Las llanuras del tránsito (70 page)

–También tiene que ver con los signos que tu tótem te envía si adoptas la decisión acertada en relación con algo importante de tu vida –continuó Ayla. Una tenaz preocupación que había estado perturbándola la apremió con más fuerza. ¿Por qué su tótem no le había proporcionado alguna clase de signo para confirmar que había adoptado la decisión justa cuando resolvió acompañar a Jondalar en el viaje al hogar? Ayla no había descubierto un solo objeto que pudiese interpretar como un signo del tótem después de haberse separado de los mamutoi.

–No son muchos los zelandonii que tienen su tótem personal –dijo Jondalar–, pero algunos lo poseen. Suele ser considerado un hecho afortunado. Willomar tiene uno.

–Es el compañero de tu madre, ¿verdad? –preguntó Ayla.

–Sí. Thonolan y Folara nacieron ambos en su hogar, y él siempre me trató como si yo también hubiese nacido allí.

–¿Cuál es su tótem?

–El Águila Dorada. Cuentan que cuando él era niño, un águila dorada descendió planeando y le atrapó, pero su madre le aferró antes de que el ave pudiera llevárselo. Todavía tiene en el pecho las cicatrices de las garras. Sus Zelandoni dijeron que el águila le reconoció como uno de los suyos y acudió a buscarlo. Así supieron que era su tótem. Marthona cree que por eso a él le gusta tanto viajar. No puede volar como el águila, pero necesita ver la tierra.

–Es un tótem poderoso, como el León de la Caverna o el Oso de la Caverna –comentó Ayla–. Creb siempre decía que no era fácil vivir con los tótems poderosos, y es cierto; pero yo he recibido mucho. El mío incluso te trajo a mi lado. Creo que he sido muy afortunada. Jondalar, confío que el León de la Caverna te traiga suerte. Ahora es también tu tótem.

–Antes dijiste lo mismo –sonrió Jondalar.

–El León de la Caverna te eligió, y tienes las cicatrices que lo demuestran, del mismo modo que Willomar fue marcado por su tótem.

Jondalar permaneció en silencio un momento, en actitud pensativa.

–Quizá tengas razón. No lo había pensado.

Lobo, que había salido a explorar, apareció de pronto. Emitió un gruñido para atraer la atención de Ayla y a continuación se instaló al lado de Whinney. Ella solía observarle cuando corría, la lengua colgándole por un extremo de la boca, las orejas erguidas, moviéndose con el acostumbrado e infatigable ritmo del lobo, que le permitía cubrir todo el terreno, a través de las plantas de heno, tan altas que a veces lo ocultaban. Parecía feliz y alerta. Le encantaba alejarse y explorar por su cuenta, pero siempre regresaba, y eso complacía a Ayla, lo mismo que cabalgar con el hombre y el corcel al lado.

–Por el modo en que siempre hablas de él, creo que tu hermano seguramente era algo así como el hombre de tu hogar –dijo Ayla, reanudando la conversación–. A Thonolan también le gustaba viajar, ¿verdad? ¿Se parecía a Willomar?

–Sí, pero no tanto como yo me parezco a Dalanar. Todos se dan cuenta. Thonolan tenía mucho más de Marthona –dijo sonriendo Jondalar–, pero nunca fue elegido por un águila, y, por tanto, eso no explica su ansia de viajar. –Su sonrisa se desvaneció–. Las cicatrices de mi hermano eran el resultado del ataque de aquel rinoceronte lanudo imprevisible –reflexionó un momento–. Por otra parte, Thonolan también fue siempre un poco imprevisible. Quizá a causa de su tótem. Parece que no le trajo demasiada suerte, aunque de pronto los sharamudoi toparon con nosotros y nunca le vi tan feliz como después de conocer a Jetamio.

–No creo que el Rinoceronte Lanudo sea un tótem favorable –dijo Ayla–; me parece, en cambio, que el León de la Caverna sí que lo es. Cuando me eligió, incluso me dio las mismas marcas que el clan utiliza en un tótem del León de la Caverna, de forma que Creb las reconociese. Tus cicatrices no son marcas del clan, pero son claras. Fuiste marcado por un León de la Caverna.

–Desde luego, Ayla, no cabe duda de que tengo las cicatrices que demuestran que fui marcado por tu león de la caverna.

–Creo que el espíritu del León de la Caverna te eligió con el propósito de que el espíritu de tu tótem fuera lo bastante fuerte frente al mío, y así algún día podré tener hijos tuyos –dijo Ayla.

–Pensé que habías dicho que un niño comienza a crecer en una mujer gracias a un hombre y no a los espíritus –rebatió Jondalar.

–Es por un hombre, en efecto, pero tal vez los espíritus tengan que ayudarle. Puesto que yo tengo un tótem tan fuerte, el hombre que sea mi compañero también necesita un tótem fuerte. Es posible que la Madre decidiera decirle al León de la Caverna que te eligiese, porque de ese modo entre los dos podríamos formar niños.

De nuevo cabalgaron en silencio, sumidos cada uno en sus propios pensamientos. Ayla imaginaba una criatura parecida a Jondalar, excepto que era una niña, no un varón. Al parecer, ella no tenía suerte con los varones. Tal vez pudiera conservar a una hija.

Jondalar pensaba también en lo mismo. Si era cierto que un hombre iniciaba la vida con su órgano, ciertamente habían ofrecido al niño muchas oportunidades de comenzar a ser. ¿Por qué ella no estaba embarazada?

«¿Estaría Serenio embarazada cuando me marché?», pensó. «Me alegro de que haya encontrado a alguien con quien ser feliz, pero me gustaría que le hubiese confiado algo a Roshario. ¿Los niños que vengan al mundo serán hasta cierto punto parte de mí mismo?» Jondalar pasó revista mentalmente a las mujeres que había conocido, y recordó a Noria, la joven del pueblo de Haduma con quien había compartido los ritos de iniciación. Tanto Noria como la propia Haduma, al parecer, estaban convencidas de que el espíritu de Jondalar había penetrado en ella y de que había comenzado una vida nueva. Suponían que debía dar a luz un hijo con los ojos azules como los de Jondalar. Incluso se proponían llamarle Jondal. Se preguntó si habría sido así, si realmente su espíritu se fundió con el de Noria para que germinara una nueva vida.

El pueblo de Haduma no quedaba muy lejos, estaba situado en una dirección conveniente, hacia el norte y el oeste. Tal vez pudieran ir a visitarlo, pero, de pronto, comprendió que en realidad él no sabía cómo encontrarlo. Se habían acercado al lugar donde él y Thonolan acamparon. Jondalar sabía que sus cavernas permanentes estaban no sólo al oeste de la Hermana, sino al oeste del Río de la Gran Madre, pero desconocía el lugar exacto. Recordó que a veces cazaban en las regiones entre ambos ríos, mas éste no era un dato preciso. Probablemente nunca sabría si Noria había tenido aquel hijo.

Los pensamientos de Ayla habían pasado de la idea de esperar hasta que llegaran al hogar de Jondalar para comenzar a tener hijos, a la evocación del pueblo de Jondalar y sus características. Se preguntaba si la aceptarían. Después de conocer a los sharamudoi, confiaba un poco más en la posibilidad de que aquí o allá hubiera un lugar para ella; pero no estaba segura de que fuese con los zelandonii. Recordó que Jondalar había reaccionado con auténtico rechazo cuando se enteró de que el clan la había criado. Tampoco podía olvidar el extraño comportamiento del hombre el invierno precedente, mientras vivían con los mamutoi.

En parte aquella actitud tenía que ver con Ranec. Ella llegó a enterarse antes de la partida, aunque al principio no lo había entendido. Los celos no intervenían en su educación. Aunque sintiera algo parecido, un hombre del clan jamás demostraría celos de una mujer. No obstante, la extraña conducta de Jondalar también respondía a su preocupación por la forma en que su propio pueblo aceptaría a Ayla. Ella sabía ahora que, pese a que él la amaba, le avergonzaba que hubiera vivido con el clan, y en especial le avergonzaba su hijo. Por fortuna parecía que aquello ya no le preocupaba. Durante su estancia con los sharamudoi, había adoptado una actitud protectora con respecto a Ayla, y no se había sentido en absoluto incómodo cuando se reveló el pasado de la joven en el Clan; pero si sus sentimientos fueron otros al principio, sin duda debió de tener algún motivo para ello.

Bien, Ayla amaba a Jondalar y deseaba vivir con él; además, ahora ya era demasiado tarde para cambiar de idea. Por consiguiente, abrigaba la esperanza de haber hecho lo adecuado al acompañarle. Sintió de nuevo el deseo de que el tótem del León de la Caverna le proporcionara alguna señal que le confirmarse si había procedido bien; sin embargo, no existía el menor indicio de que fuera a producirse signo alguno.

A medida que los viajeros se acercaban a la turbulenta superficie de agua en la confluencia del Río de la Hermana con el Río de la Gran Madre, la marga suelta y quebradiza –arena y arcilla con abundancia de calcio– de las terrazas altas daba paso a la grava y el suelo de loess de los niveles inferiores.

En aquel mundo azotado por los vientos, las cumbres montañosas heladas colmaban con el agua del deshielo los arroyos y los ríos durante la estación más cálida. Casi en las postrimerías de la estación, cuando se sumaban las intensas lluvias que se acumulaban en forma de nieve en las elevaciones superiores, liberadas súbitamente a causa de los bruscos cambios de temperatura, los rápidos arroyos se convertían en inundaciones torrenciales. Como en la cara occidental de las montañas no había lagos que retuvieran el diluvio cada vez más intenso, formando un depósito natural y vertiendo el exceso en un caudal más discreto, la marea cada vez más caudalosa descendía por las empinadas laderas. Las aguas en cascada arrancaban arena y grava de las piedras areniscas, las piedras calizas y los esquistos de las montañas, enviándolas al río poderoso para depositarlas en los lechos y las llanuras aluviales.

Las llanuras centrales, otrora suelo de un mar interior, ocupaban una cuenca entre dos grandes cadenas montañosas, al este y al oeste, y las tierras altas al norte y al sur. Con un volumen casi igual al de la impetuosa Madre cuando se acercaba al punto de reunión, la embravecida Hermana retenía el drenaje de parte de las llanuras, así como de toda la cara occidental de la cadena montañosa, la cual formaba en torno un gran arco hacia el noroeste. El Río de la Hermana corría a lo largo de la depresión inferior de la cuenca para entregar su ofrenda de agua a la Gran Madre de los Ríos, pero su corriente violenta se veía rechazada por el nivel más alto de agua de la Madre, colmada ya su capacidad. Obligado a volver sobre sí mismo, se deshacía de su caudal en un torbellino de contracorrientes y desbordamientos cada vez más avasalladores y destructivos.

Cerca del mediodía, el hombre y la mujer se aproximaron al desierto pantanoso de matorrales semisumergidos y bosquecillos ocasionales cuyos árboles tenían la base del tronco bajo el agua. Ayla pensó que la semejanza con el anegado pantano del delta oriental se acentuaba a medida que se acercaban, con la diferencia de que las corrientes y las contracorrientes de los ríos que confluían eran torbellinos remolineantes. Ahora que el tiempo era mucho más frío, los insectos molestaban menos, pero los cadáveres de animales hinchados, parcialmente devorados y putrefactos que habían sido sorprendidos por la corriente, revelaban que todo tenía su precio. Hacia el sur, un macizo de laderas pobladas de árboles emergía de una bruma púrpura provocada por los agitados torbellinos.

–Sin duda, ésas son las colinas boscosas de las que nos habló Carlono –dijo Ayla.

–Sí, pero son algo más que colinas –explicó Jondalar–. Alcanzan más altura de lo que parece a primera vista, y se extienden largo trecho. El Río de la Gran Madre discurre hacia el sur hasta que tropieza con ese obstáculo. Esas colinas obligan a la Madre a virar hacia el este.

Cabalgaron alrededor de un estanque ancho y tranquilo, un remanso separado de las aguas turbulentas, y se detuvieron en la orilla oriental del río de aguas caudalosas, a cierta distancia de la confluencia. Cuando Ayla miró en dirección a la otra orilla, más allá del gran espejo de agua, empezó a comprender las advertencias de Jondalar acerca de la dificultad de cruzar el Río de la Hermana.

Las aguas lodosas, que remolineaban en torno a los delgados troncos de los sauces y los alerces, arrancaban los árboles cuyas raíces no estaban bien afirmadas en el suelo de las islas bajas, rodeadas por canales en las estaciones más secas. Muchos árboles se inclinaban formando ángulos precarios, y las ramas y los troncos desnudos arrancados de los bosques del curso superior estaban atrapados en el lodo de las orillas o bien describían círculos en una aturdida danza en medio del río.

Ayla se preguntó cómo lograrían cruzar el río.

–¿Dónde crees que deberíamos cruzar? –inquirió.

Jondalar sintió deseos de que el gran bote ramudoi que los había rescatado a Thonolan y a él mismo pocos años antes apareciera para llevarlos a la otra orilla. El recuerdo de su hermano le provocó de nuevo una penetrante punzada de dolor, pero ahora también experimentó una súbita inquietud por Ayla.

–Me parece evidente que no podemos cruzar por aquí –contestó–. Ignoraba que la situación se agravaría con tanta rapidez. Tenemos que remontar el curso, buscar un lugar más fácil para intentarlo. Lo único que pido es que no llueva otra vez antes de que lo encontremos. Otra tormenta como la última, y toda esta llanura quedaría sumergida. No me extraña que abandonaran ese campamento de verano.

–El río no crecerá tanto, ¿verdad? –preguntó Ayla, agrandados los ojos por el miedo.

–No creo que lo haga todavía, pero podría llegar a eso. Toda el agua que caiga en esas montañas acabará por llegar aquí. Además, pueden producirse fácilmente inundaciones súbitas que desciendan por el arroyo cercano al campamento. Y eso es probablemente lo que sucederá. Ayla, hemos de darnos prisa. Éste no es un lugar seguro si vuelve a llover –dijo Jondalar, al tiempo que echaba una ojeada al cielo. Animó a los caballos a galopar, y éstos lo hicieron con tal rapidez que Lobo se vio en dificultades para seguirles. Un rato después, Jondalar les permitió que aminorasen la marcha, pero sin volver al trote más bien lento que los corceles habían mantenido antes.

Jondalar se detenía de tanto en tanto, examinaba el río y su orilla más lejana antes de continuar hacia el norte y escudriñaba ansioso el cielo. En efecto, el río parecía estrecharse en algunos lugares y ensancharse en otros, pero era tan caudaloso y ancho que no ofrecía seguridad alguna. Continuaron cabalgando hasta que casi se hizo de noche antes de encontrar un lugar conveniente para cruzar, pero Jondalar insistió en continuar hasta llegar a un nivel más elevado donde pernoctar. Se detuvieron sólo cuando estaba demasiado oscuro para seguir viajando sin peligro.

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