Las llanuras del tránsito (87 page)

Capítulo 27

Ayla bebió su infusión en su campamento vespertino y miró, sin ver, el paisaje cubierto de pasto. Cuando se detuvo para permitir que Lobo descansara, vio una gran formación rocosa que se delineaba sobre el fondo del cielo azul, hacia el noroeste, pero a medida que la gran montaña de piedra caliza se hundió en las brumas y las nubes lejanas, todo ello se esfumó de su memoria, a medida que sus pensamientos se concentraban en su interior, preocupada por Jondalar.

Entre su habilidad como rastreadora y el olfato de Lobo, lograron seguir la pista que estaba segura habían dejado las personas que habían apresado a Jondalar. Después de un descenso gradual desde la meseta, viajando hacia el norte, se habían desviado hacia el oeste, hasta llegar al río que ella y Jondalar habían cruzado antes; pero los que habían capturado a Jondalar no acamparon en la orilla opuesta. Se desviaron nuevamente hacia el norte, siguiendo el curso del río y dejando una pista que pudo seguir más fácilmente aún que antes.

Ayla acampó la primera noche junto al río y continuó rastreando al día siguiente. No sabía muy bien a cuántas personas estaba siguiendo, pero a veces veía varios grupos de huellas en las orillas lodosas del río y ahora podía identificar algunas. Pero ninguna coincidía con las huellas grandes de Jondalar, y la joven comenzó a preguntarse si aún estaría con ellos.

Después advirtió que, a veces, depositaban en el suelo un bulto grande, que aplastaba la hierba o dejaba su marca en el polvo o en el suelo húmedo, y recordó que había visto esa señal, así como las huellas y otros indicios, desde el comienzo. No podía tratarse de carne de caballo, se dijo Ayla, porque los caballos habían sido obligados a saltar desde el borde del risco, y aquella carga la habían trasladado desde la altura. Llegó a la conclusión de que debía ser el hombre, a quien transportaban en algún tipo de litera, lo que le proporcionó al mismo tiempo inquietud y alivio.

Si tenían que llevarlo, significaba que no podía caminar por sí mismo, y, por tanto, la sangre que ella había descubierto era la señal de una herida grave; pero ciertamente no se habrían molestado en llevarlo si estuviera muerto. Llegó a la conclusión de que continuaba vivo, pero gravemente herido, y abrigó la esperanza de que estuvieran trasladándole a un lugar donde poder curar sus heridas. Pero, para empezar, ¿por qué alguien le había lastimado?

El grupo al que ella seguía se había desplazado deprisa, pero el rastro era cada vez más tenue y Ayla sabía que estaba rezagándose. Los signos inequívocos que mostraban el camino que habían seguido no siempre eran fáciles de encontrar, lo que reducía la velocidad que ella llevaba, e incluso Lobo tenía dificultades para seguir la pista. Sin el animal, Ayla no sabía muy bien si hubiera podido llegar tan lejos, sobre todo cuando debía atravesar suelos rocosos, donde las sutiles señales del paso del grupo casi no existían. Pero más que eso, lo que Ayla deseaba era no perder de vista a Lobo y arriesgarse a que también el animal desapareciese. De todos modos, sentía una imperiosa necesidad de darse prisa, y se felicitaba de que Lobo se sintiera mejor cada día que pasaba.

Aquella mañana despertó con un intenso presentimiento y se alegró de ver que Lobo parecía ansioso por iniciar la marcha; pero, hacia la tarde, advirtió que el animal comenzaba a fatigarse. Decidió detenerse y preparar una infusión para permitirle que descansara y dar tiempo a los caballos para que pastaran.

No mucho después de reanudar la marcha llegó a una bifurcación del río. Había cruzado fácilmente un par de arroyuelos que descendían de la meseta, pero no estaba segura de que debiera cruzar el río. Hacía rato que no veía huellas y dudaba entre seguir el brazo oriental o cruzar y seguir el occidental. Permaneció un rato cerca del brazo oriental, yendo y viniendo, tratando de hallar la pista; poco antes del anochecer vio algo anormal que le indicó claramente dónde debía ir.

Incluso a la media luz del atardecer, pudo apreciar que los postes que emergían del agua habían sido puestos allí con una finalidad. Los habían clavado en el lecho del río, cerca de varios troncos asegurados contra la orilla. Gracias al tiempo que había pasado con los sharamudoi, identificó la construcción como una especie de sencillo muelle para cierto tipo de embarcación. Ayla comenzó a instalar su campamento a poca distancia; después cambió de idea. Nada sabía de la gente a la cual estaba siguiendo, excepto que habían herido a Jondalar y se lo llevaban con ellos. No deseaba que esa gente la sorprendiese desprevenida mientras dormía y era vulnerable. De modo que eligió, en cambio, un lugar pasado un recodo del río.

Por la mañana examinó atentamente a Lobo antes de internarse en el río. Aunque ese ramal no era muy grande, llevaba aguas frías y profundas, y el animal tendría que nadar. Sus golpes todavía se mostraban sensibles al tacto, pero habían mejorado mucho, y ansiaba partir enseguida. Parecía que deseaba encontrar a Jondalar tanto como ella.

No era la primera vez que Ayla decidió quitarse los calzones antes de montar en Whinney; no quería que se mojaran. Tampoco quería perder tiempo preocupándose por las prendas de vestir que necesitaban secarse. Con gran sorpresa de Ayla, Lobo no vaciló cuando llegó el momento de entrar en el agua. En lugar de pasearse de un lado a otro de la orilla, se zambulló y nadó tras ella, como si no deseara perderla de vista, al igual que ella no quería que se apartara de su lado.

Cuando llegaron a la orilla opuesta, Ayla se apartó un poco para evitar las salpicaduras de los animales, que se sacudían el exceso de agua, mientras ella se ponía sus polainas. Inspeccionó de nuevo al lobo, para tranquilizarse, si bien él no mostró la más mínima incomodidad cuando se sacudió enérgicamente, y después comenzó a buscar la pista. Siguiendo el curso del río, Lobo descubrió la embarcación que habían utilizado las personas a quienes seguían para hacer la travesía. Estaba oculta entre los matorrales y los árboles que crecían cerca del agua. Pero Ayla necesitó unos minutos para comprender cómo lo habían hecho.

Había supuesto que esa gente habría utilizado un bote similar a las embarcaciones de los sharamudoi, unas canoas bellamente trabajadas con elegantes proas y popas, o quizá uno parecido al más vulgar pero práctico que ella y Jondalar empleaban. Mas el artefacto que Lobo descubrió era una plataforma de troncos, y Ayla no estaba familiarizada con el sistema de la balsa. Cuando comprendió su finalidad, consideró que era bastante inteligente, aunque hasta cierto punto engorroso. Lobo olfateó con curiosidad la tosca embarcación. Cuando llegó a un determinado lugar, se detuvo y emitió un gruñido grave que brotó de lo más profundo de su garganta.

–¿Qué sucede, Lobo? –preguntó Ayla. Miró más atentamente y encontró una mancha parda sobre uno de los troncos, y en su rostro se reflejó una sensación de pánico. Estaba segura de que era sangre seca, probablemente la sangre de Jondalar. Palmeó la cabeza del lobo–. Lo encontraremos –dijo, para tranquilizarse y tranquilizar al lobo; pero no estaba nada segura de que lo encontraran vivo.

La pista que partía del embarcadero continuaba entre campos de hierbas altas y secas mezcladas con matorrales, lo que hacía mucho más difícil seguirla. El problema consistía en que se la utilizaba tanto que Ayla no podía tener la certeza de que era el camino seguido por el grupo al que perseguían. Lobo marchaba delante, por lo que Ayla se sentía agradecida. No llevaban mucho tiempo por el sendero cuando el animal se detuvo bruscamente, contrajo el hocico y mostró los dientes al mismo tiempo que gruñía.

–¿Lobo? ¿Qué sucede? ¿Viene alguien? –dijo Ayla, al mismo tiempo que apartaba del sendero a Whinney y se dirigía a un matorral espeso e indicaba a Lobo que la siguiera. Desmontó apenas estuvieron protegidos por las ramas altas y desnudas y por la hierba, aferró la cuerda de Corredor para llevarlo detrás de la yegua, pues él cargaba con la albarda, y ella misma se ocultó entre los caballos. Dobló una rodilla y puso un brazo alrededor del cuello de Lobo, para obligarlo a callar; después esperó.

No se había equivocado. No había pasado mucho tiempo cuando dos mujeres jóvenes vinieron por el sendero, y era evidente que se dirigían al río. Ayla ordenó a Lobo que permaneciera quieto; después, empleando las maniobras subrepticias que había aprendido cuando, siendo muy joven, perseguía a los carnívoros, siguió a las mujeres, manteniéndose cerca pero oculta entre las hierbas y escondiéndose después detrás de algunos matorrales para observar.

Las dos mujeres charlaban entre ellas mientras buscaban la balsa, y aunque Ayla no conocía la lengua, percibió cierta semejanza con el mamutoi. No podía comprender lo que decían, pero le pareció entender el significado de algunas palabras.

Las mujeres empujaron casi hasta el agua la plataforma de troncos y después cogieron dos largas pértigas que había al lado. Aseguraron a un árbol un extremo del largo rollo de cuerda y después subieron a la embarcación. Mientras una comenzaba a impulsar la balsa a través del río, la otra manipulaba la cuerda. Cuando estuvieron cerca de la orilla opuesta, donde la corriente no era tan veloz, comenzaron a impulsar la balsa río arriba, hasta que llegaron al embarcadero. Con las cuerdas sujetas a la balsa, ataron ésta a los postes que sobresalían del agua y pasaron a los troncos asegurados a la orilla. Abandonaron la balsa y comenzaron a avanzar por el camino que Ayla acababa de seguir.

Ayla retornó adonde estaban los animales, pensando en lo que debían hacer. Estaba segura de que aquellas mujeres retornarían pronto, pero «pronto» podía ser ese día, el próximo o el siguiente. Ella deseaba encontrar cuanto antes a Jondalar, pero no quería que, al seguir la pista, ellas la sorprendieran. También se resistía a abordarlas directamente, por lo menos hasta que las conociese mejor. Finalmente, decidió buscar un lugar donde esperarlas, de forma que pudiera ver cuándo se acercaban, pero sin ser vista.

Se felicitó de que su espera no fuera demasiado larga. Hacia la tarde vio volver a las dos mujeres, así como a otras personas; todos llevaban parihuelas con carne troceada y pedazos de caballo. Se movían con sorprendente rapidez a pesar de la carga. Cuando estuvieron más cerca, Ayla advirtió que no había un solo hombre en el grupo de cazadores. ¡Todas eran mujeres! Las observó mientras depositaban la carne en la balsa; después impulsaron la embarcación con las pértigas, utilizando como guía la cuerda. Ocultaron la balsa después de descargarla, pero dejaron la cuerda-guía tendida a través del río, lo que desconcertó a Ayla.

Ayla volvió a quedarse sorprendida al ver la rapidez con que se desplazaban cuando comenzaron a recorrer el sendero. Casi antes de que ella se diera cuenta, habían desaparecido. Esperó un rato antes de seguirlas y se mantuvo a bastante distancia.

Jondalar estaba abrumado ante las condiciones que se daban en el interior de la empalizada. El único refugio era una construcción improvisada y bastante amplia, que ofrecía escasa protección contra la lluvia y la nieve, y la propia empalizada, que taponaba el paso del viento. No había fuego, el agua escaseaba y nadie tenía comida. Las únicas personas que ocupaban el cercado eran varones; todos ellos mostraban los efectos de las malas condiciones. A medida que salían del refugio para detenerse frente a él y mirarle, Jondalar vio que eran individuos delgados y que estaban sucios y mal vestidos. Ninguno tenía ropas adecuadas para defenderse del frío, y probablemente tenían que mantenerse agrupados en el tosco refugio en un intento de darse calor unos a otros.

Jondalar reconoció a uno o dos de entre los que había visto en el funeral, y se preguntó por qué los hombres y los jóvenes vivían en un lugar así. De pronto, varias cosas desconcertantes se aclararon. La actitud de las mujeres con lanzas, los extraños comentarios de Ardemun, el comportamiento de los hombres que caminaban hacia el lugar del funeral, la reticencia de S’Armuna, el cuidado tardío de sus heridas y el tratamiento duro que en general le dispensaban. Quizá todo aquello no fuera sólo el resultado de un malentendido que se aclararía apenas convenciera a Attaroa de que él no estaba mintiendo.

La conclusión a la que se veía abocado le pareció absurda, pero cuando la percibió claramente, le golpeó con fuerza tal que disipó su incredulidad. Era tan obvio que se preguntó por qué había necesitado tanto tiempo para comprenderlo. ¡Las mujeres mantenían allí a los hombres contra su voluntad!

Pero ¿por qué? Era un grave desperdicio mantener así inactiva a la gente cuando todos podían contribuir al bienestar y al provecho de toda la comunidad. Pensó en el próspero Campamento del León de los mamutoi, donde Talut y Tulie organizaban las necesarias actividades del campamento para beneficio de todos. Todos contribuían, e incluso así disponían de tiempo sobrado para trabajar en sus proyectos individuales.

¡Attaroa! ¿Qué parte de la responsabilidad le correspondía? Sin duda era la jefa o líder del campamento. Si no era totalmente responsable, por lo menos parecía decidida a mantener esta peculiar situación.

Aquellos hombres debían dedicarse a cazar y recolectar alimentos, pensó Jondalar, y a cavar pozos destinados a almacenar productos, a construir nuevos refugios y reparar los anteriores, colaborando y no acurrucándose tratando de conservar el calor. No era extraño que esa gente saliera a cazar caballos cuando la temporada estaba tan avanzada. ¿Disponían por lo menos de alimentos suficientes que les durasen todo el invierno? ¿Y por qué iban a cazar tan lejos cuando se les ofrecían magníficas oportunidades al alcance de la mano?

–Tú eres el individuo al que llaman Zelandoni –dijo uno de los hombres, que habló en mamutoi. Jondalar creyó que le reconocía como uno de los que tenían las manos atadas cuando iban al funeral.

–Sí, soy Jondalar de los zelandonii.

–Yo soy Ebulan de los s’armunai –dijo el otro, y agregó sardónicamente–: En el nombre de Muna, la Madre de Todos, te doy la bienvenida al Refugio, como Attaroa gusta denominar a este lugar. Tenemos otros nombres: el Campamento de los Hombres, el Mundo Helado de la Madre y la Trampa de Attaroa para los Hombres. Elige el que te plazca.

–No entiendo. ¿Por qué vosotros..., todos vosotros, estáis aquí? –preguntó Jondalar.

–Es una historia larga, pero en realidad te diré que todos fuimos engañados de un modo o de otro –dijo Ebulan. Y después, con una mueca irónica, continuó–: Nos engañaron para que construyéramos este lugar. O la mayor parte.

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