Las llanuras del tránsito (76 page)

–Me han parecido deliciosas –dijo–. Me alegra que quisieras que nos detuviéramos temprano. Valía la pena.

Ayla miró hacia la isla y contuvo a duras penas una exclamación, reflejándose la sorpresa en sus ojos. Jondalar oyó su respiración agitada y miró en la misma dirección.

Varias personas que portaban lanzas habían surgido de la penumbra y se habían acercado al borde de la zona iluminada por el fuego. Dos usaban capas de piel de caballo, con la cabeza disecada aún unida al resto y colocada a guisa de capucha. Jondalar se incorporó. Uno de los hombres se quitó la capucha y caminó hacia él.

–Zel-an-don-ii –dijo el recién llegado, señalando al hombre alto y rubio. Después, se golpeó el pecho–. ¡Hadumai! ¡Jeren! –Sus labios dibujaron una ancha sonrisa.

Jondalar le miró con atención y después sonrió a su vez.

–¡Jeren! ¿Eres tú? ¡Gran Madre, no puedo creerlo! ¡Eres tú!

El hombre comenzó a hablar en una lengua tan incomprensible para Jondalar como lo era la de éste para Jeren, pero las sonrisas cordiales sí fueron entendidas.

–¡Ayla! –llamó Jondalar, indicándole que se acercara–. Éste es Jeren. Es el cazador hadumai que nos detuvo cuando nos dirigíamos en la otra dirección. ¡Me parece increíble!

Ambos continuaron sonriendo complacidos. Jeren miró a Ayla, y su sonrisa cobró un matiz apreciativo cuando hizo un gesto de asentimiento dirigido a Jondalar.

–Jeren, ésta es Ayla, Ayla de los mamutoi –dijo Jondalar, quien realizó las presentaciones formales–. Ayla, éste es Jeren del pueblo de Haduma.

Ayla extendió sus dos manos.

–Bienvenido a nuestro campamento, Jeren del pueblo de Haduma –dijo.

Jeren comprendió la intención, aunque no era un saludo usual en su pueblo. Depositó la lanza en un recipiente que llevaba colgado a la espalda, cogió las dos manos de Ayla y dijo:

–Ayla. –Consciente de que era el nombre de la joven, pero sin entender el resto. Volvió a golpearse el pecho–. Jeren –indicó, y después agregó algunas palabras desconocidas.

De pronto, el hombre se sobresaltó, súbitamente asustado. Había visto un lobo al lado de Ayla. Al ver su reacción, Ayla se arrodilló inmediatamente y rodeó con un brazo el cuello del lobo. Los ojos de Jeren se dilataron en el colmo del asombro.

–Jeren –alzándose, la mujer efectuó los movimientos de una presentación formal–. Éste es Lobo. Lobo, éste es Jeren del pueblo de Haduma.

–¿Lobo? –inquirió Jeren, sin que la inquietud hubiera desaparecido todavía de sus ojos.

Ayla apoyó la mano sobre el hocico de Lobo, como si quisiera que éste la oliese. Después, se arrodilló junto al lobo y le pasó otra vez el brazo por el cuello, para demostrar su intimidad con el animal y su falta de temor. Tocó entonces la mano de Jeren, y a continuación tocó de nuevo el hocico de Lobo, para demostrar al visitante lo que ella deseaba que hiciera. Vacilante, Jeren extendió la mano hacia el animal.

Lobo la tocó con el hocico húmedo y frío y retrocedió. Había afrontado muchas veces una presentación análoga mientras estaba con los sharamudoi, y parecía comprender la intención de Ayla. Después, Ayla tomó la mano de Jeren y, mirándole, la guio hacia la cabeza del lobo, para permitirle que tocara el pelaje y demostrarle cómo acariciarlo. Cuando Jeren la miró con una sonrisa de reconocimiento y por propia iniciativa acarició la cabeza de Lobo, ella se tranquilizó.

Jeren se volvió y miró a sus acompañantes.

–¡Lobo! –dijo, indicando con un gesto al animal. Dijo otras cosas, y después pronunció el nombre de la joven. Cuatro hombres se acercaron al fuego. Ayla realizó algunos gestos de bienvenida, invitándoles a sentarse.

Jondalar, que había estado observando, sonrió complacido.

–Buena idea, Ayla –aprobó.

–¿Crees que tendrán apetito? Nos ha quedado mucha comida –dijo Ayla.

–¿Por qué no se la ofreces y lo compruebas?

Ayla cogió una fuente de marfil de mamut, sacó algo que parecía un manojo de heno mustio y, al abrirlo, apareció una perdiz cocida. Tras colocarla en la bandeja, la ofreció a Jeren y los demás. El aroma precedió al manjar. Jeren arrancó una pata y descubrió que tenía en la mano un pedazo de carne tierna y jugosa. La sonrisa que se dibujó en su cara después de saborearla alentó a los otros.

Ayla sacó también una perdiz común y distribuyó el relleno de raíces y granos en el variado surtido de fuentes y cuencos más pequeños, algunos tejidos, otros de marfil y uno de madera. Dejó que los hombres se repartieran a voluntad la carne; entretanto buscó un gran cuenco de madera, fabricado por ella misma, y lo llenó de agua para preparar una infusión.

Los hombres parecían mucho más relajados después de la comida, tanto que recibieron con agrado a Lobo, llamado por Ayla con el fin de que los olfateara. Sentados alrededor del fuego, cada uno con su taza, intentaron comunicarse más allá del nivel de la sonriente cordialidad y hospitalidad.

Jondalar fue el primero en tomar la palabra.

–¿Haduma? –preguntó.

Jeren meneó la cabeza y en su rostro se dibujó una expresión de tristeza. Con la mano señaló el suelo, y Ayla intuyó que aquello significaba que Haduma había regresado a la Gran Madre Tierra. Jondalar comprendió también que la anciana a quien profesaba tanta simpatía había muerto.

–¿Tamen? –preguntó.

Sonriendo, Jeren asintió con gestos exagerados. Después, señaló a uno de los otros y dijo algo que incluía el nombre de Tamen. Un joven, poco más que un niño, le sonrió, y Jondalar descubrió en sus facciones cierta semejanza con el hombre a quien él había conocido.

–Tamen, sí –dijo Jondalar, asintiendo con una sonrisa–. El hijo, o quizá el nieto de Tamen. Ojalá Tamen estuviera aquí –indicó a Ayla–. Sabía un poco de zelandoni y podríamos haber conversado algo. Realizó un largo viaje a esas regiones cuando era joven.

Jeren pasó la mirada por el campamento, después volvió los ojos hacia Jondalar y dijo:

–¿Zelandonii..., Thon... Thonolan?

Esta vez le tocó a Jondalar mover la cabeza con aire entristecido. Luego, al recordar lo sucedido, invitó a su interlocutor y señaló el suelo. Jeren pareció sorprendido, pero asintió y pronunció una frase que sin duda era una pregunta. Jondalar no entendió y miró a Ayla.

–¿Sabes lo que quiere decir?

Aunque no conocía la lengua, en la mayor parte de los idiomas que ella había oído hablar existían ciertos sonidos con los cuales estaba familiarizada. Jeren repitió la frase, y algo en el tono en que la pronunciaba hizo que una idea acudiera a la mente de Ayla. Ésta cerró una mano en forma de garra y gritó como un león en la caverna.

El sonido que emitió fue tan realista que todos los hombres la miraron desconcertados, pero Jeren asintió en actitud de comprensión. Había preguntado cómo había muerto Thonolan y ella se lo había dicho. Uno de los otros hombres le dijo algo a Jeren. Cuando éste respondió, Jondalar escuchó otro nombre conocido, el de Noria. El que había preguntado sonrió al hombre alto y rubio, le señaló, después apuntó con el dedo a uno de sus propios ojos, y volvió a sonreír.

Jondalar experimentó una oleada de excitación. Tal vez toda aquella mímica significara que Noria, en efecto, tenía un niño con los ojos tan azules como los de él. Sin embargo, recapacitó, diciéndose que podía tratarse tan sólo de que aquel cazador hubiera oído hablar del hombre de los ojos azules que había celebrado los ritos de iniciación con ella. No podía saberlo con certeza. Los otros hombres apuntaban cada cual a sus ojos, y sonreían. ¿Sonreirían acaso porque estaba pensando en un niño de ojos azules? ¿El fruto de los placeres disfrutados con un hombre de ojos azules?

Contempló la posibilidad de pronunciar el nombre de Noria y de mover los brazos como si estuviera acunando a un niño, pero miró a Ayla y desistió de su propósito. No le había dicho nada acerca de Noria, ni tampoco del anuncio hecho por Haduma el día siguiente, en el sentido de que la Madre había otorgado su bendición a la ceremonia y de que la joven daría a luz un hijo, un niño al que impondrían el nombre de Jondal, el cual tendría los ojos como los de Jondalar. Sabía que Ayla deseaba un hijo suyo... o de su espíritu. ¿Qué sentiría si se enteraba de que Noria ya tenía uno? Si hubiera estado en el lugar de Ayla, probablemente habría sentido celos.

Entretanto, se afanaba por indicar a los cazadores con toda clase de gestos que debían dormir cerca del fuego. Por fin ellos asintieron y se pusieron de pie para ir a buscar sus mantas de dormir. Las habían apilado río abajo, antes de aproximarse al fuego que habían olido y asegurarse de que había sido encendido por amigos. En cuanto Ayla vio que rodeaban la tienda y se dirigían al lugar donde había atado a los caballos, echó a correr hasta situarse delante de ellos y alzó una mano para detenerlos. Se miraron unos a otros intrigados cuando ella desapareció en la oscuridad. Sin entender lo que pasaba, quisieron reanudar la marcha, pero Jondalar les hizo señas de que esperaran. Sonrientes, asintieron en silencio.

La expresión de los hombres demostró temor cuando Ayla reapareció en compañía de los caballos. Erguida entre los dos animales, trató de explicar por medio de movimientos e incluso valiéndose de los expresivos gestos del clan, que se trataba de caballos especiales que no debían ser cazados; pero ni ella ni Jondalar estaban seguros de que los hombres lo comprendieran. Jondalar hasta llegó a temer que pensaran que Ayla poseía ciertos poderes especiales para dominar a los caballos, y que los había llevado allí adrede para permitir que los cazaran. Se apresuró a decir a Ayla que, a su juicio, una demostración podía ser útil.

Fue a la tienda a buscar una lanza, blandiéndola como si se propusiera herir a Corredor, pero Ayla le cortó el paso alzando los brazos, cruzándolos acto seguido frente a ella, mientras movía enérgicamente la cabeza. Jeren se rascó perplejo la suya; él y sus compañeros parecían desconcertados. Finalmente, Jeren asintió, cogió del contenedor una de sus propias lanzas, apuntó con ella a Corredor y luego la clavó en el suelo. Jondalar no sabía muy bien si el hombre creía que Ayla estaba diciéndoles que no cazaran aquellos dos caballos, o que no cazasen ninguno; pero en todo caso, algo había comprendido.

Los hombres durmieron cerca del fuego esa noche, pero se levantaron apenas amaneció. Jeren le dijo a Ayla algunas palabras que, según Jondalar recordaba sin gran precisión, expresaban su agradecimiento por los alimentos. El visitante sonrió a la mujer cuando Lobo le olfateó, permitiéndole que lo acariciara de nuevo. Ella intentó invitarlos a compartir la comida matutina, pero los hombres se alejaron deprisa.

–Ojalá conociera un poco de su lengua –dijo Ayla–. Su visita ha sido muy agradable, aunque no hayamos podido hablar.

–Sí, también yo hubiera querido conversar con ellos –convino Jondalar, quien deseaba sinceramente averiguar si Noria había tenido un hijo y si el niño tenía los ojos azules.

–En el clan, los diferentes clanes empleaban en su lenguaje cotidiano ciertas palabras que no siempre eran entendidas por todos; sin embargo, todos conocían el lenguaje silencioso de los gestos. Siempre era posible comunicarse –dijo Ayla–. Lástima que los Otros no tengan una lengua que todos puedan entender.

–Sería útil, sobre todo cuando se viaja, pero para mí es difícil imaginar una lengua que todos puedan entender. ¿Crees en realidad que el pueblo del clan puede entender en todas partes el mismo lenguaje de los signos? –preguntó Jondalar.

–No es una lengua que aprendan con el tiempo. Nacen con ella. Es tan antigua que la llevan en su memoria, y su memoria se remonta a los orígenes del mundo. No puedes imaginar de cuán lejos procede –dijo Ayla.

Se estremeció con un escalofrío de miedo cuando recordó el día en que Creb la había llevado de regreso con ellos, en contra de todas las tradiciones. De acuerdo con la ley oral del clan, tendría que haberla dejado morir. Pero ahora, ella estaba muerta para el clan. Pensó que la situación era de lo más irónica. Cuando Broud lanzó sobre ella la maldición de la muerte, no tenía derecho a hacerlo. No se apoyaba en un motivo plausible. A Creb, en cambio, sí le asistía la razón; ella había infringido el tabú más importante del clan. Quizá debiera haberse asegurado de que ella moría, pero no lo hizo.

Se dedicaron a levantar el campamento, a recoger la tienda, las mantas de dormir, los utensilios para cocinar, las cuerdas. Una vez terminada esta tarea, guardaron todas las cosas en las canastas y las alforjas, haciéndolo con la destreza propia de la rutina. Ayla estaba llenando de agua los recipientes, a la orilla del río, cuando Jeren y sus cazadores regresaron. Entre sonrisas y con un chorro de palabras que sin duda representaban un exuberante agradecimiento, los hombres entregaron a Ayla un bulto envuelto en un pedazo de cuero fresco de uro. Ayla lo abrió y encontró un tierno solomillo, procedente de una presa recién cobrada.

–Te lo agradezco, Jeren –dijo Ayla, y le correspondió con la hermosa sonrisa que siempre provocaba una oleada de amor en Jondalar. También en Jeren pareció causar un efecto similar, y Jondalar sonrió para sus adentros cuando vio la expresión asombrada en la cara del hombre. Jeren necesitó unos instantes para reaccionar; después se volvió hacia Jondalar y comenzó a hablar, esforzándose mucho por comunicarle algo. Se interrumpió cuando vio que Jondalar no le entendía, y habló entonces con sus compañeros. Acto seguido, se acercó más a Jondalar.

–Tamen –dijo, y empezó a caminar hacia el sur mientras trataba de explicar por medio de gestos que le siguieran–. Tamen –repitió, continuando con los gestos y agregando algunas palabras.

–Creo que quiere que le acompañes –opinó Ayla–, que vayas a ver al hombre a quien conoces. El que habla zelandoni.

–Tamen, Zel-an-don-ii. Hadumai –dijo Jeren, haciendo señas a los dos.

–Tienes razón; por lo visto quiere que vayamos a visitarles. ¿Qué te parece? –preguntó Jondalar.

–De ti depende. ¿Quieres interrumpir el viaje para hacer esa visita?

–Nos obligaría a retroceder, y no sé cuánto camino tendríamos que desandar. Si los hubiéramos encontrado más al sur, no me habría importado entretenerme un poco en el camino; pero detesto volver atrás ahora que hemos llegado tan lejos.

Ayla asintió.

–Tendrás que arreglártelas para explicárselo.

Jondalar sonrió a Jeren, y después meneó la cabeza.

–Lo siento –dijo–, pero necesitamos ir al norte. Al norte –repitió, señalando en esa dirección.

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