Las llanuras del tránsito (42 page)

Era la primera vez que Ayla apreciaba la magnitud completa del enorme río, y aunque ya había pasado otra vez por allí, Jondalar lo había visto desde una perspectiva distinta. Estaban asombrados, paralizados por el espectáculo. La sobrecogedora extensión parecía más un mar fluyente que un río, y la superficie brillante y móvil apenas sugería la gran fuerza que se ocultaba en sus profundidades.

Ayla vio una rama rota que avanzaba hacia ellos, poco más que una estaca arrastrada por la corriente profunda y veloz, pero algo en aquel objeto atrajo su atención. Necesitó más tiempo de lo que ella había previsto para alcanzarlo, y cuando estuvo cerca, contuvo sorprendida la respiración. Desde luego, no era una rama, ¡era un árbol completo! Mientras pasaba flotando serenamente, Ayla miró maravillada uno de los árboles más grandes que había visto jamás.

–Éste es el Río de la Gran Madre –dijo Jondalar.

Antaño había recorrido todo su curso y conocía la distancia que había salvado, el terreno que había cruzado y el viaje que aún les esperaba. Aunque Ayla no comprendía por completo todo lo que aquello implicaba, sabía que, al confluir en un lugar por última vez, al final de su largo viaje, el Río de la Madre, vasto, profundo y poderoso, había llegado a su culminación; era ahora tan «grande» como ya no llegaría a serlo jamás.

Continuaron remontando el curso de las aguas espumosas, dejando detrás la desembocadura del río de aguas tumultuosas y, con ella, a muchos de los insectos que les habían atormentado y así descubrieron que también estaban alejándose de las estepas abiertas. Los amplios pastizales de los pantanos llanos dejaron paso a colinas onduladas cubiertas de grandes bosques entre los cuales se extendían verdes prados.

Hacía más fresco a la sombra de los bosques abiertos. Era un cambio tan agradable que cuando llegaron a un amplio lago rodeado de árboles, cerca de un hermoso prado verde, se sintieron tentados de detener la marcha y acampar, pese a que estaban apenas en mitad de la tarde. Siguieron avanzando a lo largo de un arroyo, en dirección a una playa arenosa, pero, cuando se aproximaron, Lobo comenzó a emitir un gruñido grave y profundo, y con el pelo erizado, adoptó una postura defensiva. Ayla y Jondalar exploraron el área con la mirada, tratando de ver lo que inquietaba al animal.

–No veo nada extraño –dijo Ayla–, pero no cabe duda de que aquí hay algo que no le gusta a Lobo.

Jondalar contempló nuevamente el lago de aspecto invitador.

–De todos modos, es temprano para acampar. Continuemos –dijo, obligando a Corredor a desviarse y a regresar hacia el río. Lobo permaneció rezagado, hasta que, por fin, se decidió a darles alcance.

Mientras atravesaban las hermosas regiones boscosas, Jondalar se sentía tan feliz que decidió que no se detendrían temprano a orillas del lago. Durante la tarde pasaron junto a otros lagos de diferentes proporciones, numerosos en la zona. Jondalar pensó que hubiera debido conocer aquel detalle debido a su recorrido anterior río abajo, pero de pronto recordó que él y Thonolan habían descendido el curso del río en una embarcación ramudoi y sólo ocasionalmente se habían detenido en la orilla.

Pero sobre todo pensaba que, por fuerza, tenía que haber gente que habitara en un lugar tan ideal y trató de recordar si alguno de los ramudoi había mencionado la existencia de miembros del Pueblo del Río que vivieran en el curso inferior de la corriente. En cualquier caso, no comunicó sus pensamientos a Ayla. Si aquella gente no se dejaba ver, sería porque no deseaba ser vista. Sin embargo, Jondalar no podía por menos que preguntarse qué habría provocado que Lobo se pusiera a la defensiva. ¿Quizá el olor del miedo humano? ¿Un sentimiento de hostilidad?

Mientras el sol comenzaba a ocultarse tras las montañas que se alzaban enormes frente a ellos, se detuvieron a orillas de un lago más pequeño, donde iban a parar las aguas de varios riachuelos que descendían desde los terrenos más altos. Un canal conducía directamente al río; las grandes truchas y los salmones de río habían remontado la corriente hasta llegar al lago.

Desde el día en que llegaron al río y añadieron el pescado a su dieta regular, Ayla había trabajado a veces tejiendo una red similar al tipo utilizado por el clan de Brun para atrapar grandes peces marinos. Tenía que confeccionar primero las cuerdas; con ese fin probó varios tipos de plantas que tenían partes correosas y filamentosas. El cáñamo y el lino parecían ser especialmente eficaces, si bien el cáñamo era más resistente.

Ayla creía que había fabricado una red lo suficientemente grande para probarla en el lago, y con Jondalar sosteniendo un extremo y ella el otro, se internaron un poco en el agua y comenzaron a retroceder hacia la orilla, sosteniendo la red entre los dos. Cuando atraparon un par de truchas grandes, Jondalar se mostró incluso más interesado y pensó en la posibilidad de agregar un mango a la red, de modo que una persona pudiese atrapar un pez sin entrar en el agua. La idea se fijó en su mente.

Por la mañana avanzaron en dirección a los riscos montañosos que se alzaban al frente, atravesando una zona boscosa peculiar, frondosa y variada. Los árboles, una amplia gama de variedades de hoja caduca y coníferas, como las plantas de las estepas, estaban distribuidas en un mosaico de diferentes especies, interrumpidos a veces por la aparición de prados y lagos, y en algunas zonas bajas, por turberas o pantanos. Ciertos árboles crecían en grupos de una sola especie o asociados con otros árboles o distintas plantas, de acuerdo con las variaciones relativas al clima, la elevación, la disponibilidad del agua o de los suelos, que podían ser fangosos o arenosos, o de arena mezclada con arcilla o bien con otras combinaciones.

Los árboles de color verdoso preferían las laderas que daban al norte y los suelos más arenosos, y donde había suficiente humedad alcanzaban gran altura. Un frondoso bosque de altos abetos, cuyos ejemplares superaban los cincuenta metros, ocupaba una ladera más baja que se combinaba con los pinos que parecían alcanzar la misma altura, los cuales, si bien llegaban a los cuarenta metros, en realidad crecían en el terreno más alto que estaba inmediatamente encima. Los esbeltos grupos de abetos de color verde oscuro dejaban paso a las densas comunidades de elevadas hayas, de troncos gruesos y corteza blanca. Incluso los sauces superaban los veinticinco metros.

Donde las colinas miraban al sur y el suelo era húmedo y fértil, los árboles de madera dura y hojas anchas también alcanzaban alturas sorprendentes. Había grupos de robles gigantes con los troncos perfectamente rectos, sin ramas que se extendiesen, excepto un ramillete de hojas verdes en la copa superior; estos ejemplares superaban los cuarenta y cinco metros. Los tilos y los fresnos inmensos alcanzaban casi la misma altura, y los grandiosos arces no se quedaban atrás.

Frente a ellos, en lontananza, los viajeros podían ver las hojas plateadas de los álamos blancos mezclados con un bosquecillo de robles, y cuando llegaron al lugar, descubrieron que los robles estaban habitados por gorriones con sus crías, que anidaban en todos los recovecos concebibles. Ayla incluso descubrió nidos de gorriones con huevos y polluelos, construidos dentro de los nidos de urraca y alfaneques, a su vez ocupados por huevos y avecillas. En los bosques también había muchos petirrojos, pero sus crías ya habían emplumado.

En las laderas de acentuada pendiente, donde los huecos en el dosel de hojas permitían que la luz solar llegase mejor al suelo, la vegetación era exuberante; había clemátides floridas y otras lianas que a menudo descendían de las ramas altas del dosel. Los jinetes se aproximaron a un bosquecillo de olmos y sauces blancos cubiertos de enredaderas que trepaban por los troncos y plantas que descendían. Allí encontraron los nidos de numerosas águilas manchadas y cigüeñas negras. Pasaron al lado de álamos temblones, que se estremecían sobre las plantas de zarzamora, y de frondosas mimbreras junto a un arroyo. Un bosquecillo mixto de majestuosos olmos, elegantes hayas y fragantes tilos que se elevaba sobre una ladera, proyectaba su sombra sobre un matorral de plantas comestibles. Ambos se detuvieron allí, y cogieron frambuesas, ortigas, ramas de avellano, cuyos frutos no estaban aún del todo maduros, precisamente como le gustaban a Ayla, y unas pocas piñas con sabrosos piñones de cáscara dura en su interior.

Más lejos, un grupo de carpes había desplazado a las hayas, aunque, algo más lejos, éstas volvían a reemplazarlos. Más allá, un gigantesco carpe caído, cubierto por una densa capa de hongos de color amarillo anaranjado, movió a Ayla a iniciar una ávida recolección. El hombre colaboró en la recogida de las deliciosas setas comestibles que ella había encontrado, pero fue Jondalar quien descubrió el árbol de las abejas. Con la ayuda de una antorcha humeante y el hacha, trepó por una escala improvisada formada por el tronco caído de un abeto que aún tenía varias ramas sólidas, y desafió algunas picaduras para coger unos panales de miel. Engulleron allí mismo el desusado manjar, ingiriendo al mismo tiempo la cera y algunas pocas abejas, lo que les hizo reír como niños a causa de la pegajosa suciedad que ellos mismos habían provocado.

Aquellas regiones meridionales habían sido durante mucho tiempo la reserva natural de los árboles, las plantas y los animales de la zona templada, expulsados del resto del continente por el tiempo frío y seco. Algunas especies de pinos eran tan antiguas que habían presenciado la formación de las montañas. Criadas en pequeñas áreas que favorecían su supervivencia, estas reliquias tenderían, cuando el clima volviese a cambiar, a difundirse rápidamente por las regiones que de nuevo les serían propicias.

El hombre y la mujer, con los dos caballos y el lobo, continuaron avanzando hacia el oeste junto al ancho río, dirigiéndose a las montañas. Los detalles eran cada vez más nítidos, pero los riscos nevados constituían una imagen siempre presente, y la aproximación a ellos era tan gradual que apenas advertían que estaban acercándose. Realizaban incursiones ocasionales por las colinas de la campiña boscosa que se extendía al norte y que a veces era accidentada y difícil, pero en general permanecían cerca de la llanura, en las proximidades de la depresión ocupada por el río. El terreno era distinto, pero las planicies boscosas incluían muchas plantas y árboles iguales a los que crecían en las montañas.

Los viajeros advirtieron que el carácter del río había experimentado un cambio importante cuando llegaron a un ancho afluente que descendía de las montañas. Lo cruzaron con la ayuda del bote redondo, pero poco después tropezaron con otro río de curso rápido, en el momento mismo en que estaban virando hacia el sur, en el punto en que el Río de la Gran Madre se apartaba del extremo inferior de la cordillera. El río, que no podía trepar a las mesetas septentrionales, se desviaba bruscamente ampliándose para llegar al mar.

El bote redondo demostró nuevamente su utilidad en el cruce del segundo afluente, aunque tuvieron que remontar el curso a partir de la confluencia, a lo largo del afluente, hasta que descubrieron un lugar de aguas menos agitadas para intentar el paso. Otros cursos de agua más pequeños se incorporaban a la Madre exactamente debajo del recodo. Después, siguiendo el curso de la orilla izquierda, los viajeros se desviaron un poco hacia el oeste y a continuación intentaron dar otro rodeo. Aunque el gran río continuaba a la izquierda, ya no estaban frente a las montañas. La cadena montañosa quedaba ahora a la derecha; giraron hacia el sur, es decir, hacia las estepas abiertas y secas. Enfrente, muy lejos, las distantes prominencias púrpura cortaban el horizonte.

Ayla observaba constantemente el río a medida que remontaban el curso. Sabía que las aguas de todos los afluentes corrían hacia el curso inferior y que el gran río ahora era menos caudaloso que antes. La amplia superficie del agua en movimiento no parecía distinta, y, sin embargo, ella sentía que las aguas de la Gran Madre habían disminuido. Era una sensación que sobrepasaba los límites del conocimiento consciente y ella trataba en todo momento de comprobar si el inmenso río había cambiado de modo perceptible.

Pero antes de que pasara mucho tiempo, la apariencia del enorme río, en efecto, varió. Enterrado profundamente bajo el loess, el suelo fértil que había comenzado como polvo de roca molido finamente por los enormes glaciares y batido por el viento, y las arcillas, las arenas y las gravas depositadas en el curso de milenios por las aguas, se encontraba el antiguo macizo. Las firmes bases de arcaicas montañas habían formado un escudo permanente, tan duro que la inquebrantable corteza de granito, que presionaba sobre aquél a causa de los movimientos inexorables de la tierra, había cedido para elevarse y formar las montañas cuyos casquetes helados brillaban ahora al sol.

El macizo oculto se extendía bajo el río, mas un risco al aire, erosionado por el tiempo, pero todavía tan alto que bloqueaba la marcha del río hacia el mar, había obligado a la Gran Madre a desviarse hacia el norte en busca de una salida. Finalmente, la red impenetrable, aunque no sin resistencia, había permitido un paso estrecho; pero, antes de reagruparse entre sus límites inexorables, el enorme río había corrido paralelo a la costa del mar, atravesando la planicie, extendiéndose lánguidamente en dos brazos unidos entre sí por una serie de canales sinuosos.

El antiguo bosque quedó atrás, y Ayla y Jondalar cabalgaron hacia el sur, donde se adentraron en una región de paisaje llano y colinas bajas y onduladas cubiertas de heno, junto a un enorme pantano fluvial. La campiña se asemejaba a las estepas abiertas que se extendían junto al delta, pero era una zona más cálida y más seca, con sectores de dunas de arena, en general estabilizadas por hierbas duras, resistentes a la sequía, y con menor cantidad de árboles incluso cerca del agua. Algunas hierbas, principalmente ajenjo, salvia y estragón aromático, se imponían a los grupos de plantas leñosas que trataban de extraer sus escasos medios de subsistencia del suelo seco, en ocasiones disputando el terreno a los pinos y a los sauces achaparrados y deformes, agrupados en las inmediaciones de las márgenes de los arroyos.

El pantano, la zona inundada con frecuencia entre los brazos de los ríos, tenía una extensión apenas menor que la del gran delta, y presentaba la misma abundancia de juncos, marismas, plantas acuáticas y vida silvestre. Las islas bajas, con árboles y pequeños prados verdes, estaban rodeadas por los canales principales amarillos y fangosos, o por los espejos laterales de aguas claras habitados por peces, a menudo de proporciones poco usuales.

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