Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
Casi, como si hubieran tenido conciencia de lo que podía sucederles, se esforzaban por evitarse y así esquivar la lucha. Las llamadas de tono grave y los acres regueros de orina del macho en celo no sólo anunciaban su presencia a las hembras ansiosas, también indicaban dónde se encontraba en beneficio de otros machos. Sólo tres o cuatro machos estaban simultáneamente en celo durante el período de seis o siete meses en que las hembras podían estar en iguales condiciones; pero era improbable que cualquiera de ellos desafiara al gran macho rojizo por conseguir los favores de la hembra que estaba en celo. Era el animal dominante entre los de su especie, al margen de que estuviera o no en celo, y los demás sabían a qué atenerse.
Mientras continuaban mirando, Ayla vio que incluso cuando la hembra de pelo rojizo y el macho de color más claro comenzaron a alimentarse, permanecían cerca uno del otro. En cierto momento la hembra se alejó unos metros, para comer más hierbas especialmente suculentas. Un macho joven, poco más que un adolescente, trató de acercarse a ella, pero cuando la hembra trotó de regreso al lado de su consorte, el macho rojizo se abalanzó sobre el joven, emitiendo un mugido sordo. El olor intenso acre peculiar y el gruñido impresionaron al joven macho. Se alejó deprisa, después de inclinar respetuoso la cabeza, y se mantuvo a distancia. Por fin, manteniéndose cerca del macho en celo, la hembra pudo descansar y alimentarse sin que la persiguieran.
La mujer y el hombre no acababan de decidirse a reanudar la marcha, a pesar de que sabían que todo había terminado, y Jondalar de nuevo comenzaba a sentir la necesidad de continuar viaje. Se sentían sobrecogidos y honrados porque se les había permitido presenciar el acoplamiento de los mamuts. Y no sólo habían podido observar, sino que se sentían parte del acontecimiento, como si hubiesen sido protagonistas de una ceremonia conmovedora e importante. Ayla hubiera deseado acercarse a la carrera y tocarlos para manifestarles su aprecio y compartir su alegría.
Antes de alejarse, Ayla advirtió que muchas de las plantas comestibles que había visto a lo largo del camino crecían cerca y decidió coger algunas, con la ayuda de su palo de excavar para extraer las raíces y de un cuchillo especial, bastante grueso y fuerte, muy útil para cortar los tallos y las hojas. Jondalar desmontó para ayudarla, aunque tuvo que pedirle que le señalase exactamente lo que deseaba llevarse.
La situación todavía le sorprendía. Durante el tiempo en que habían vivido en el Campamento del León, Ayla había aprendido las costumbres y la forma de trabajar de los mamutoi, diferentes de las del clan. Pero incluso allí, Ayla a menudo trabajaba con Deegie o Nezzie, o bien muchas personas trabajaban juntas, y Ayla había olvidado la disposición de Jondalar a realizar tareas que los hombres de la aldea del clan habrían considerado propias de mujeres. Sin embargo, desde los primeros tiempos en su valle, Jondalar nunca había vacilado en hacer todo lo que ella hiciera, y le sorprendía que ella no le pidiese participar en todas las tareas necesarias. Ahora que estaban los dos solos, Ayla recordó de nuevo este rasgo del carácter de Jondalar.
Cuando al fin partieron, cabalgaron un rato en silencio. Ayla continuó pensando en los mamuts; no podía apartarlos de su mente. Pero también pensaba en los mamutoi, que le habían proporcionado un hogar y un sitio al cual pertenecer cuando no tenía nada. Ellos mismos llevaban el nombre de Cazadores del Mamut, pese a que cazaban otras muchas clases de animales, y concedían a las enormes bestias lanudas un lugar especialmente honroso, a pesar de que las cazaban. Además de suministrarles gran parte de lo que necesitaban para sobrevivir –carne, grasa, cuero, lana para fibras y cuerdas, marfil para fabricar herramientas y tallar objetos, huesos para levantar viviendas e incluso combustible–, la cacería del mamut encerraba para ellos un profundo significado espiritual.
Ahora, Ayla se sentía más mamutoi, a pesar de que estaba alejándose. Se decía que no era casual que hubiesen tropezado con el rebaño precisamente aquel día. Estaba segura de que había una razón para ello, y se preguntó si Mut, la Madre Tierra, o quizá su tótem intentaban decirle algo. En los últimos tiempos había pensado con frecuencia en el espíritu del Gran León de la Caverna, que era el tótem que le había dado Creb, y solía preguntarse si él continuaba protegiéndola aunque ella ya no pertenecía al clan y si un espíritu del tótem del clan tendría cabida en su nueva vida con Jondalar.
Las hierbas altas finalmente comenzaron a ralear y los dos se acercaron más al río, mientras buscaban un lugar donde acampar. Jondalar volvió los ojos hacia el sol que se ponía por el oeste y decidió que era demasiado tarde para tratar de cazar esa noche. No lamentaba haberse detenido a mirar a los mamuts, pero había abrigado la esperanza de cazar y conseguir carne, no sólo para la cena, sino para sobrevivir los días siguientes. No deseaba verse obligado a utilizar los alimentos secos que llevaban consigo, a menos que los necesitaran realmente. Así pues, tendría que ocuparse de aquel asunto por la mañana.
El valle, con su frondosa vegetación en las tierras bajas cercanas al río, había ido cambiando, y el paisaje vegetal también variaba. A medida que las orillas del curso de aguas rápidas se elevaban más y más, la naturaleza de las hierbas cambiaba y, con gran alivio de Jondalar, tendía a tener menor altura. Apenas rozaba los vientres de los caballos. Prefería tener la posibilidad de ver cómo y por dónde avanzar. Cuando el terreno comenzó a nivelarse, cerca de la cima de una loma, el paisaje presentaba un aspecto conocido. Nunca habían estado precisamente en aquel sitio, pero era similar a la región que se extendía alrededor del Campamento del León, con altas orillas y barrancos erosionados que conducían al río.
Ascendieron la loma levemente empinada, y Jondalar advirtió que el curso del río se desviaba hacia la izquierda, en dirección este. Era hora de alejarse del curso de agua, que se desplazaba lenta y sinuosamente hacia el sur; ahora había que girar hacia el oeste, a campo traviesa. Se detuvo para consultar el mapa que Talut había tallado en marfil para Jondalar. Cuando levantó la mirada, vio que Ayla había desmontado y estaba de pie en la orilla, contemplando el río. Algo en la actitud de Ayla le hizo presentir que se sentía inquieta o desgraciada.
Alzó una pierna, desmontó y se acercó a ella. Al otro lado del río vio lo que había atraído la atención de Ayla. En la loma, sobre una terraza, a medio camino hacia la cima de la orilla opuesta del río había un montículo ancho y largo, con matas de hierbas que crecían en los flancos. Parecía ser parte de la propia orilla, pero la entrada en arco, cerrada por una gruesa cortina de piel de mamut, revelaba su actual naturaleza. Era un refugio, similar al hogar del Campamento del León, donde habían vivido el invierno pasado.
Mientras Ayla miraba la estructura de aspecto conocido, recordó vívidamente el interior del refugio del Campamento del León. La espaciosa vivienda semisubterránea era sólida y había sido construida con el propósito de que durase muchos años. Se había excavado el piso en el suelo de fino loess de la orilla del río, y estaba bajo el nivel del terreno. Tanto las paredes como el techo redondeado de tierra cubierta con arcilla del río estaban sólidamente apuntalados por una estructura de más de una tonelada de grandes huesos de mamut, con cornamentas de ciervo entrelazadas y unidas en el techo, y un espeso revestimiento de hierbas y juncos amalgamados con los huesos y la arcilla. Varios bancos de tierra situados en los laterales servían de abrigada cama, y se habían creado zonas de almacenaje al nivel de los hielos perpetuos. El arco estaba formado por dos grandes colmillos curvos de mamut, con las bases en el suelo y las puntas enfrentadas y unidas. Desde luego, no era una construcción provisional, sino un asiento permanente bajo un techo, con amplitud suficiente para albergar a varias familias numerosas. Ayla tenía la certeza de que los constructores de un refugio semejante tenían el firme propósito de regresar, exactamente como sucedía todos los inviernos con los habitantes del Campamento del León.
–Seguramente están en la Reunión de Verano –dijo Ayla–. ¿A quién puede pertenecer este campamento?
–Quizá al Campamento del Espolín –sugirió Jondalar.
–Tal vez –dijo Ayla, y después miró en silencio, más allá del torrente–. Parece tan desierto –agregó al cabo de un rato–. Cuando partimos no pensé que jamás volvería a ver el Campamento del León. Recuerdo cuando estaba buscando mis cosas para llevar a la reunión y dejé algunas. Si hubiera sabido que no iba a volver, tal vez las habría llevado conmigo.
–Ayla, ¿lamentas haberte marchado? –La preocupación de Jondalar se manifestó, como siempre, en las arrugas de inquietud que le surcaban la frente–. Te dije que yo permanecería allí y me convertiría también en mamutoi, si tú lo deseabas. Sé que encontraste con ellos un hogar y que eras feliz. No es demasiado tarde. Aún podemos regresar.
–No; me entristece haberme ido de allí, pero no lo lamento. Deseo estar contigo. Es lo que quise desde el principio. Jondalar, sé que deseas volver a tu hogar. Quisiste retornar desde que te conocí. Podrías acostumbrarte a vivir aquí, pero nunca serías realmente feliz. Siempre echarías de menos a tu gente, a tu familia, a los seres entre los cuales naciste. Eso no es importante para mí. Nunca sabré con quiénes nací. El clan era mi gente.
Ayla reflexionó un momento, y Jondalar vio que una tierna sonrisa suavizaba su expresión.
–A Iza le hubiera hecho muy feliz saber que me iba contigo. Me quería y hubiera simpatizado contigo. Me dijo con insistencia antes de que yo partiera que yo no era parte del clan, a pesar de que no podía recordar nada ni a nadie excepto mi vida con ellos. Iza era mi madre, la única que conocí, pero deseaba que me alejara del clan. Temía por mí. Antes de morir me dijo: «Busca tu propio pueblo, encuentra a tu propio compañero». No un hombre del clan, sino un hombre de mi misma raza, alguien a quien pudiera amar y que me amase. Pero estuve sola tanto tiempo en el valle que no creí posible encontrar jamás a alguien. Y después llegaste tú. Iza tenía razón. Aunque partir fuera difícil, necesitaba hallar a mi propia gente. Excepto por lo que a Durc se refiere, casi podría agradecerle a Broud que me obligara a marcharme. Jamás habría encontrado a un hombre que me amase si no hubiese abandonado el clan; y tampoco habría hallado a alguien a quien amara tanto.
–Ayla, no somos tan distintos. No creía que jamás pudiese encontrar a alguien a quien amar, a pesar de que conocí a muchas mujeres entre los zelandonii, y a muchas más en nuestro viaje. Thonolan hacía fácilmente amigos, incluso entre extraños, y él me allanó las cosas. –Cerró los ojos durante un momento de angustia, como si quisiera borrar recuerdos, mientras un pesar profundo se dibujaba en su rostro. El dolor todavía era intenso. Ayla podía apreciarlo siempre que hablaba de su hermano.
Miró a Jondalar, su cuerpo excepcionalmente alto y musculoso, los cabellos largos, lacios y amarillos unidos sobre la nuca con un cordel, y sus facciones finas y bien cinceladas. Después de haberlo observado en la Reunión de Verano, Ayla dudaba de que él necesitara la ayuda de su hermano para granjearse amistades, especialmente entre las mujeres, y sabía cuál era la razón. Incluso más que su cuerpo o su hermosa cara, sus ojos, aquellos ojos que sorprendían por lo luminosos y expresivos, parecían revelar lo más íntimo de aquel hombre tan reservado; le dotaban de una atracción magnética, de una presencia tan arrebatadora que era casi irresistible.
Tal como ella le veía en aquel momento, los ojos de Jondalar expresaban amor y deseo. Ayla sentía que su propio cuerpo respondía al mero contacto con los ojos de Jondalar. Pensó en la mamut de pelaje castaño, que rechazaba a todos los machos, mientras aguardaba la llegada del corpulento animal de pelaje rojizo, y que después ya no quiso esperar más; pero también en prolongar la espera había placer.
Le agradaba mirarle, colmarse de la presencia de aquel hombre. Lo consideró bello desde la primera vez que le vio, aunque no tenía con quién compararlo. Después se había dado cuenta de que a otras mujeres también les gustaba mirarle; lo consideraban notable, incluso abrumadoramente atractivo; y cuando se lo decían, él se avergonzaba. Su apostura le había provocado por lo menos tanto sufrimiento como placer, ya que destacarse por cualidades que no implicaban grandes méritos no le aportaban la satisfacción del esfuerzo realizado. Eran dones de la Madre, no el resultado de sus propios logros.
Pero la Gran Madre Tierra no se había limitado a la mera apariencia externa. Le había proporcionado una inteligencia viva y despierta, que se inclinaba hacia cierta sensibilidad y comprensión de los aspectos físicos del mundo, además de dotarle de una gran destreza natural. Gracias a las enseñanzas del hombre con quien su madre estaba unida cuando él nació, y que era reconocido como el mejor en su especialidad, Jondalar era un hábil fabricante de herramientas de piedra y, por añadidura, había perfeccionado su oficio en el transcurso de un viaje, aprendiendo las técnicas de otros tallistas en pedernal.
Para Ayla, además, era bello no sólo porque se trataba de un hombre excepcionalmente atractivo según los cánones de su propio pueblo, sino porque era la primera persona que podía recordar que se le asemejaba. Era un hombre que pertenecía a los Otros, no al clan. El primer día que apareció en el valle de Ayla, ésta había examinado minuciosamente su rostro, aunque con disimulo; incluso le había observado mientras dormía. Era realmente maravilloso ver una cara con el aspecto familiar de la suya propia después de tantos años de ser la única que era distinta de los que la rodeaban; una cara que no tenía los huesos orbitales salientes ni la frente sesgada hacia atrás, ni una nariz ancha y afilada de puente alto, en un rostro de rasgos acentuados, de mandíbulas sin mentón.
Como en el caso de Ayla, la frente de Jondalar se elevaba vertical y suavemente, sin arcos orbitales salientes. Su nariz, incluso sus dientes, eran pequeños en comparación, y tenía una protuberancia ósea bajo la boca, un mentón, exactamente como ella. Después de verle, Ayla comprendió por qué el clan creía que ella tenía la cara chata y la frente prominente. Ayla había visto su propio reflejo en el agua quieta y creía lo que ellos le habían dicho. Pese al hecho de que Jondalar la sobrepasaba en estatura tanto como ella sobrepasaba a los miembros del clan, y a que más de un hombre le había dicho que era hermosa, en su fuero interno aún creía que era demasiado corpulenta y fea.