Las llanuras del tránsito (35 page)

Ayla volvió su mirada hacia el mar, pero más cerca, al sitio que él señalaba. Varias criaturas oscuras, ágiles y perfiladas, con el bajo vientre de color gris claro, brincaban torpemente a lo largo de un banco de arena que se había formado detrás de algunas rocas casi sumergidas. Mientras ellos miraban, la mayor parte de las focas volvió a zambullirse en el agua, al percibir un cardumen de peces. Vieron emerger las cabezas mientras las últimas del grupo, más pequeñas y más jóvenes, también se zambullían. Instantes después se alejaron y desaparecieron con la misma rapidez con que habían llegado.

–Sólo desde lejos –respondió Ayla a la pregunta de Jondalar–, durante la estación fría. Les gustaban los hielos flotantes frente a la costa. El clan de Brun no se dedicaba a cazarlas. Nadie podía acercárseles, aunque Brun habló en cierta ocasión del día en que vio a varias de ellas sobre las rocas, cerca de una caverna marina. Algunas gentes creían que eran espíritus acuáticos invernales, no animales; pero una vez vi algunas muy pequeñas sobre el hielo y no pude creer que los espíritus acuáticos tuviesen hijos. Nunca supe dónde iban en verano. Seguramente venían aquí.

–Cuando lleguemos a mi hogar te llevaré a ver las Grandes Aguas. No tienes ni idea. Lo que tú ves aquí es un ancho mar, mucho más grande que todos los lagos que he visto en el curso de mi vida, y según dicen es de agua salada, pero no es nada comparado con las Grandes Aguas. Es como el cielo. Nadie llegó jamás procedente del lado opuesto.

Ayla percibió la ansiedad en la voz de Jondalar y sintió el anhelo de volver al hogar. Sabía que él no vacilaría en acompañarla si intentaba buscar el clan de Brun y a su hijo, si le decía que esto era lo que deseaba. Porque la amaba. Pero ella también le amaba y sabía que él se sentiría desgraciado a causa de su demora. Contempló el gran espejo de agua y después cerró los ojos tratando de contener las lágrimas.

De todos modos, pensó, no sabría dónde buscar al clan. Y ya no era el Clan de Brun. Ahora era el Clan de Broud y no le darían la bienvenida. Broud había lanzado contra ella la maldición de la muerte; estaba muerta para todos ellos, era un espíritu. Si ella y Jondalar habían atemorizado al campamento de la isla a causa de los animales y de su capacidad aparentemente sobrenatural de controlarlos, ¿cuánto más no atemorizarían al clan? Probablemente incluso a Uba y a Durc. A los ojos de aquella gente, ella sería un ser que retornaba del mundo de los espíritus y los animales que eran sus amigos constituían la mejor prueba de ello. Creían que un espíritu que volvía del país de los muertos lo hacía con el propósito de perjudicarlos.

Pero una vez que se encaminasen hacia el oeste, sería un paso definitivo. En adelante, y por el resto de su vida, Durc no sería más que un recuerdo. No tendría esperanza de volver a verle nunca. Ésa era la elección que debía realizar. Pensó que su decisión había sido tomada mucho tiempo atrás, pero no imaginaba que el dolor podría ser aún tan intenso. Volvió la cabeza, porque no quería que Jondalar viese las lágrimas que fluían a sus ojos mientras contemplaba la extensión de agua de color azul profundo, y en aquel momento Ayla envió por última vez un silencioso adiós a su hijo. Una renovada punzada de dolor atravesó su corazón, y comprendió que ese sufrimiento la acompañaría durante toda su vida.

Volvieron la espalda al mar y comenzaron a caminar a través de las altas hierbas de la estepa de la gran isla, permitiendo que los caballos descansaran y paciesen. El sol, luminoso y cálido, brillaba alto en el cielo. Trémulas oleadas de calor se elevaban del suelo polvoriento, portadoras del aroma cálido de la tierra y de lo que en ella crecía. En la planicie sin árboles que se extendía a cierta altura sobre la faja larga y estrecha de tierra, avanzaron protegidos por los sombreros de hierba trenzada, pero la evaporación de los canales fluviales circundantes cargaba el aire de humedad; gruesas gotas de sudor descendían ahora sobre la piel polvorienta de los viajeros. Éstos recibían agradecidos el ocasional hálito fresco del mar, la brisa irregular que traía el fuerte olor de la vida albergada en sus aguas profundas.

Ayla se detuvo para quitar de su frente la honda de cuero, sujetándola bajo el cordel que llevaba a la cintura, pues no quería que se humedeciese demasiado. Lo sustituyó por un pedazo de cuero blanco, análogo al que usaba Jondalar, aplicado sobre la frente y atado detrás, para absorber la humedad que le empapaba la piel.

Continuó andando y vio un saltamontes verdoso que saltaba y caía después para ocultarse en el acto, gracias al camuflaje de su color. Luego vio otro. Algunos emitían sonidos esporádicos que recordaban los enjambres de langostas. Pero aquí eran tan sólo una variedad más de insectos, como las mariposas que exhibían sus brillantes colores en una danza estremecida sobre los extremos superiores de la festuca, o el inofensivo zángano, que se asemejaba a la abeja de afilado aguijón y que ahora revoloteaba sobre un capullo.

Aunque el terreno elevado era mucho más pequeño, tenía el aspecto conocido de las estepas secas; pero cuando llegaron al extremo opuesto de la isla y miraron, se sintieron asombrados ante el mundo amplio, extraño y húmedo del enorme delta. Hacia el norte, a la derecha, estaba la tierra firme; más allá de una franja de arbustos ribereños había un pastizal de apagados matices dorados y verdosos. Pero hacia el sur y el oeste, extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista –en la distancia parecía tan sólido y dilatado como la tierra–, quedaba el universo pantanoso que era la salida del gran río. Formaba un amplio lecho de juncos de un verdor intenso, que se balanceaban en un movimiento constante como el del mar, con el ritmo que le imprimía el viento, interrumpido sólo por algunos árboles que proyectaban sombras sobre el verde ondulante y los senderos sinuosos de los cursos de agua.

Mientras descendían por la ladera a través de los bosques abiertos, Ayla advirtió la presencia de los pájaros, un sinfín de variedades como no había visto nunca en un solo lugar, algunas de ellas desconocidas. Cuervos, cuclillos, estorninos y tórtolas emitían cada cual su gorjeo peculiar. Una golondrina, perseguida por un halcón, se zambulló y viró, y luego se hundió entre los juncos. Los milanos negros que volaban a gran altura y los busardos de los pantanos que rozaban el suelo buscaban peces muertos o moribundos. Las pequeñas currucas y los cazamoscas saltaban de los arbustos a los árboles altos, y las minúsculas tringas, los petirrojos y los alcaudones volaban de rama en rama. Las golondrinas flotaban en las corrientes de aire, casi sin mover una sola pluma, los poderosos pelícanos, con su vuelo majestuoso, navegaban en las alturas batiendo las alas anchas y poderosas.

Ayla y Jondalar emergieron en un sector diferente del río cuando llegaron de nuevo al agua, cerca de un matorral de sauces cabrunos que era la sede de una heterogénea colonia de aves del pantano: garzas nocturnas, pequeños airones, garzas púrpuras, cormoranes, y sobre todo relucientes ibis, todos ellos anidando juntos. En el mismo árbol, el acolchado nido de una variedad a menudo estaba a sólo una rama de distancia del nido de una especie completamente distinta, y en varios había huevos o polluelos. Las aves parecían mirar a los seres humanos y a los animales con tanta indiferencia como se miraban unas a otras, pero el activo lugar, hirviente de incesante actividad, era una atracción que el lobo joven y curioso era incapaz de ignorar.

Se aproximó lentamente, en actitud acechante, pero le distrajo la plétora de posibilidades. Finalmente, se abalanzó sobre cierto arbolito. Con estridentes chillidos y batir de alas, los pájaros más cercanos se elevaron en el aire, seguidos inmediatamente por otros que recibieron la advertencia. Otros más echaron a volar. El aire se pobló de aves del pantano, no cabía duda de que la vida aviar predominaba en el delta, puesto que más de diez mil individuos de diversas especies de la colonia mixta giraban y revoloteaban en un vuelo dramático.

Lobo volvió hacia el bosque, con la cola entre las patas, aullando y gañendo de temor ante la conmoción que él mismo había provocado. Para acrecentar el tumulto, los caballos, nerviosos y asustados, comenzaron a encabritarse y relinchar; después, galoparon hacia el agua.

Las angarillas limitaron los movimientos de la yegua, que en cierto modo tenía un carácter más equilibrado. Se aquietó con bastante rapidez, pero Jondalar tuvo bastantes dificultades con el joven corcel. Corrió hacia el agua en pos del caballo, y cuando la profundidad aumentó, se echó a nadar, y de pronto desapareció de la vista. Ayla consiguió rescatar a Whinney del canal y volver a tierra firme. Después de calmar y acariciar al animal, desenganchó las pértigas que el animal arrastraba y retiró el arnés para que la yegua corriese libremente y terminara de tranquilizarse. Seguidamente lanzó un silbido para llamar a Lobo. Fueron necesarios varios silbidos más para que el animal obedeciera, y cuando regresó, llegaba de una dirección distinta, de un lugar mucho más alejado del curso inferior, lejos del árbol que reunía a las aves y los nidos.

Ayla se quitó las ropas mojadas y se puso prendas secas, sacadas de un canasto; a continuación juntó leña para hacer fuego mientras esperaba a Jondalar. También él necesitaría cambiarse; felizmente, los canastos con sus cosas estaban en el bote redondo, donde se mantenían secas. Pasó un tiempo antes de que regresara y se acercase desde el oeste al fuego encendido por Ayla. Corredor había recorrido bastante trecho río arriba cuando Jondalar pudo alcanzarlo.

El hombre continuaba irritado con Lobo, lo cual era evidente no sólo para Ayla, sino también para el animal. El lobo esperó hasta que por fin Jondalar se sentó para beber una taza de infusión caliente, habiéndose cambiado previamente de ropa, y entonces se aproximó, arrastrándose sobre las patas delanteras, meneando la cola como un cachorro ansioso de jugar, gimiendo en tono de ruego. Cuando estuvo lo bastante cerca, Lobo trató de lamer la cara de Jondalar. El hombre le rechazó al principio aunque terminó por permitir que el tenaz animal se aproximara; Lobo pareció tan complacido que Jondalar tuvo que ceder.

–Parece que estuviera diciendo que lo lamenta, pero es difícil creerlo. ¿Cómo puede lamentarlo? Es un animal. Ayla, ¿es posible que Lobo sepa que se comportó mal y que lo sienta? –preguntó Jondalar.

Ayla no estaba sorprendida. Había visto actitudes semejantes cuando ella misma aprendió a cazar y observaba a los animales carnívoros a los que había elegido como presa. Las actitudes de Lobo hacia el hombre eran análogas al modo en que un lobo joven se comportaba a menudo con respecto al macho que era el jefe de la manada.

–No sé lo que sabe, ni lo que piensa –contestó Ayla–. Sólo puedo juzgar por sus actos. Pero ¿no sucede lo mismo con la gente? Uno nunca puede saber lo que alguien realmente sabe o piensa. Necesita juzgar por sus actos, ¿no te parece?

Jondalar asintió, sin saber todavía lo que debía creer o no. Ayla no dudaba de que Lobo lo sentía, pero no creía que eso importase demasiado. Lobo solía comportarse del mismo modo cuando ella intentaba que aprendiera a mantenerse lejos del calzado de cuero de la gente del Campamento del León. Había necesitado mucho tiempo para enseñar al lobo que debía dejar el calzado en paz, y por lo mismo no creía que él estuviera ya preparado para renunciar a la persecución de las aves.

El sol rozaba los picos altos e irregulares del extremo oriental de la larga cadena de montañas que se elevaba al oeste y arrancaba reflejos luminosos a las facetas heladas. La cordillera descendía desde las alturas de los peñascos meridionales a medida que avanzaba hacia el norte, y los picachos se suavizaban para convertirse en cimas redondeadas cubiertas por un reluciente manto blanco. Hacia el noroeste, las cumbres montañosas desaparecían detrás de una cortina de nubes.

Ayla se adelantó por una invitadora abertura de la orilla boscosa del delta fluvial y se detuvo. Jondalar iba detrás. El pequeño bosquecillo, con su alfombra de hierba, era un lugar un poco más amplio en una acogedora franja de árboles que conducía directamente a una laguna serena.

Aunque los brazos principales del gran río estaban colmados de un limo lodoso, la compleja red de canales y arroyos laterales que serpenteaban entre los juncos del enorme delta tenía agua limpia y potable. Los canales a veces se ensanchaban para formar amplios lagos o plácidas lagunas, rodeados por una gran diversidad de juncos, eneas, cañas y otras plantas, y a menudo estaban cubiertos por lirios acuáticos. Los resistentes nenúfares ofrecían lugares de descanso a las garzas más pequeñas y a innumerables ranas.

–Éste parece un buen sitio –dijo Jondalar, pasando la pierna sobre el cuello de Corredor y saltando ágilmente al suelo. Retiró sus canastos, la manta de montar y el cabestro, y soltó al joven corcel. El caballo avanzó en línea recta hacia el agua, y un momento después Whinney se le unió.

La yegua entró primero en el río y comenzó a beber. Al cabo de un momento empezó a golpear el agua con las patas, originando grandes salpicaduras que le empaparon el pecho y mojaron al joven corcel que bebía cerca de ella. La yegua inclinó la cabeza oliendo el agua, las orejas vueltas hacia delante. Después dobló las patas bajo el cuerpo, se zambulló en el agua, rodó de costado y se tumbó de espaldas. Con la cabeza en alto y las patas batiendo el aire, se revolvió complacida, frotando el cuerpo en el fondo de la laguna; después se echó sobre el costado opuesto. Corredor, que había estado mirando cómo se revolcaba su madre en el agua fresca, no pudo esperar más, e imitándola, se echó sobre los bajíos que estaban cerca de la orilla.

–Cualquiera hubiera dicho que ya se habían mojado bastante –dijo Ayla, que se acercó a Jondalar.

Él se volvió sonriendo al observar a los caballos.

–Les encanta chapotear en el agua, sin hablar del lodo o el polvo. No sabía que a los caballos les gustaba tanto revolcarse así.

–Ya sabes que les encanta que les rasquen. Creo que es su manera de rascarse solos –comentó la mujer–. A veces se rascan uno al otro, e incluso se comunican en qué parte quieren que les rasquen.

–Ayla, ¿cómo pueden comunicarse eso? A veces creo que te imaginas que los caballos son personas.

–No, los caballos no son personas. Son ellos mismos, pero obsérvalos alguna vez cuando están cabeza con cola. Uno rasca al otro con los dientes y después espera que lo rasquen en el mismo lugar –explicó Ayla–. Tal vez le dé un buen peinado a Whinney con la carda seca. Seguramente siente calor y picazón porque soporta el día entero las correas de cuero. A veces pienso que deberíamos abandonar el bote redondo..., aunque la verdad es que nos ha sido útil.

Other books

Darkness Becomes Her by Lacey Savage
We Are the Goldens by Dana Reinhardt
The Surgeon's Surprise Twins by Jacqueline Diamond
The Harder They Fall by Budd Schulberg
Six Feet Over It by Jennifer Longo
Fallen Ever After by A. C. James