancia que sorprendió a Ayla. El Río de la Gran Madre parecía apenas poco más que unos cuantos hilos de agua vistos desde aquel punto de la frígida cumbre de la montaña, y no podía hacerse a la idea de que mucho tiempo atrás había viajado atravesando un territorio caluroso, siguiendo un ancho caudal de agua. Enfrente divisaban el panorama de la siguiente cadena montañosa, un poco más baja, y el profundo valle de frondosas agujas verdes que las separaban. Cerca de allí se alzaban los relucientes picos coronados de hielo.

Ayla miró a su alrededor, sobrecogida, los ojos brillándole de asombro, conmovida por la grandiosidad y la belleza del panorama. En el aire frío y áspero, las bocanadas de vapor que escapaban de su boca eran testigo de su excitada respiración.

–¡Oh, Jondalar, estamos más altos que el resto del mundo! Nunca me he encontrado a tanta altura. ¡Siento como si estuviera en la cima del mundo! –dijo–. Y es tan..., tan bello, tan sugestivo.

Mientras el hombre observaba las expresiones maravilladas, los ojos chispeantes de la joven y su hermosa sonrisa, el entusiasmo que él mismo sentía ante aquel panorama dramático se acentuó a causa de la excitación de su compañera; de pronto, se sintió dominado por un deseo inmediato de acercarse a ella.

–Sí, tan bello, tan sugestivo –dijo Jondalar–. Algo en la voz del hombre provocó en Ayla un estremecimiento que la impulsó a desviar los ojos de la extraordinaria vista para contemplar a su compañero.

Los ojos de Jondalar reflejaban un azul de inverosímil intensidad; durante un momento pareció como si hubiera robado dos pedacitos de cielo de un azul profundo y luminoso, y los hubiera saturado con su amor y su deseo. Ayla se sintió atrapada por ellos, prendida en su encanto inefable, cuya fuente era para ella algo tan sutil como la magia de su amor, pero que era, al mismo tiempo, algo que ella no podía –y no quería– negar. El deseo que inspiraba a Jondalar había sido siempre la «señal» que él le enviaba. Para Ayla no era un acto de la voluntad, sino una tensión física, una necesidad tan intensa y premiosa como la del propio Jondalar.

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