Las llanuras del tránsito (43 page)

Cabalgaban a través de un campo abierto, bastante cerca del agua, cuando Jondalar obligó a Corredor a detenerse. Ayla y Whinney les imitaron. Él sonrió ante la expresión desconcertada de Ayla, pero antes de que ella hablase, la obligó a callar llevándose el índice a los labios, y señaló en dirección a un estanque de aguas claras. Al principio, ella no vio nada extraño; después, emergiendo sin esfuerzo de las profundidades verdosas, apareció una enorme y bella carpa dorada. Otro día, vieron varios esturiones en un lago; el gigantesco pez tenía sus buenos diez metros de longitud. Jondalar recordó un embarazoso incidente con la participación de un ejemplar de la misma especie del enorme pez. Pensó en contárselo a Ayla, pero luego cambió de idea.

Los lechos de juncos, los lagos y los estanques distribuidos a lo largo del curso irregular del río invitaban a las aves a anidar, y las grandes bandadas de pelícanos se deslizaban aprovechando las corrientes ascendentes del aire cálido; apenas necesitaban batir las anchas alas. Los sapos y las ranas comestibles entonaban los coros vespertinos y a veces servían para una comida. Los pequeños lagartos que brincaban sobre las orillas fangosas no atraían la atención de los viajeros, que en general evitaban las serpientes.

Al parecer, había más sanguijuelas en aquellas aguas, y por eso Ayla y Jondalar se mostraban más cautelosos y selectivos cuando deseaban echarse a nadar, si bien la joven estaba intrigada por las extrañas criaturas que se adherían a sus cuerpos y les extraían sangre sin que ellos se percataran. Sin embargo, las criaturas más pequeñas eran las que más mortificaban. A causa de la proximidad del pantano, había también insectos molestos, al parecer más que antes, cuyas diferentes especies obligaban a veces a los humanos y a los animales a introducirse en el río para encontrar cierto alivio.

Las montañas que se elevaban hacia el oeste retrocedieron cuando ellos se aproximaron al extremo meridional de la cordillera, estableciendo una extensión mayor de llanuras entre el gran río cuyo curso seguían y la línea de cumbres irregulares que se desplazaba hacia el sur, con los viajeros sobre su flanco izquierdo. La cadena cubierta de nieve terminaba en un brusco recodo, donde otra rama de la cordillera, que avanzaba en dirección este-oeste y definía el límite meridional, se reunía con el ramal que corría al costado de los dos viajeros. Cerca de la esquina sudeste más lejana, unos picos muy elevados dominaban a todos los demás.

Cuando continuaron hacia el sur, a lo largo del río, y se alejaron más y más de la cadena principal, alcanzaron la perspectiva que da la distancia. Al mirar hacia atrás, comenzaron a ver la extensión total de la larga línea de elevadas cimas que se desplazaban hacia el oeste. El hielo relucía en los picos más altos, en tanto que la nieve cubría las empinadas pendientes y revestía de blanco los riscos adyacentes; era un recordatorio constante de que la breve estación de calor estival en las llanuras meridionales era sólo un corto interludio en un país dominado por el hielo.

Después de dejar atrás las montañas, hacia el oeste el panorama parecía vacío; las estepas áridas e ininterrumpidas mostraban una planicie sin accidentes hasta donde alcanzaba la vista. Sin la diversidad de las colinas boscosas que modificara el panorama, o de las abruptas alturas que interrumpiesen el paisaje, un día se mezclaba con otro, y pocas cosas cambiaron mientras seguían la orilla izquierda del curso de agua y los pantanos, en dirección al sur. En cierto lugar, el río se juntó durante un tramo, y Jondalar y Ayla alcanzaron a ver estepas y mayor abundancia de árboles en la orilla opuesta, aunque todavía había islas y lechos de juncos en el ámbito de la gran corriente.

Sin embargo, antes de que terminase el día, la Gran Madre comenzó nuevamente a extenderse. Siguiendo su curso, los viajeros continuaron hacia el sur y se desviaron un poco hacia el oeste. A medida que se acercaban, las distantes colinas color púrpura cobraban altura y comenzaban a mostrar su propio carácter. En contraste con los afilados picos del norte, las montañas del sur, si bien alcanzaban cumbres tan altas que mantenían una capa de nieve y hielo hasta bien entrado el verano, tenían formas redondas y adquirían así la apariencia de mesetas.

Las montañas meridionales también afectaban al rumbo del río. A medida que los viajeros se acercaban a ellas, advirtieron que el gran curso de agua cambiaba, de acuerdo con un esquema que ya habían observado antes. Los canales sinuosos se agrupaban y enderezaban, para unirse después con otros, y finalmente lo hacían con los brazos principales. Los lechos de juncos y las islas desaparecían; los diferentes canales formaban uno solo, profundo y ancho, y de pronto, el enorme curso de agua se desvió formando un amplio recodo y se acercó a ellos.

Jondalar y Ayla siguieron el curso de ese desvío, hasta que de nuevo se encontraron mirando hacia el oeste, hacia el sol que se hundía en un cielo rojo oscuro y brumoso. Jondalar no alcanzaba a ver nubes, y se preguntaba cuál sería la causa del color vibrante y uniforme que se reflejaba en las cumbres irregulares del norte y las accidentadas mesetas allende el río, el mismo que teñía de matices sangrientos las aguas ondulantes.

Continuaron remontando el curso a lo largo de la orilla izquierda, atentos a encontrar un sitio apropiado para acampar. Ayla advirtió que de nuevo examinaba el río, intrigada por la grandiosa corriente. Varios afluentes de diferentes proporciones, algunos bastante caudalosos, habían ido a unirse desde los dos lados con el ancho río, y cada cual incrementaba el prodigioso volumen de las aguas que avanzaban hacia la desembocadura. Ayla comprendió que la Gran Madre era ahora más pequeña, pues así lo indicaba el volumen de cada uno de los ríos que habían dejado atrás; pero aun así, el río era tan grande que todavía resultaba difícil advertir cierta disminución de su tremenda capacidad. Sin embargo, en un nivel profundo de su conciencia, la joven sentía que eso era lo que había sucedido.

Ayla despertó antes del alba. Le gustaban los amaneceres cuando aún hacía fresco. Primero preparó su medicina anticonceptiva de sabor amargo y después una taza de infusión de estragón y salvia para el hombre que dormía y otra para ella. Bebió su tisana mientras contemplaba el sol matutino que despertaba a las montañas del norte. Todo comenzó con el primer atisbo sonrosado que marcó los dos picos helados, extendiéndose lentamente al principio, proyectando un resplandor rosado hacia el este. Luego, de pronto, incluso antes de que el borde de la reluciente bola de fuego enviase un fulgor titubeante sobre el horizonte, las refulgentes cumbres montañosas anunciaron su aparición.

Cuando el hombre y la mujer reanudaron la marcha, esperaban ver que el gran río se ensanchaba; por consiguiente, les sorprendió que permaneciera confinado a un solo y ancho canal. Unas pocas islas cubiertas de matorrales aparecían en el ancho curso, pero el río no se dividió en cursos diferentes. Ayla y Jondalar estaban tan acostumbrados a verlo seguir un curso sinuoso sobre los pastizales llanos, en un avance arrollador y desordenado, que les pareció extraño observar cómo la enorme masa de agua aparecía contenida durante cierto tramo. Pero la Gran Madre invariablemente recorría los terrenos más bajos abriéndose paso no sólo alrededor de las altas montañas, sino también entre éstas, en su discurrir a través del continente. El río fluía hacia el este a través de las llanuras más meridionales de su largo recorrido. El terreno bajo estaba al pie de las montañas erosionadas, las cuales limitaban y definían la orilla derecha.

En la orilla izquierda, entre el río y las cimas relucientes y perfiladas de granito y pizarra que se alzaban al norte, se extendía una plataforma, una especie de promontorio de piedra caliza, cubierta principalmente por una capa de loess. Era una región áspera y accidentada, sujeta a extremos violentos. Los vientos intensos y crueles procedentes del sur secaban la tierra en verano; la presión elevada del glaciar septentrional asestaba en invierno frígidos golpes de aire helado a través del espacio abierto. Con frecuencia eran arrastrados hasta allí, desde el este, furiosas tempestades originadas en el mar. Las lluvias ocasionales e intensas y los vientos que todo lo secaban deprisa, así como los tremendos cambios de la temperatura, determinaban que la piedra caliza que constituía la base del suelo de loess poroso se quebrara, dando origen a flancos irregulares y empinados que encerraban las mesetas lisas y abiertas.

Las hierbas duras sobrevivían en el paisaje ventoso y seco, pero había una ausencia casi total de árboles. La única vegetación leñosa estaba formada por ciertos tipos de arbustos que podían soportar tanto el calor árido como el frío cortante. Podían verse matorrales de tamariscos de ramas finas, con su follaje plumoso y los racimos de florecillas rosadas, o un espino, con bayas negras y redondas y agudas púas, los cuales salpicaban el paisaje. También había algunos arbustos de grosellas negras, pequeños y frondosos, pero predominaban los distintos tipos de artemisa, incluso un ajenjo desconocido para Ayla.

Los tallos oscuros parecían desnudos y muertos, pero cuando Ayla arrancó algunos, creyendo que sería un buen combustible para hacer fuego, descubrió que no estaban secos y quebradizos, sino verdes y vivos. Se trataba de una variedad que, tras un chaparrón, desarrollaba varias hojas dentadas con un bello plateado en el reverso, las cuales crecían a partir de los tallos, y en los extremos bifurcados había multitud de florecillas amarillentas, que semejaban ramilletes de margaritas. Excepto por los vástagos más oscuros, se parecía a la especie más conocida y de colores más claros que solía crecer cerca de la festuca y el pasto común, hasta que el viento y el sol secaban las llanuras. Entonces de nuevo parecía una planta inerte y muerta.

Con su variedad de hierbas y arbustos, las llanuras meridionales alimentaban a numerosos animales, pero ninguno que ellos no hubiesen visto ya en las estepas que se extendían más al norte, aunque en proporciones distintas; algunas de las especies que más apreciaban el frío, por ejemplo, el buey almizclero, nunca se internaban tanto al sur. En cambio, Ayla jamás había visto antes en un mismo lugar un número tan elevado de antílopes saiga. Era una especie muy extendida, cuyos ejemplares aparecían casi por doquier en las llanuras abiertas, aunque por lo general no formaban grupos muy numerosos.

Ayla se detuvo, dedicándose a observar un rebaño de aquellos animales extraños y de aspecto torpe. Jondalar había ido a investigar una caleta en el río, porque había visto allí algunos delgados troncos de árboles alineados en la orilla y le parecía que aquél no era su medio. No había árboles en este lado del río, por lo que cabía suponer que alguien los había colocado allí adrede. Cuando él volvió, Ayla tenía la mirada perdida en la lejanía.

–No estoy seguro –dijo Jondalar–. Es posible que los troncos hayan sido puestos allí por algunos miembros del Pueblo del Río; quizá alguien amarraba allí un bote. Pero también podrían ser maderos arrastrados por la corriente.

Ayla asintió, y después señaló en dirección a las estepas secas.

–Mira todos esos saigas.

Al principio Jondalar no los vio. Tenían el color del polvo. Después descubrió el perfil de los cuernos rectos con los extremos enroscados, levemente inclinados hacia delante en las puntas.

–Me recuerdan a Iza. El espíritu saiga era su tótem –dijo sonriendo la mujer.

Los antílopes saiga siempre provocaban la sonrisa a Ayla, con sus largos hocicos colgantes y su peculiar modo de andar, cosa que no disminuía su velocidad. A Lobo le encantaba perseguirlos, pero su carrera era tan rápida, que rara vez podía acercárseles demasiado, o por lo menos no podía hacerlo durante mucho rato.

Estos antílopes saiga parecían preferir sobre todo el ajenjo de tallo negro y se agrupaban en rebaños mucho más numerosos de lo acostumbrado. Un pequeño rebaño de diez o quince ejemplares era lo normal y generalmente estaba formado por hembras, con uno o dos animales jóvenes; algunas madres tenían poco más de un año. Pero en aquella región los rebaños alcanzaban la cifra de cincuenta ejemplares. Ayla se preguntó dónde estarían los machos. Los veía en cantidad elevada sólo durante la época de celo, cuando cada uno trataba de dar placer al mayor número posible de hembras, y cuantas veces podía. Después, siempre se hallaban cadáveres de machos. Era casi como si los machos se hubieran agotado en los placeres y durante el resto del año hubiesen decidido dejar a las hembras y sus crías el escaso alimento existente.

En las llanuras había también unos pocos íbices y musmones, que a menudo preferían permanecer cerca de las laderas empinadas y escarpadas, por donde las cabras y las ovejas salvajes podían trepar fácilmente. Diseminados por el territorio había enormes rebaños de uros, la mayoría con el pelaje de un negro rojizo intenso, aunque una cantidad sorprendente de ellos tenía manchas blancas, algunas bastante grandes. Vieron gamos con su pelaje de manchas irregulares, ciervos rojos, bisontes y numerosos onagros. Whinney y Corredor veían a la mayor parte de los cuadrúpedos que pastaban, pero atraían su atención sobre todo los onagros. Observaban a los rebaños de asnos parecidos a caballos y olfateaban intensamente los montones uniformes de estiércol.

Como era de esperar, no faltaba el complemento acostumbrado de pequeños animales de los pastizales: ardillas, marmotas, jerbos, hámsteres, liebres, y un tipo de puercoespín encopetado que era nuevo para Ayla. Los depredadores se ocupaban de limitar la cantidad de todas estas especies. Vieron también unos pequeños gatos salvajes, linces más grandes y enormes leones de las cavernas, además de oír la risa tartajeante de las hienas.

En los días que siguieron, el gran río cambió a menudo su curso y su dirección. Mientras el paisaje de la orilla izquierda, por donde avanzaban, continuó siendo más o menos el mismo –colinas onduladas y bajas, cubiertas de hierba, y llanuras lisas de laderas escarpadas, con montañas de bordes irregulares detrás–, vieron que la orilla opuesta presentaba un perfil más irregular y variado. Los afluentes habían practicado valles profundos; los árboles trepaban por las montañas erosionadas y a veces cubrían una ladera entera hasta el borde del agua. Las estribaciones y sus quebradas, que caracterizaban la orilla meridional, contribuían a las amplias curvas que se desviaban en todas las direcciones, e incluso giraban sobre sí mismas, pero, en general, el curso del río discurría hacia el este, en dirección al mar.

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