Las llanuras del tránsito (111 page)

Los largos y esqueléticos dedos de las ramas sin hojas se agitaban movidos por el viento intenso y penetrante, aunque sólo un ojo experto podía discernir si eran sauces, alerces o alisos. Las coníferas de color verde oscuro –abetos y diferentes clases de pino– podían distinguirse más fácilmente, y aunque los alerces habían perdido las agujas, su forma era reveladora. Cuando ascendieron a lugares más elevados para cazar, vieron alerces enanos y pequeños pinos que se mantenían cerca del suelo.

La caza menor suministraba la mayor parte de la comida; la caza mayor generalmente exigía más tiempo, pues había que acosar y abatir, y ellos no querían retrasarse, aunque no vacilaron en perseguir a un ciervo cuando lo vieron. La carne se congeló deprisa, e incluso Lobo no necesitó cazar durante un tiempo.

Conejos, liebres y algún que otro castor, abundantes en la región montañosa, eran el alimento más habitual; también prevalecían los animales esteparios de los climas continentales más secos, marmotas y hámsteres gigantes, y a los dos viajeros siempre les alegraba descubrir perdices blancas, las gordas y níveas aves de patas emplumadas.

Generalmente aprovechaban bien la honda de Ayla; tendían a reservar los lanzavenablos para la caza mayor. Era más fácil encontrar piedras que fabricar lanzas nuevas para reemplazar a las que se perdían o quebraban. Pero ciertos días la caza les hacía entretenerse demasiado, y todo lo que fuera perder tiempo irritaba a Jondalar.

A menudo complementaban su dieta, en la que predominaba en exceso la carne magra, con el revestimiento interior de la corteza de las coníferas y otros árboles, por lo general cocido en un caldo con carne, y se llevaban una alegría cuando encontraban bayas, heladas pero todavía unidas al arbusto. Las bayas de enebro, que eran especialmente sabrosas con carne, siempre que no se consumieran en gran cantidad, constituían uno de los ingredientes principales; los escaramujos eran más esporádicos, pero solían abundar, cuando los encontraban, y su sabor era más dulce una vez congelados; la baya rastrera, con un follaje verde que semejaba agujas, tenía bayas negras pequeñas y lustrosas que a menudo persistían a lo largo del invierno, lo mismo que las gayubas azules y los viburnos rojos.

Ayla agregaba también granos y semillas a las sopas de carne; las recogían con muchos esfuerzos de las hierbas secas que aún tenían semillas, aunque encontrarlas llevaba tiempo. La mayor parte del follaje de las hierbas con semillas se había desintegrado hacía mucho tiempo, y las plantas que estaban adormecidas hasta los deshielos de primavera despertarían entonces a una nueva vida. Ayla añoraba las frutas y los vegetales secos que habían sido destruidos por los lobos, aunque no lamentaba haber entregado aquellas provisiones a los s’armunai.

Aunque en verano Whinney y Corredor eran casi exclusivamente herbívoros, Ayla observó que su dieta se había ampliado al ramoneo de las puntas de las ramitas, la masticación de la corteza interior de los árboles y cierta variedad especial de líquen, del tipo preferido por los renos. Recolectó algunas de estas plantas y las probó en pequeñas porciones, luego preparó otra parte para ella y Jondalar. Comprobaron que el gusto era intenso pero tolerable, por lo que Ayla decidió experimentar diferentes modos de cocinarlas.

Otra fuente de alimento en invierno la proporcionaban los pequeños roedores, por ejemplo, los ratones y los lemmings; no los animales mismos –Ayla solía entregárselos a Lobo, en recompensa por haber ayudado a descubrirlos–, sino sus nidos. Buscaba los indicios sutiles que sugerían la existencia de una madriguera, después abría el suelo helado con un palo de cavar y encontraba a los animalitos rodeados por las semillas, las nueces y los bulbos que habían almacenado.

Además, Ayla tenía su saquito de medicinas.

Cuando recordaba todo el daño sufrido por las cosas que habían dejado ocultas, se estremecía al pensar lo que habría sucedido de haber estado allí su saquito de medicinas. A ella jamás se le hubiera ocurrido dejarlo allí, pero, aun así, la posibilidad de perderlo le contraía el estómago. Formaba parte de su ser hasta tal extremo que se habría sentido perdida sin él. En realidad, su importancia era incalculable, ya que los elementos contenidos en el saquito de piel de nutria, así como la extensa historia del saber acumulado por vía de prueba y error que le había sido transmitida, mantenía a los viajeros más sanos de lo que cualquiera de ellos alcanzaba a comprender.

Por ejemplo, Ayla sabía que podían utilizarse diferentes hierbas, cortezas y raíces para tratar de prevenir algunas enfermedades. Aunque no las denominaba enfermedades por carencia, ni tenía nombre para las vitaminas y los vestigios de minerales contenidos en las hierbas, así como tampoco sabía exactamente cómo actuaban, llevaba muchas de estas plantas en su saquito de medicinas y las incorporaba con regularidad a las infusiones que ambos bebían.

También utilizaba la vegetación que estaba al alcance de la mano incluso en invierno, por ejemplo, las agujas de las plantas de verdor permanente, y en particular los brotes más recientes arrancados de las puntas de las ramas, las cuales poseían en abundancia las vitaminas que prevenían el escorbuto. Las agregaba regularmente a las bebidas cotidianas, sobre todo porque a ambos les agradaba el sabor áspero, como de cítrico, aunque ella en efecto conocía además sus propiedades beneficiosas y tenía una idea bastante acabada de la oportunidad y el modo de usarlas. A menudo había preparado infusiones de agujas para las personas que sufrían de encías sangrantes y cuyos dientes se aflojaban durante los prolongados inviernos en que se alimentaban esencialmente de carne seca, una dieta determinada por las preferencias o por la necesidad.

Desarrollaron un sistema para buscar forraje apenas sin detenerse a medida que avanzaban hacia el oeste, lo que les permitió aprovechar el mayor tiempo posible para viajar. Si bien las comidas eran escasas, rara vez suprimían alguna por completo, aunque con tan poca grasa en la dieta y el ejercicio permanente de todos los días terminaron por adelgazar. No conversaban del asunto con frecuencia, pero ambos estaban cansándose del viaje y ansiaban llegar a su destino. Durante el día, nunca hablaban mucho.

Montados a caballo, o caminando y llevando a los corceles de la cuerda, Ayla y Jondalar avanzaban con frecuencia en fila, bastante cerca el uno del otro como para escuchar un comentario formulado en voz alta, pero no tan cerca como para entablar una conversación. En consecuencia, ambos disponían de tiempo sobrado para meditar tranquilamente y ahondar en sus propios pensamientos. Solían cambiar impresiones por la noche, cuando comían o yacían uno al lado del otro, protegidos por pieles de dormir.

Ayla pensaba con frecuencia en sus últimas experiencias. Había estado recordando los episodios del campamento de las Tres Hermanas, comparando a los s’armunai y sus crueles jefes como Attaroa y Brugar, con sus parientes los mamutoi y sus líderes, que cooperaban y mantenían una relación cordial de hermana-hermano. Y pensaba también en los zelandonii, el pueblo del hombre a quien ella amaba. Jondalar tenía tantas cualidades positivas, que ella estaba segura de que los zelandonii debían ser personas esencialmente buenas; pero en vista de los sentimientos que abrigaban hacia el clan, continuaba preguntándose si la aceptarían. Incluso S’Armuna había hecho veladas insinuaciones acerca de la intensa aversión que experimentaban hacia los individuos a quienes llamaban cabezas chatas; sin embargo, Ayla estaba segura de que ningún Zelandoni sería jamás tan cruel como la mujer que había desempeñado la función de jefa de los s’armunai.

–Jondalar, no sé cómo pudo hacer Attaroa las cosas que hizo –observó Ayla, mientras concluían la cena–. Todo eso me causa verdadera sorpresa.

–¿Y eso? ¿Qué es lo que te sorprende?

–Mi raza, los Otros. Cuando te conocí, me sentí agradecida porque por fin había conocido a alguien como yo. Me alivió saber que no era la única en el mundo. Y después, cuando comprobé que eras tan maravilloso, tan bueno, considerado y afectuoso, pensé que todas las personas de mi raza serían como tú –dijo–, y eso hizo que me sintiera bien.

Se disponía a recordarle la impresión tan desagradable que se llevó cuando él reaccionó con tanta repugnancia el día en que ella le relató su vida con el clan, pero cambió de actitud cuando vio que Jondalar sonreía, sonrojado de placer, evidentemente satisfecho. Había sentido una oleada de arrobo ante las palabras de Ayla, y pensaba que también ella era maravillosa.

–Después, cuando conocimos a los mamutoi, a Talut y el Campamento del León –continuó Ayla–, tuve la certeza de que los Otros eran buenas personas. Se ayudaban mutuamente y todos intervenían en las decisiones. Eran cordiales y reían mucho, y no rechazaban una idea sólo porque no la hubiesen escuchado antes. Por supuesto, estaba Febrec, que, a fin de cuentas, tampoco era tan malo. Incluso aquellos que en la Reunión de Verano se volvieron contra mí un tiempo a causa del clan, y hasta algunos de los sharamudoi lo hicieron por un temor mal entendido, no por mala intención. Pero Attaroa era perversa como una hiena.

–Attaroa era sólo una persona –le recordó Jondalar.

–Sí, pero mira sobre cuántos influyó. S’Armuna puso su saber sagrado al servicio de Attaroa para ayudarla e inutilizar gente, a pesar de que lo lamentara después, y Epadoa estaba dispuesta a hacer cuanto Attaroa dijese.

–Tenían motivos para ello. Las mujeres habían sido maltratadas con saña.

–Conozco los motivos. S’Armuna creyó que hacía lo que era justo, y creo que Epadoa amaba la caza y amó a Attaroa porque le permitía cazar. Conozco ese sentimiento. Yo también amo cazar, y me opuse al clan e hice cosas que no me permitían hacer sólo porque deseaba cazar.

–Bien; ahora Epadoa puede cazar para todo el campamento, y no creo que sea una persona tan mala –dijo Jondalar–. Me parece que está descubriendo la clase de amor que siente una madre. Doban me dijo que le prometió que nunca volvería a hacerle daño y jamás permitiría que otros le lastimasen. Es posible que el afecto que siente por él sea incluso más profundo por haberle herido tanto, y ahora tiene la oportunidad de compensar lo que hizo.

–En realidad, Epadoa no deseaba inutilizar a esos muchachos. Le confesó a S’Armuna que temía que si no acataba las órdenes de Attaroa ésta los mataría. Ésas fueron sus razones. Incluso Attaroa tenía razones. En su vida había tantas cosas negativas que se convirtió en un ser perverso. Ya no era humana, pero no existen razones suficientes que la justifiquen. ¿Cómo pudo hacer las cosas que hizo? Incluso Broud, malo como era, no era tan perverso, aunque me odiaba. Jamás lastimó a los niños. Yo solía pensar que mi gente era muy buena, pero ahora ya no estoy tan segura –dijo Ayla, con una expresión triste y acongojada.

–Ayla, hay personas buenas y personas malas, y en cada cual hay algo de bueno y de malo. –El ceño fruncido de Jondalar revelaba su preocupación. Se daba cuenta de que ella estaba intentando armonizar las impresiones que había recogido en su más reciente e ingrata experiencia con su esquema personal de las cosas, y él sabía que eso era importante–. Sin embargo, la mayoría de la gente es decente –afirmó–, y todos tratan de ayudarse mutuamente. Saben que es necesario; al fin y al cabo, uno no puede prever cuándo necesitará ayuda; por consiguiente, casi todos prefieren mostrarse amistosos.

–Pero hay algunos que están deformados, como Attaroa –dijo Ayla.

–Es cierto –el hombre asintió, dándole la razón–. También hay algunos que sólo dan lo indispensable, y hasta preferirían no dar nada, pero eso no los convierte en seres malvados.

–No obstante, una mala persona puede acarrerar la peor de las suertes a las personas buenas, como Attaroa hizo con S’Armuna y Epadoa.

–Pienso que lo mejor que podemos hacer es tratar de evitar que los seres perversos y crueles provoquen demasiado daño. Quizá debamos considerarnos afortunados de que no haya muchas mujeres como ella. Pero Ayla, no permitas que una persona mala desvirtúe tu concepto de la gente.

–Attaroa no pudo lograr que yo modificara mis sentimientos acerca de las personas que conozco y, Jondalar, estoy segura de que tienes razón acerca de la mayoría de la gente; pero ella logró que yo aprendiera a mostrarme más cautelosa y más prudente.

–No está mal cierta cautela al principio, pero concede a la gente la oportunidad de demostrar sus cualidades antes de llegar a la conclusión de que es mala.

La meseta que se extendía en el lado norte del río les acompañó mientras continuaban la marcha hacia el oeste. Las plantas verdes deformadas por el viento en las cimas redondeadas y las planicies llanas del macizo se recortaban contra el cielo. El río volvía a dividirse en varios canales que corrían atravesando una cuenca cerrada de tierras bajas. Los extremos meridional y septentrional del valle mantenían sus diferencias características, pero la roca baja estaba agrietada y había fallas que alcanzaban gran profundidad entre el río y el promontorio de piedra caliza de las altas montañas meridionales. Hacia el oeste, se divisaba el empinado reborde de piedra caliza de una falla. El curso del río viraba hacia el noroeste.

El extremo oriental de la cuenca de tierras bajas también estaba bordeado por el risco de una falla, provocada no tanto por la elevación de la piedra caliza cuanto por la depresión del suelo del valle cerrado. Hacia el sur, la tierra se extendía en una suave pendiente durante cierta distancia, antes de elevarse hacia las montañas; pero la meseta de granito del norte se aproximaba al río, hasta que comenzaba a empinarse bruscamente a poca distancia del agua.

Acamparon en el valle cerrado y bajo. Cerca del río, la suave corteza gris y las ramas desnudas de las hayas aparecían entre los abetos, los pinos y los alerces; el lugar estaba lo bastante protegido para permitir el crecimiento de algunos árboles de hoja caduca. Vagando alrededor y cerca de los árboles, en aparente confusión, había un pequeño rebaño de mamuts, hembras y machos. Ayla se aproximó lo más que pudo para ver lo que sucedía.

Un mamut estaba echado; era un viejo gigantesco con enormes colmillos que se le cruzaban al frente. Ayla se preguntó si sería el mismo grupo que habían visto antes quebrando el hielo. ¿Era posible que hubiera dos mamuts tan viejos en la misma región? Jondalar se acercó a la joven.

–Me temo que está muriéndose. Ojalá pudiera hacer algo por él –dijo Ayla.

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