Las llanuras del tránsito (37 page)

La mujer correspondió con un silbido para calmar la inquietud del lobo. Éste corrió hacia el borde del agua, elevó la cabeza y aulló de nuevo. Cuando cesó el aullido, olfateó las huellas, corrió arriba y abajo a lo largo de la orilla, y después se zambulló en el agua y comenzó a nadar hacia ellos. Al aproximarse, se apartó del bote y enfiló hacia la masa de juncos flotantes, confundiéndola con una isla.

Lobo trató de alcanzar la orilla inexistente, exactamente como habían hecho Ayla y Jondalar, pero chapoteó y se debatió entre los juncos, sin encontrar tierra firme. Finalmente, regresó nadando al bote. Con bastante dificultad, el hombre y la mujer aferraron el pelaje mojado del animal y lo depositaron en el bote redondo revestido de cuero. Lobo estaba tan excitado y aliviado a la vez que se abalanzó sobre Ayla y le lamió la cara, y acto seguido hizo lo mismo con Jondalar. Cuando al fin se calmó, permaneció en el centro del bote, se sacudió y aulló de nuevo.

Sorprendidos, oyeron en respuesta un aullido de lobo, después unos pocos gañidos y otra respuesta. Estaban rodeados por otra serie de aullidos lobunos, esta vez muy próximos. Ayla y Jondalar se miraron con un escalofrío de aprensión, sentados y desnudos en el pequeño bote, y escucharon los aullidos de una manada que provenía, no de la costa, donde terminaba el agua, sino de la isla flotante.

–¿Cómo puede haber lobos allí? –preguntó Jondalar–. No es una isla, no hay tierra, ni siquiera un banco de arena.

«Quizá en realidad no fueran lobos», pensó el hombre estremeciéndose. Tal vez fuesen... otra cosa...

Mirando atentamente entre los cañaverales, en dirección al lugar de donde había llegado el último aullido, Ayla alcanzó a ver una piel de lobo y unos ojos amarillos que la observaban. Después, un movimiento a mayor altura atrajo su atención. Miró hacia arriba y, parcialmente oculto por el follaje, distinguió un lobo que les contemplaba desde la cruceta de un árbol, con la lengua colgando.

Los lobos no trepaban a los árboles. Por lo menos, ninguno de los que ella había visto antes, y a decir verdad Ayla había visto muchos lobos. Tocó a Jondalar y señaló hacia donde se encontraba el lobo. El hombre vio al animal y contuvo la respiración. Parecía un auténtico lobo, pero ¿cómo se había encaramado al árbol?

–Jondalar –murmuró Ayla–, salgamos de aquí. No me gusta esta isla que no es una isla, con lobos que pueden trepar a los árboles y caminar sobre un suelo que no existe.

El hombre estaba tan nervioso como ella. Remontaron rápidamente las aguas del canal. Cuando estaban cerca de la orilla, Lobo saltó del bote. El hombre y la mujer lo siguieron y se apresuraron a arrastrar al pequeño bote hasta tierra firme, cogiendo las lanzas y los lanzadores. Los dos caballos miraban en dirección a la isla flotante. Normalmente, los lobos se mostraban tímidos y no les molestaban, sobre todo porque los olores mezclados de los caballos, los humanos y otro lobo constituían una situación extraña, pero ninguno se sentía seguro con respecto a estos lobos. ¿Eran lobos comunes, auténticos, o algo... contra natura?

Si el control en apariencia sobrenatural que ejercían sobre los animales no hubiera alejado a los habitantes de la gran isla, hubiesen sabido, gracias a aquellas personas familiarizadas con el pantano, que los extraños lobos no eran más antinaturales que ellos mismos. La tierra húmeda del gran delta era el hogar de muchos animales, incluso de los lobos de los juncos. Vivían principalmente en los bosques de las islas, pero se habían adaptado tan bien a aquel ambiente de aguas abundantes a lo largo de miles de años, que podían desplazarse fácilmente sobre los lechos de juncos flotantes. Incluso habían aprendido a trepar a los árboles, y eso, en un paisaje móvil e inundado, les proporcionaba una enorme ventaja cuando las crecidas los aislaban.

Que los lobos pudieran medrar en un ambiente que era casi acuático demostraba su gran capacidad de adaptación. Era esta misma adaptación que les permitía convivir tan bien con los seres humanos lo que, en el transcurso del tiempo, a pesar de que todavía podían procrear con sus antepasados salvajes, haría que llegasen a domesticarse por completo, hasta el extremo de que parecerían pertenecer a una especie distinta y muchos de ellos no se asemejasen en absoluto a los lobos.

Al otro lado del canal, en la isla flotante, se veían ahora varios lobos, dos de ellos en los árboles. Lobo miró expectante primero a Ayla y después a Jondalar, como si esperara instrucciones de los jefes de su manada. Otro de los lobos de los juncos emitió un aullido; el resto se le unió, provocando un escalofrío en la columna vertebral de Ayla. El sonido parecía distinto al de la canción de los lobos que ella estaba acostumbrada a oír, aunque no podía decir exactamente por qué. Cabía la posibilidad de que las reverberaciones del agua modificasen el tono, pero en todo caso acentuaba su inquietud acerca de los misteriosos lobos.

La situación terminó de súbito cuando los lobos desaparecieron, tan silenciosamente como se habían presentado. Momentos antes el hombre y la mujer, armados de sus lanzadores y acompañados de Lobo, se encontraban frente a una manada de extraños lobos de la que tan sólo les separaba un curso de agua, e instantes después los animales se habían ido. Ayla y Jondalar, que aún sostenían sus armas, se encontraron de pronto mirando fijamente a los inofensivos juncos y las espadañas y sintiéndose algo estúpidos a la par que inquietos.

Una fresca brisa, que hizo estremecer su piel desnuda, les advirtió que el sol había descendido tras las montañas que se levantaban al oeste y que caía la noche. Dejaron en el suelo sus armas, se vistieron deprisa, y a continuación se apresuraron a encender una fogata y a completar la organización del campamento; pero ambos parecían un tanto alicaídos. Ayla descubrió que con frecuencia comprobaba el estado de los caballos y se alegró de que éstos hubiesen decidido pastar en el campo verde en el que ellos habían acampado.

Mientras las sombras rodeaban el resplandor dorado del fuego, los dos mantenían un extraño silencio, atentos a los sonidos nocturnos del delta del río que surcaban el aire. Los graznidos de las garzas nocturnas ponían de manifiesto su actividad al anochecer, y luego sonó el canto de los grillos. Un búho emitió un fúnebre ulular. Ayla oyó un resuello entre los árboles cercanos y pensó que debía tratarse de un jabalí. Atravesando la distancia, el tartajeo grotesco de una hiena de las cavernas la sobresaltó, y después sonó más cerca el alarido frustrado de un gran felino al que se le había escapado la presa. Se preguntó si sería un lince, o quizá un leopardo de las nieves, y continuó esperando el aullido de los lobos; pero no hubo nada.

Ahora que las sombras aterciopeladas ocupaban todos los rincones y borraban los perfiles, apareció el acompañamiento de los restantes sonidos manifestándose en todos los intervalos de los anteriores. Desde todos los canales y las orillas de los ríos, los lagos y los estanques cubiertos de nenúfares, un coro de ranas ofrecía una serenata a la audiencia invisible. Las voces profundas y graves de las ranas de los pantanos y de las ranas comestibles marcaban el tono del coro anfibio, y los sapos de vientre rojizo se sumaron con su melodía resonante a modo de carillón. Servían de contrapunto los aflautados trinos de los sapos de diferentes colores, que se combinaron con el suave canturreo de los sapos cavadores, todo ello en armonía con la cadencia del áspero karreck-karreck-karreck de las ranas arborícolas.

Cuando Ayla y Jondalar se cubrieron con las pieles de dormir, el canto incesante de las ranas se había confundido con los demás sonidos familiares, pero los esperados aullidos de los lobos, cuando al fin se oyeron a lo lejos, continuaron provocando escalofríos en Ayla. Lobo irguió la cabeza y contestó a la llamada.

–¿Echará de menos a la manada de lobos? –preguntó Jondalar, rodeando con el brazo los hombros de Ayla. La joven se acurrucó contra el cuerpo del hombre, reconfortada por su calidez y su cercanía.

–No lo sé, pero a veces me lo pregunto. Bebé me abandonó para buscar a su compañera, pero el león macho siempre deja su territorio para buscar compañera de otro grupo.

–¿Crees que Corredor querrá abandonarnos? –preguntó el hombre.

–Whinney se ausentó un tiempo y vivió con un rebaño después de que su corcel muriera. No todos los caballos machos viven con rebaños de hembras. Cada rebaño elige un macho solo y éste tiene que rechazar a los demás. Los corceles jóvenes y los más viejos viven generalmente juntos en su propio rebaño, pero todos se sienten atraídos por las yeguas cuando es la temporada de compartir los placeres. Estoy segura de que Corredor hará lo mismo, pero en ese caso tendrá que luchar con el macho elegido –explicó Ayla.

–Tal vez pueda sujetarlo con una cuerda cuando llegue el momento –dijo Jondalar.

–No creo que debas preocuparte durante cierto tiempo. Los caballos suelen compartir los placeres en primavera, poco después de nacer las crías. Me preocupa más la gente con la cual podamos cruzarnos en nuestro viaje. No saben que Whinney y Corredor son especiales. Alguien puede intentar hacerles daño. Y tampoco parecen muy dispuestos a aceptarnos.

Mientras Ayla yacía en brazos de Jondalar, se preguntó lo que su pueblo pensaría de ella. Jondalar advirtió que Ayla estaba silenciosa y pensativa. La besó, pero ella no pareció tan sensible como de costumbre. Jondalar pensó que quizá estuviera fatigada; había sido un día muy movido. Él también estaba cansado. Se durmió escuchando el coro de las ranas. Despertó porque la mujer que estaba en sus brazos se agitaba y gritaba.

–¡Ayla! ¡Ayla! ¡Despierta! No pasa nada.

–¡Jondalar! ¡Oh!, Jondalar –exclamó Ayla, aferrándose a él–. Estaba soñando... con el clan. Creb intentaba decirme algo importante, pero nos hallábamos en el fondo de una caverna y estaba oscuro. Yo no podía ver lo que él decía.

–Probablemente has estado acordándote de ellos. Los mencionaste cuando estábamos en esa isla, mirando el mar. Me pareció que estabas inquieta. ¿Tal vez pensabas que ahora los dejabas atrás? –preguntó.

Ayla cerró los ojos y asintió, no muy segura de que pudiese pronunciar dos palabras sin llorar, y además no se atrevía a mencionar la inquietud que sentía en relación con su pueblo, ya que se preguntaba si la aceptarían no sólo a ella, sino también a los caballos y a Lobo. El clan y su hijo estaban perdidos para ella y no quería perder también a su familia de animales, si lograban llegar al hogar de Jondalar sanos y salvos con ellos. Sólo deseaba saber lo que Creb había intentado decirle en el sueño.

Jondalar la abrazó, consolándola con su calidez y su amor, comprendiendo su pena, pero sin saber qué decir. No obstante, la proximidad del hombre bastó para calmarla.

Capítulo 12

El brazo septentrional del Río de la Gran Madre, con su compleja red de canales, era el límite superior sinuoso y serpenteante del amplio delta. Los matorrales y los árboles estaban cerca del borde externo del río, pero más allá del angosto límite, fuera de la fuente inmediata de humedad, la vegetación leñosa dejaba paso a los pastos de la pradera. Cabalgando casi hacia el oeste a través de los pastizales secos, cerca de la faja boscosa, pero evitando los sinuosos recodos del río, Ayla y Jondalar lo remontaron por la orilla izquierda.

Se aventuraban a menudo en las tierras pantanosas, generalmente acampaban cerca del río y con frecuencia se asombraban ante la diversidad que veían. La ancha desembocadura ofrecía un aspecto uniforme vista desde lejos, cuando se encontraban en la extensa isla, mas a corta distancia revelaba una amplia gama de paisajes y vegetación, desde la arena desnuda hasta el bosque frondoso.

Cierto día cabalgaron dejando a su espalda un campo tras otro de espadañas, con penachos pardos agrupados como salchichas, coronados por púas cubiertas por masas de polen amarillo. Al siguiente, vieron amplios cuadros de gigantescos juncos, cuya altura era dos veces la de Jondalar, los cuales crecían junto a la variedad más corta y grácil; las esbeltas plantas proliferaban cerca del agua y formaban racimos más densos.

Las islas formadas por depósitos del limo en suspensión, por lo general largas y angostas lenguas de tierra constituidas por arena y arcilla, soportaban el embate de las aguas del río que fluía y de las corrientes encontradas del mar. El resultado era un variado mosaico de macizos de juncos, tierras bajas y anegadas, estepas y bosques en muchas etapas diferentes de desarrollo, todo ello sometido a rápidos cambios e infinidad de sorpresas. Esta permanente diversidad se extendía incluso más allá del límite. Los viajeros, de pronto, se encontraron con lagos que habían comenzado como depósitos de sedimentos en el río.

La mayor parte de las islas se habían estabilizado inicialmente gracias a las plantas de la playa y a las hierbas gigantes que alcanzaban una altura de casi un metro y medio y hacían las delicias de los caballos; su elevado contenido en sal atraía también a muchos otros animales. Sin embargo, el paisaje podía cambiar tan velozmente que a veces surgían islas, dentro de los confines de la inmensa desembocadura del río, con plantas todavía supervivientes en las dunas interiores al lado de bosques totalmente desarrollados, con su acompañamiento de lianas colgantes.

Mientras el hombre y la mujer avanzaban a lo largo del gran río, a menudo tenían que cruzar pequeños afluentes, pero los arroyos de aguas rápidas apenas eran perceptibles cuando los caballos los atravesaban chapoteando, y los pequeños cursos de agua en general podían vadearse fácilmente. Las tierras bajas anegadas de los canales que estaban secándose lentamente y cuyo curso había cambiado presentaban otros riesgos. Jondalar prefería dar un rodeo. Tenía perfecta conciencia del peligro de los terrenos pantanosos y del suelo suave y limoso que a menudo se formaba en esos lugares, a causa de la ingrata experiencia que él y su hermano habían sufrido cuando pasaron por allí. En cambio, desconocía los peligros que a veces se ocultaban bajo el abundante verdor.

Había sido un día largo y caluroso. Jondalar y Ayla, que buscaban un lugar para acampar durante la noche, se acercaron al río y vieron lo que parecía una posibilidad accesible. Descendieron una ladera en dirección a un bosquecillo fresco y sugestivo, con altas sargas, que proyectaban sombra sobre un prado especialmente verde. De pronto, una liebre parda y grande apareció ante ellos al otro extremo del campo. Ayla animó a Whinney a seguir adelante, al mismo tiempo que extraía la honda de su cintura, pero cuando comenzaron a atravesar el prado, el caballo vaciló porque sintió que el suelo firme bajo sus cascos se convertía en una sustancia esponjosa.

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