Las llanuras del tránsito (89 page)

Los hombres miraron ávidos el desfile, pero ninguno movió más que los ojos, temerosos de hacer algo que indujese a Attaroa a cambiar de idea. Temían que pudiese ser otra trampa cruel, que hubiese ordenado mostrarles los alimentos para retirarlos luego.

–¡Zelandoni! –dijo Attaroa, y pronunció la palabra como si hubiera sido una orden. Jondalar la miró con atención mientras se acercaba. Parecía casi masculina... No, pensó, no es precisamente eso. Tenía los rasgos enérgicos y acentuados, pero estaban bien definidos y proporcionados. En realidad hasta cierto punto era bella, o podría haberlo sido si no se hubiese mostrado tan dura. Pero se traslucía la crueldad en el dibujo de los labios y en la ausencia de sentimientos que reflejaban sus ojos.

S’Armuna apareció al lado de Attaroa. Jondalar pensó que seguramente había entrado con las restantes mujeres, si bien él no la había visto antes.

–Ahora hablo por Attaroa –dijo S’Armuna en zelandoni.

–Tienes muchas cosas que explicar –dijo Jondalar–. ¿Cómo pudiste permitirlo? Attaroa carece de juicio, pero tú no. Te considero responsable.

Los ojos azules de Jondalar mostraron la expresión helada de la ofensa.

Attaroa habló irritada a la hechicera.

–No quiere que me hables. Estoy aquí para traducir lo que ella diga. Attaroa quiere que la mires cuando hablas –dijo S’Armuna.

Jondalar miró a la jefa y esperó mientras ella hablaba. Entonces S’Armuna inició la traducción.

Ahora habla Attaroa:

–¿Qué te parece tu nuevo... alojamiento?

–¿Acaso espera que me agrade? –dijo Jondalar a S’Armuna, que evitó la mirada del hombre y habló dirigiéndose a Attaroa.

Una sonrisa maliciosa se dibujó en la cara de la mujer.

–Estoy segura de que has oído muchas cosas acerca de mí, pero no deberías creer todo lo que oyes.

–Creo lo que veo –espetó Jondalar.

–Bien, me estás viendo traer el alimento.

–No veo que nadie lo coma, y sé que están hambrientos.

La sonrisa de Attaroa se ensanchó al oír la traducción.

–Comerán, y tú también debes hacerlo. Necesitas tu fuerza.

Attaroa rio estrepitosamente.

–Seguro que la necesito –dijo Jondalar.

Después que S’Armuna tradujo, Attaroa partió bruscamente, ordenando con un gesto a la mujer que la siguiese.

–Te hago responsable –dijo Jondalar en dirección a la espalda de S’Armuna, que se retiraba.

Apenas cerró la puerta, una de las guardias dijo:

–Será mejor que os acerquéis y comáis, antes de que cambie de idea.

Los hombres se abalanzaron sobre las fuentes de carne depositadas en el suelo. Cuando S’Amodun pasó frente a Jondalar, se detuvo un instante.

–Ten mucho cuidado, Zelandoni. Está preparándote algo especial.

Los días siguientes pasaron lentamente para Jondalar. Trajeron un poco de agua, pero escaso alimento, y no se permitió salir a nadie, ni siquiera para trabajar, lo cual era muy extraño. Los hombres estaban inquietos, sobre todo porque también se mantuvo en el cercado a Ardemun. Su conocimiento de varias lenguas había convertido a Ardemun primero en traductor y después en portavoz entre Attaroa y los hombres. A causa de su pierna coja y dislocada, la mujer creía que no representaba una amenaza; además, no podía huir. Se le concedía más libertad para desplazarse de un lugar a otro del campamento, y a menudo traía información acerca de la vida fuera del Campamento de los Hombres, y en ocasiones algunos alimentos.

La mayoría de los hombres pasaban el tiempo ocupados en algunos juegos y apostando promesas futuras; utilizaban como amarracos pedacitos de madera, guijarros e incluso algunos fragmentos de huesos que sobraban de la carne que se les había suministrado. El fémur del cuarto de carne de caballo fue dejado aparte, después de haber sido despojado de la carne y quebrado para consumir la médula, porque se deseaba utilizarlo con ese fin.

Jondalar pasó el primer día de encierro observando con mucho detalle y probando la resistencia de la empalizada que les rodeaba. Descubrió varios lugares que, a su juicio, podían ser forzados o sobre los cuales era posible trepar; pero por las rendijas pudo ver la vigilancia estrecha que ejercían Epadoa y sus mujeres; por otra parte, la terrible infección de un hombre herido le disuadía de un plan tan directo. También examinó el refugio, y pensó en las varias cosas que podían hacerse para repararlo y hacerlo menos vulnerable a las inclemencias del tiempo..., pero el caso era que necesitaba herramientas y materiales.

Por acuerdo general, un extremo del espacio cerrado, detrás de una pila de piedras –el único accidente fuera del refugio, en ese desnudo lugar de encierro–, estaba reservado para orinar y defecar. Al segundo día Jondalar advirtió el olor nauseabundo que saturaba todo el ambiente. Era peor cerca del refugio, donde la carne putrefacta de la infección venía a sumar su repulsivo olor, pero por la noche no tenía alternativa. Se unía a los otros buscando calor y compartía su improvisada capa con quienes tenían todavía menos para cubrirse.

Durante los días siguientes, su sensibilidad para el olor se amortiguó, y apenas advirtió su propia hambre, pero, en todo caso, sintió más frío y a veces se notaba aturdido y mareado. También hubiera deseado contar con un poco de corteza de sauce para calmar la jaqueca.

Las circunstancias comenzaron a cambiar cuando al fin murió el hombre de la herida. Ardemun se acercó a la puerta y pidió hablar con Attaroa o Epadoa, porque era necesario retirar y enterrar el cuerpo. Con ese fin se permitió la salida de varios, y más tarde se comunicó que todos cuantos lo desearan podían asistir a los ritos fúnebres. Jondalar se sintió casi avergonzado por la excitación que sintió ante la idea de salir del cercado, puesto que la razón de su libertad provisional era una muerte.

Afuera, las largas sombras del atardecer se proyectaban sobre el terreno, destacando los accidentes del valle lejano y el río que corría abajo, y Jondalar experimentó una sensación de dolor en el brazo. Miró irritado a Epadoa y tres de sus mujeres, que le rodearon con lanzas, y necesitó apelar a toda su fuerza de voluntad para resistir la tentación de apartarlas de su camino.

–Quiere que pongas las manos detrás, para atarte –dijo Ardemun–. No podrás salir si no te atan las manos.

Jondalar frunció el entrecejo, pero se sometió. Mientras seguía a Ardemun, pensaba en su propia situación. Ni siquiera sabía muy bien dónde estaba o cuánto tiempo llevaba allí, pero la idea de continuar más tiempo encerrado en ese cercado, sin ver otra cosa que la empalizada, era más de lo que podía soportar. De un modo o de otro, saldría, y pronto. Si no lo hacía, podría prever que llegaría el momento en que no estaría en condiciones de hacer nada. Unos pocos días sin alimento no eran un problema grave, pero si aquello continuaba mucho tiempo podía llegar a serlo. Además, si existía alguna posibilidad de que Ayla aún estuviese viva, quizá herida, pero viva, tenía que encontrarla, y deprisa. Aún no sabía cómo lo conseguiría, sólo sabía que no estaba dispuesto a permanecer allí mucho tiempo más.

Recorrieron cierta distancia, cruzaron un arroyo y, al hacerlo, se mojaron los pies. La superficial ceremonia fúnebre terminó muy pronto; Jondalar se preguntaba por qué Attaroa se molestaba con una inhumación formal, cuando ese hombre, en vida, no le había preocupado en absoluto. Si le hubiese prestado atención, quizá no habría muerto. Jondalar no había conocido a aquel hombre, ni siquiera sabía cuál era su nombre; sólo le había visto sufrir..., soportar un sufrimiento innecesario. Ahora se había ido y caminaba en el otro mundo, pero estaba libre de Attaroa. Quizá eso fuera mejor que pasar años contemplando la cara interior de la empalizada.

Aunque la ceremonia fue breve, Jondalar tenía los pies fríos, pues se le había mojado el calzado. En el camino de regreso, prestó más atención al pequeño curso de agua, tratando de encontrar una piedra sobre la cual pisar o un modo de cruzar el río sin mojarse. Pero cuando volvió los ojos hacia el suelo, se despreocupó del asunto. Casi como si se tratara de algo intencionado, vio dos piedras, una junto a la otra, a la orilla del arroyo. Una era un pequeño pero apropiado nódulo de pedernal; la otra era una piedra redondeada, que parecía como si la hubiesen trabajado para adaptarla a su propia mano –la forma perfecta de un martillo de piedra.

–Ardemun –dijo al hombre que venía detrás, hablándole en zelandoni–. ¿Ves esas dos piedras? –Las señaló con el pie–. ¿Puedes recogerlas para mí? Es muy importante.

–¿El pedernal?

–Sí, sé tallar el pedernal.

De pronto, pareció que Ardemun tropezaba y cayó pesadamente. El tullido tuvo dificultades para incorporarse; se acercó una mujer armada con lanza. Habló bruscamente a uno de los hombres, que alargó la mano para ayudar a Ardemun a incorporarse. Epadoa volvió para comprobar qué era lo que retrasaba a los hombres. Ardemun se puso en pie un instante antes de que ella llegase y se quedó inmóvil, disculpándose, arrepentido, mientras ella le insultaba.

Cuando volvieron, Ardemun y Jondalar se dirigieron al fondo del cercado, donde estaban las piedras, para orinar. Cuando regresaron al refugio, Ardemun dijo a los hombres que las cazadoras habían regresado con más carne, proveniente de la matanza de caballos; pero se comentaba que había sucedido algo mientras retornaba el segundo grupo. No sabía qué era, aunque había provocado cierta conmoción en las mujeres. Todas estaban hablando, pero él no había logrado sacar nada en claro.

Aquella noche, de nuevo trajeron alimento y agua a los hombres, pero ni siquiera las servidoras pudieron permanecer y trocear la carne. Había sido cortada previamente en pedazos que dejaron a disposición de los hombres sobre unos troncos, sin hablar una palabra. Ellos comentaron el asunto mientras comían.

–Está sucediendo algo extraño –dijo Ebulan, pasando al mamutoi con el fin de que Jondalar pudiese entender–. Creo que ordenaron a las mujeres que no hablasen con nosotros.

–Eso no tiene sentido –indicó Olamun–. Si supiéramos algo, ¿de qué nos serviría?

–Es cierto, Olamun, no tiene sentido, pero coincido con Ebulan. Creo que ordenaron a las mujeres que no hablasen –confirmó S’Amodun.

–Entonces, quizá ésta sea la ocasión –dijo Jondalar–. Si las mujeres de Epadoa están muy atareadas conversando, tal vez no adviertan nada.

–¿No adviertan qué? –preguntó Olamun.

–Ardemun consiguió recoger un pedazo de pedernal...

–De modo que eso es todo –dijo Ebulan–. Yo no vi nada que le provocase el tropiezo y la caída.

–Pero ¿de qué sirve un pedazo de pedernal? –dijo Olamun–. Es necesario tener herramientas para aprovecharlo. Yo solía observar al tallador de pedernal antes de que muriese.

–Sí, pero también recogió una piedra que podemos usar como martillo, y por aquí hay huesos. Es suficiente para fabricar unas cuantas láminas y convertirlas en cuchillos y puntas y algunas otras herramientas... si es buen pedernal.

–¿Sabes tallar el pedernal? –preguntó Olamun.

–Sí, pero necesitaré ayuda. Un poco de ruido que apague el ruido de las piedras chocando una contra otra –dijo Jondalar.

–Pero incluso si es capaz de fabricar algunos cuchillos, ¿de qué nos servirán? Las mujeres tienen lanzas –replicó Olamun.

–En primer lugar, sirven para cortar las cuerdas de un hombre que tiene las manos atadas –dijo Ebulan–. Estoy seguro de que podemos inventarnos una partida o un juego que disimule el ruido. Aunque el día casi ha terminado.

–Será suficiente. No necesitaré mucho tiempo para fabricar las herramientas y las puntas. Y mañana iré a trabajar en el refugio, donde no me verán. Necesitaré ese fémur y los troncos, y hasta un pedazo de tabla del refugio. Sería útil disponer de algunos tendones, pero las tiras finas de cuero bastarán. Y otra cosa, Ardemun, si descubres plumas mientras estás fuera del cercado, también nos vendrán bien.

Ardemun asintió, y dijo:

–¿Harás algo que vuele? ¿Como una lanza arrojadiza?

–Sí, algo que vuele. Tendré que rebajar y darle forma con cuidado, y me llevará un tiempo. Pero creo que podré fabricar un arma que te sorprenderá –dijo Jondalar.

Capítulo 28

A la mañana siguiente, antes de continuar su trabajo en las herramientas de pedernal, Jondalar habló con S’Amodun acerca de los dos jovencitos heridos. Había pensado en el asunto la noche anterior y, al recordar cómo Darvo había comenzado a aprender la talla del pedernal cuando era apenas un adolescente, llegó a la conclusión de que, si podía enseñarles un oficio, por ejemplo, la talla del pedernal, podrían llegar a ser útiles e independientes, aunque fuesen inválidos.

–Mientras Attaroa sea la jefa, ¿crees realmente que alguna vez se les ofrecerá esa oportunidad? –preguntó S’Amodun.

–Attaroa concede más libertad a Ardemun; quizá crea que los dos jóvenes tampoco constituyan una amenaza y les permita salir más a menudo del cercado. Incluso Attaroa puede ser convencida de que es lógico y conveniente tener cerca un par de fabricantes de herramientas. Las armas de sus cazadores son mediocres –dijo Jondalar–. ¿Y quién sabe? Tal vez no sea la jefa por mucho más tiempo.

S’Amodun miró reflexivamente al forastero rubio.

–Tal vez tú sepas algo que yo desconozco –dijo–. De todos modos, les diré que vengan y observen tu trabajo.

Jondalar había trabajado al aire libre la noche anterior con el fin de que las cortantes lascas que se desprendían en el proceso de la talla del pedernal no se concentraran exclusivamente alrededor del refugio. Había elegido un lugar que quedaba un poco por detrás de la pila de piedras, cerca de donde hacían sus necesidades. A causa del hedor, era el extremo de la prisión que las guardias procuraban evitar y el menos vigilado.

Los fragmentos en forma de tablilla que había desprendido rápidamente del núcleo de pedernal eran cuatro veces más largos que anchos, con los extremos redondeados, y constituían instrumentos con los cuales podrían fabricarse otras herramientas. Los bordes eran muy cortantes al desprenderse del núcleo de pedernal, tanto que podían cortar el cuero crudo cual si fuese grasa congelada. En realidad, las hojas eran tan cortantes que muchas veces había que matar un poco los bordes para poder usarlas sin que uno se cortara al manejarlas.

A la mañana siguiente, Jondalar empezó por elegir dentro del refugio un lugar bajo una grieta del techo, porque necesitaba luz suficiente para trabajar. Después cortó un trozo de cuero de su improvisada capa y lo extendió en el suelo para recoger en él los inevitables fragmentos afilados que se desprendían del pedernal. Con los dos muchachos cojos y otros hombres sentados a su alrededor, pasó a demostrar cómo una piedra dura ovalada y unos pocos fragmentos de hueso podían emplearse para obtener herramientas de pedernal, las cuales, a su vez, podían emplearse para dar forma y obtener cosas del cuero, la madera y el hueso. Con el fin de evitar cuidadosamente que su actividad atrajese la atención, de tanto en tanto se incorporaban para fingir una normalidad rutinaria; después volvían y se agrupaban para calentarse, lo cual también servía para impedir que las guardias los viesen, y todos observaban con verdadera fascinación.

Other books

Catalyst by Shelly Crane
Winter at Mustang Ridge by Jesse Hayworth
The Secret at Solaire by Carolyn Keene
EDGE by Koji Suzuki
The Jealous One by Celia Fremlin