Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla estaba medio inconsciente cuando sintió bajo su cuerpo las piedras duras del lecho del río. Trató de incorporarse y Whinney la arrastró sobre el fondo rocoso; segundos después pisaban una playa de piedras redondas y lisas, en un recodo del río. Al momento, la joven se desplomó. La cuerda, que todavía le rodeaba con fuerza la mano, obligó a su cuerpo a pegar una sacudida y detuvo al caballo en seco.
Jondalar también había tiritado en las primeras etapas de la hipotermia mientras cruzaba el río; aun así, había ganado la orilla opuesta antes que Ayla sin haber perdido la coordinación o comenzado a sufrir efectos irracionales. Ella debería haber llegado antes, pero la masa de restos retenidos por la cuerda de Whinney había aminorado considerablemente la rapidez del animal. Incluso la yegua empezaba a padecer las consecuencias del frío antes de que el nudo de la cuerda, aunque hinchado por el agua, acabara por deshacerse, liberando al animal del peso que obstaculizaba sus movimientos.
Por desgracia, al llegar a la otra orilla, el frío ya había afectado a Jondalar lo suficiente como para impedirle actuar de forma coherente. Se puso el chaquetón de piel sobre la ropa húmeda y caminó para buscar a Ayla; le acompañaba el caballo, pero, al principio, Jondalar equivocó la dirección a lo largo de la orilla. Poco a poco el ejercicio le calentó el cuerpo y disipó su confusión. Recordó que ambos habían sido arrastrados río abajo un buen trecho y se le ocurrió que, como ella había tardado más en cruzar, sin duda estaría más lejos. Entonces dio la vuelta y comenzó a retroceder. De pronto, Corredor relinchó, y cuando Jondalar oyó la respuesta del otro caballo, echó a correr.
En el momento en que Jondalar descubrió a Ayla, ésta yacía sobre la costa pedregosa, al lado de la paciente yegua, con un brazo en alto a causa de la cuerda que le sujetaba la mano. Jondalar corrió hacia ella, el corazón transido de miedo. Arrodillándose, se cercioró de que aún respiraba. Con un inmenso alivio la alzó en sus brazos y la estrechó contra su pecho. Las lágrimas humedecieron los ojos del hombre.
–¡Ayla! ¡Ayla! ¡Estás viva! –exclamó–. Temía que hubieras muerto. ¡Pero qué fría estás!
Necesitaba calentarle el cuerpo. Tras desatarle la cuerda de la mano, se levantó con la joven en brazos. Ella se volvió y abrió los ojos. Tenía los músculos tensos y rígidos, apenas podía hablar, pero intentaba decir algo. Él se inclinó más.
–Lobo. Encuentra a Lobo –dijo Ayla con un murmullo ronco.
–¡Ayla, tengo que atenderte!
–Por favor, encuentra a Lobo. Perdí muchos hijos. No quiero perder también a Lobo –musitó Ayla. Los ojos de la mujer expresaban una súplica tan dolorosa que él no pudo negarse.
–Está bien. Lo haré, pero primero tengo que llevarte a un refugio.
Mientras Jondalar subía con Ayla en sus brazos una suave pendiente, la lluvia arreció. Llegó a un pequeño bancal donde había un bosquecillo de sauces, arbustos y juncos, con unos pocos pinos al fondo. Buscó un lugar llano, en el que no hubiera corrientes de agua, y montó deprisa la tienda. Después de desplegar el cuero de mamut sobre la manta que cubría el suelo, para protegerse de la tierra empapada, metió allí dentro a Ayla y más tarde los canastos. Preparó las pieles de dormir, despojó a la mujer de sus prendas húmedas, se desnudó a su vez, la acomodó entre las pieles y acto seguido se acostó a su lado.
Ayla no estaba completamente inconsciente, sino más bien sumida en una especie de aturdimiento. Tenía la piel fría y pegajosa, y el cuerpo rígido. Jondalar trató de hacerla entrar en calor cubriéndola con su cuerpo. Cuando ella comenzó a temblar otra vez, Jondalar respiró más tranquilo. Eso significaba que estaba calentándose por dentro, pero en cuanto empezó a recuperar la conciencia, recordó a Lobo, y de un modo irracional, casi salvaje, insistió en que debía ir a buscarlo.
–La culpa es mía –dijo, entre el castañeteo de sus dientes–. Le dije que saltara al río. Lo llamé con mi silbido. Confió en mí. Tengo que encontrar a Lobo... –insistía, tratando de incorporarse.
–Ayla, olvida a Lobo. Ni siquiera sabes dónde comenzar a buscar –arguyó Jondalar, mientras intentaba retenerla.
Mas ella, temblorosa, entre sollozos histéricos, se obstinaba en apartar las pieles de dormir.
–¡Tengo que encontrarlo! –gritó.
–Ayla, Ayla, yo iré. Si te quedas aquí, iré a buscarlo –dijo Jondalar, tratando de convencerla de que permaneciera bajo las pieles tibias–. Pero prométeme que te quedarás aquí, que no te moverás.
–Por favor, búscalo –insistió ella.
Jondalar se puso prendas secas y un chaquetón con capucha. Después cogió un par de dados de alimento para viajes, abundantes en energía, grasas y proteínas.
–Iré ahora mismo –anunció–. Cómete esto y quédate acostada.
Ella le aferró una mano cuando se volvió para salir.
–Prométeme que lo buscarás –suplicó, mirando los ojos azules que la contemplaban con inquietud. Todavía estaba temblando, pero su voz parecía sonar más firme.
Él miró sus ojos azul grisáceos, desbordantes de preocupación y ruego, y la estrechó apasionadamente contra su pecho.
–¡Tenía tanto miedo de que hubieras muerto! –exclamó.
Ayla se abrazó a él, reconfortada por la fuerza y el amor del hombre.
–Te amo, Jondalar, no quisiera perderte jamás; pero, por favor, encuentra a Lobo. No podría soportar la pérdida de Lobo. Es como... un niño..., un hijo. No puedo renunciar a otro hijo.
Se le quebró la voz al tiempo que sus ojos se llenaban de lágrimas.
Él se apartó un poco y la miró.
–Lo buscaré. Sin embargo, no puedo prometerte que dé con él, Ayla, ni siquiera si lo encontraré con vida.
Una expresión de horror se reflejó en los ojos de Ayla; luego los cerró en señal de asentimiento.
–Trata de encontrarlo –dijo, pero cuando el hombre empezó a apartarse, Ayla se aferró de nuevo a él.
El propio Jondalar no estaba seguro de proponerse realmente buscar al lobo cuando se incorporó. Le hubiera gustado conseguir un poco de madera para encender fuego y preparar alguna infusión o sopa caliente para Ayla, además de atender a los caballos; pero lo había prometido. Corredor y Whinney estaban en el bosquecillo; el potro aún llevaba puestos el cabestro y las mantas de montar. De momento, los robustos animales parecían estar bien, de modo que Jondalar comenzó a descender la ladera.
Al llegar al río, no sabía qué dirección tomar, pero finalmente decidió explorar el terreno corriente abajo. Se ajustó bien la capucha para defenderse de la lluvia y comenzó a caminar a lo largo de la orilla, mientras escudriñaba los montones de maderas flotantes y las concentraciones de restos. Halló muchos animales muertos y numerosos carnívoros y carroñeros, tanto cuadrúpedos como alados, alimentándose con los desechos del río. Descubrió también una manada de lobos del sur, pero ninguno de ellos parecido a Lobo.
Con una sensación de fracaso, decidió emprender el regreso. Remontaría un trecho el río, pero dudaba de tener mejor suerte. En realidad, no esperaba hallar al animal, y comprendió que eso le entristecía. Lobo a veces podía ser turbulento, pero Jondalar había terminado por apreciar a la inteligente bestia. Lo echaría de menos y sabía que Ayla se afligiría mucho.
Alcanzó la orilla pedregosa donde había encontrado a Ayla y rodeó el recodo, sin saber muy bien todavía cuánto debía avanzar en dirección contraria, sobre todo porque ahora veía que el río estaba creciendo. Llegó a la conclusión de que debía alejar del río la tienda apenas Ayla estuviera en condiciones de caminar. Se dijo que quizá debería abandonar la exploración del curso superior del río y asegurarse de que ella estaba bien. Sin embargo, se sentía vacilar. «Bien», pensó, «es posible que aún recorra otro trecho; Ayla me preguntará si he buscado en ambas direcciones».
Comenzó a remontar el curso del río. Tuvo que rodear una pila de troncos y ramas, y poco después vio la silueta majestuosa de un águila imperial que planeaba sobre las aguas con las alas extendidas, se detuvo y miró impresionado. De pronto, el ave grande y grácil plegó las alas poderosas y descendió velozmente sobre la orilla del río para, en cuestión de segundos, elevarse de nuevo con una gran liebre colgando de sus garras.
Un poco más lejos, cerca del lugar en que el ave había encontrado su comida, un impetuoso afluente, que se ensanchaba para formar un pequeño delta, agregaba su caudal a las aguas de la Hermana. A Jondalar le pareció divisar algo conocido en la amplia faja de playa arenosa donde los dos ríos se unían, y sonrió cuando comprendió de qué se trataba. Era el bote redondo; no obstante, cuando miró con más atención, frunció el entrecejo y echó a correr en aquella dirección. Al lado del bote, Ayla estaba sentada en el agua, sosteniendo en su regazo la cabeza de Lobo. De una herida sobre el ojo izquierdo del animal aún manaba sangre.
–¡Ayla! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has podido? –exclamó, movido más por el miedo y la inquietud que por la cólera.
–Está vivo, Jondalar –dijo Ayla, temblando de frío y al mismo tiempo sollozando con tanta fuerza que hablaba de forma casi incoherente–. Está lastimado, pero vivo.
Después de haberse metido en el río, Lobo había nadado hacia Ayla, pero cuando llegó al bote redondo, vacío y liviano, que flotaba en el agua, apoyó las patas traseras en las pértigas sujetas a la embarcación. Permaneció allí, encima de los objetos conocidos, dejando que el bote y las estacas lo sostuvieran. Mas el nudo corredizo se soltó, por lo que el bote y las pértigas comenzaron a agitarse desordenadamente sobre las aguas encrespadas y Lobo salió despedido y se golpeó contra el pesado tronco saturado de agua. En aquel momento, ya se encontraban casi en la orilla opuesta. El ímpetu de la corriente había depositado el bote en las márgenes arenosas, por lo que éste arrastró las pértigas con Lobo acostado encima y quedó mitad en tierra, mitad en el agua. El golpe había aturdido a Lobo, pero permanecer casi sumergido en el agua fría fue peor. Incluso los lobos podían sufrir hipotermia y morir a causa de ella.
–Vamos, Ayla, estás temblando de nuevo. Tenemos que volver. ¿Por qué has salido? Te dije que yo lo buscaría –afirmó Jondalar–. Vamos; yo lo llevaré.
Retiró al lobo del regazo de Ayla, y a continuación trató de ayudarla a incorporarse. Después de dar unos pocos pasos, Jondalar comprendió que se verían en dificultades para regresar a la tienda. Ayla apenas podía caminar, y el lobo era un animal grande y pesado. El pelaje empapado aumentaba su peso. El hombre no podía transportar a los dos, y sabía que Ayla jamás le permitiría dejar a Lobo y volver a buscarlo más tarde. Si por lo menos él pudiera llamar a los caballos con un silbido, como haría Ayla..., aunque ¿por qué no? Jondalar tenía un silbido especial para Corredor, si bien era cierto que no se había esforzado gran cosa por enseñarle a responder. Nunca lo había necesitado. El joven corcel siempre aparecía con su madre cuando Ayla llamaba a Whinney.
Tal vez Whinney acudiese si él silbaba. Por lo menos, debía intentarlo. Imitó la señal de Ayla, con la esperanza de que su silbido se pareciera, pero ante la posibilidad de que los caballos no respondiesen, decidió emprender la marcha. Alzó en brazos a Lobo, ingeniándoselas para sostener a Ayla.
A escasa distancia había un montón de troncos rotos, y Jondalar ya estaba cansado incluso antes de alcanzarlo. Dominaba su propio agotamiento sólo gracias a un poderoso esfuerzo de voluntad. Él también había cruzado a nado el río poderoso, y más tarde subió la pendiente cargado con Ayla y montó la tienda. Para colmo, luego había caminado río arriba en busca del lobo. Al oír un relincho, volvió la cabeza. Se sintió aliviado y contento al ver aproximarse a los dos caballos.
Colocó al lobo sobre el lomo de Whinney, pues la yegua ya lo había llevado antes y estaba acostumbrada a hacerlo; después ayudó a Ayla a montar en Corredor y condujo al animal en dirección a la playa pedregosa. Whinney los siguió. Ayla, temblando bajo sus ropas mojadas porque la lluvia arreció, se vio en dificultades para mantenerse sobre el caballo cuando comenzaron a subir la cuesta. Por fin, a paso lento, consiguieron regresar a la tienda instalada junto al bosquecillo.
Jondalar ayudó a Ayla a desmontar y la introdujo en la tienda. La hipotermia estaba creándole de nuevo un estado irracional a la joven, histérica a causa de su preocupación por el lobo. Jondalar tuvo que meter inmediatamente a Lobo en la tienda y prometer que lo secaría. Buscó en los canastos algo para frotarlo. La joven pretendía cubrirlo con sus propias mantas, pero Jondalar se negó en redondo, aunque buscó para el animal una manta. Mientras ella sollozaba incontrolablemente, Jondalar la ayudó a desvestirse y la envolvió en las pieles.
Salió otra vez, retiró el cabestro de Corredor y las mantas de montar de los dos caballos, dándoles unas palmadas afectuosas mientras les dedicaba unas palabras de agradecimiento. Aunque los caballos normalmente vivían al aire libre en cualquier época del año y estaban adaptados al frío, Jondalar sabía que no les gustaba mucho la lluvia y abrigaba ahora la esperanza de que no sufrieran demasiado por esa causa. Por último, Jondalar entró en la tienda, y tras desnudarse, se deslizó junto a la mujer que temblaba violentamente. Ayla estaba acurrucada cerca de Lobo, y Jondalar la acunó rodeándola con sus brazos. Al poco rato, con el cuerpo cada vez más tibio de un lobo a un lado, y el cuerpo del hombre al otro, el temblor de la mujer cesó. Sólo entonces, rendidos de fatiga, Ayla y Jondalar se adormecieron.
Ayla despertó cuando sintió una lengua húmeda lamiéndole el rostro. Apartó la cabeza de Lobo, sonriendo de alegría, y lo abrazó. Luego, mientras sostenía la cabeza del animal entre sus manos, examinó con cuidado la herida. La lluvia había lavado la suciedad que la cubría y el animal ya no sangraba. Aunque lo trataría después con algunas medicinas, de momento Lobo parecía sentirse perfectamente. Más que el golpe en la cabeza, lo que le había debilitado era el frío del agua. El sueño y el calor habían sido la mejor medicina. Ayla vio que Jondalar la abrazaba, incluso dormido. Decidió seguir así, abrazada por Jondalar, en tanto ella sostenía a Lobo y escuchaba el tamborileo de la lluvia sobre la tienda.
Acudieron a su memoria algunos episodios de la víspera: su camino a tropezones a través de los troncos y las ramas arrastradas por la corriente, explorando la orilla del río en busca de Lobo; la mano que le dolía porque la cuerda que la había sujetado estaba muy tirante; Jondalar llevándola en brazos. Sonrió al pensar lo pronto que la había encontrado, y recordó también que le había mirado mientras él montaba la tienda. Se sentía un poco avergonzada por no haberle ayudado, si bien entonces tenía el cuerpo tan rígido por el frío que no hubiera podido moverse.