Las llanuras del tránsito (49 page)

Manteniendo cerca a Lobo y a Whinney un paso atrás, Ayla siguió al joven que estaba rodeando la pared. Del otro lado había una zona llana, con la forma aproximada de una U, de apreciables dimensiones. Antes, hacía muchísimo tiempo, cuando la enorme cuenca interior del oeste era un mar y comenzaba a vaciarse a través de la grieta abierta en la cadena montañosa, el nivel del agua era mucho más elevado y se había formado una especie de bahía resguardada. Ahora constituía un espacio igualmente resguardado, a gran altura sobre el cauce del río.

Por delante el terreno estaba cubierto de hierba verde, que crecía casi hasta el borde del abismo. Más o menos a medio camino, el espacio estaba ocupado por unos arbustos, que crecían cerca de las altas paredes laterales y se convertían en arbolillos que continuaban trepando por la empinada pendiente del fondo. Jondalar sabía que era posible trepar por la pared posterior, aunque pocas personas lo hacían. Era una salida incómoda y complicada, y rara vez se la usaba. En el lado más próximo, en la esquina redondeada del fondo, había un saliente de piedra arenisca con suficiente amplitud como para dar cobijo a varias viviendas de madera, que formaban un núcleo de viviendas cómodas y protegidas.

Enfrente, en el rincón más alejado, cubierto de musgo, estaba el tesoro más preciado del lugar. Una fuente de agua pura que se derramaba sobre las piedras, salpicaba los salientes y desbordaba un pequeño afloramiento de piedra caliza, para formar debajo una cascada larga y estrecha que terminaba en un estanque. Corría a lo largo de la pared opuesta hasta el borde del risco y descendía por las rugosidades rocosas hasta el río.

Varias personas habían interrumpido lo que estaban haciendo cuando apareció el grupo, y sobre todo el lobo y el caballo, que habían comenzado a rodear la pared. Cuando se acercó Jondalar, vislumbró asombro y temor en todas las caras.

–¡Darvo! ¿Qué traes ahí? –gritó una voz.

–¡Hola! –dijo Jondalar, saludando a la gente en su propia lengua. Después, al ver a Dolando, entregó a Ayla la cuerda de Corredor, y pasando un brazo sobre el hombro de Darvalo, caminó hacia el jefe de la caverna.

–¡Dolando! ¡Soy yo, Jondalar! –dijo, mientras se acercaba.

–¡Jondalar! ¿Eres realmente tú? –dijo Dolando, que identificó al hombre, pero todavía dubitativo–. ¿De dónde vienes?

–Del este. Pasé el invierno con los mamutoi.

–¿Quién es ésa? –preguntó Dolando.

Jondalar comprendió que el hombre seguramente estaba muy turbado, pues había descuidado las formas usuales de la cortesía.

–Se llama Ayla, Ayla de los mamutoi. Los animales viajan con nosotros. La obedecen, o me obedecen, y ninguno hará daño a nadie –dijo Jondalar.

–¿Incluso el lobo? –preguntó Dolando.

–Yo he tocado la cabeza del lobo y acariciado su pelo –confirmó Darvalo–. Ni siquiera intentó morderme.

Dolando miró al muchacho.

–¿Lo has tocado?

–Sí. Ella dice que solamente es necesario llegar a conocerlos.

–Darvo tiene razón. Yo jamás habría venido con alguien o algo que os pudiera perjudicar. Ve y conoce a Ayla y a los animales y lo comprobarás.

Jondalar llevó al hombre al centro del campo. Otros les siguieron. Los caballos habían comenzado a pastar, pero interrumpieron lo que estaban haciendo cuando se aproximó el grupo. Whinney se acercó más a la mujer y permaneció al lado de Corredor, cuya cuerda continuaba en manos de Ayla. La otra mano de la joven reposaba sobre la cabeza de Lobo. El enorme lobo del norte estaba de pie al lado de Ayla, en una actitud defensiva, pero francamente no amenazadora.

–¿Cómo consigue que los caballos no teman al lobo? –preguntó Dolando.

–Saben que no tienen nada que temer de él. Lo conocen desde que era un cachorrito –explicó Jondalar.

–¿Por qué no huyen de nosotros? –preguntó el jefe, mientras se aproximaban.

–Siempre han estado entre personas. Yo vi cuando nació el caballo –replicó Jondalar–. Yo estaba gravemente herido y Ayla me salvó la vida.

De pronto, Dolando se detuvo y miró fijamente al hombre.

–¿Ella es una shamud? –preguntó.

–Es miembro del Hogar del Mamut.

Una joven de corta estatura, más bien regordeta, preguntó entonces:

–Si es Mamut, ¿dónde está su tatuaje?

–Tholie, nos fuimos antes de que hubiese terminado su instrucción –dijo Jondalar, y después sonrió a la joven. La joven mamutoi no había cambiado en absoluto. Era tan directa y franca como siempre.

Dolando cerró los ojos y meneó la cabeza.

–¡Qué lástima! –dijo, y su mirada trasuntaba desesperación–. Roshario se cayó y se hirió.

–Darvo me lo ha dicho. Y también que el shamud murió.

–Sí, el último invierno. Ojalá fuese una curadora competente. Enviamos un mensaje a otra caverna, pero su shamud había salido de viaje. Un mensajero fue a otra caverna, río arriba, pero están muy lejos, y me temo que ya es demasiado tarde para hacer algo.

–A ella no la educaron para ser curandera. Ayla sabe curar, Dolando. Es muy buena. Le enseñó... –de pronto, Jondalar recordó una de las pocas manías de Dolando– ...la mujer que la crio. Es una larga historia. Pero créeme, es competente.

Habían llegado donde estaban Ayla y los animales; ella escuchaba atentamente a Jondalar mientras él hablaba. Había ciertas semejanzas entre la lengua que él estaba hablando y el mamutoi, pero apoyándose más bien en la observación entendía el significado de las palabras y sabía que él había estado tratando de convencer de algo al otro. Jondalar se volvió hacia ella.

–Ayla de los mamutoi, éste es Dolando, jefe de los sharamudoi, la mitad de los sharamudoi que vive en tierra –dijo Jondalar en mamutoi. Después pasó a la lengua de Dolando–. Dolando de los sharamudoi, ésta es Ayla, hija del Hogar del Mamut de los mamutoi.

Dolando vaciló un momento, los ojos fijos en los caballos y después en el lobo. Era un hermoso animal, que permanecía vigilante y silencioso al lado de la mujer de elevada estatura. El hombre estaba intrigado. Nunca había estado tan cerca de un lobo, sólo había tocado unas pocas pieles. No era frecuente que cazaran lobos, los había visto tan sólo desde lejos, mientras huían para protegerse. Lobo le miraba de un modo que indujo a Dolando a pensar que él a su vez estaba siendo evaluado; después, movió la cabeza para observar a los demás. Dolando pensó que, al parecer, el animal no representaba una amenaza, y posiblemente una mujer que sabía controlar a los animales era una hábil shamud, al margen de la educación que hubiese recibido. Extendió las dos manos, abiertas y con las palmas hacia arriba, a la mujer.

–En nombre de la Gran Madre, Mudo, te doy la bienvenida, Ayla de los mamutoi.

–En nombre de Mut, la Gran Madre Tierra, te lo agradezco, Dolando de los sharamudoi –dijo Ayla, cogiendo las dos manos del hombre.

Dolando pensó: «La mujer tiene un acento extraño. Habla mamutoi, pero es diferente. No tiene exactamente la misma entonación que Tholie. Quizá venga de una región distinta». Dolando conocía el mamutoi en la medida suficiente como para entenderlo. Había viajado hasta el fin del Gran Río varias veces en el curso de su vida para comerciar con ellos, y había colaborado a traer de regreso a Tholie, la mujer mamutoi. Había sido lo menos que él podía hacer por el jefe mamutoi: ayudar al hijo de su hogar a unirse con la mujer a la que él deseaba firmemente. Tholie se había encargado de que mucha gente conociese su lengua, y eso había sido útil para las posteriores expediciones comerciales.

Que Dolando aceptara a Ayla permitió que todos diesen la bienvenida a Jondalar y conociesen a la mujer que él había traído consigo. Tholie se adelantó un paso, y Jondalar le sonrió. Gracias a la unión concertada por el hermano de Jondalar, ahora ellos eran parientes y Jondalar simpatizaba con ella.

–¡Tholie! –dijo, con una ancha sonrisa, mientras tomaba con las suyas las dos manos de la mujer–. ¡No sabes cuán maravilloso es verte!

–También yo creo que es maravilloso verte. Y ciertamente has aprendido a hablar bien el mamutoi. Reconozco que a veces dudaba de que jamás dominases la lengua.

Ella se desprendió de sus manos y le dio un abrazo de bienvenida. Él se inclinó y, obedeciendo al impulso, porque se sentía tan feliz de estar allí, alzó a la mujer de baja estatura para abrazarla cómodamente. Un poco desconcertada, ella se sonrojó y pensó que ese hombre alto, apuesto y a veces taciturno había cambiado. No recordaba que fuese tan espontáneo y efusivo en sus afectos. Cuando la depositó de nuevo en el suelo, Tholie examinó al hombre y a la mujer que había traído, segura de que ella tenía algo que ver en el asunto.

–Ayla del Campamento del León de los mamutoi, ésta es Tholie de los sharamudoi, y antes de los mamutoi.

–En nombre de Mut o Mudo, comoquiera que la llaméis, te doy la bienvenida, Ayla de los mamutoi.

–En nombre de la Madre de Todos, te doy las gracias, Tholie de los sharamudoi, y me alegro mucho de conocerte. He oído hablar mucho de ti. ¿No tienes parientes en el Campamento del León? Creo que Talut dijo que estabais emparentados cuando Jondalar te mencionó –dijo Ayla. Intuyó que la sagaz mujer estaba estudiándola. Si Tholie no lo sabía ya, pronto descubriría que Ayla no había nacido en el seno de los mamutoi.

–Sí, estamos emparentados. Aunque no somos parientes cercanos. Yo llegué a un campamento del sur, el Campamento del León está más al norte –dijo Tholie–. Pero le conozco. Todos conocen a Talut. Es difícil no conocerle y su hermana Tulie es muy respetada –dijo Tholie.

Pensó: «No habla con acento mamutoi y Ayla no es un nombre mamutoi. Ni siquiera estoy segura de que sea un acento. Tal vez es sólo un modo extraño de decir ciertas palabras. Pero habla bien. Talut siempre ha sido proclive a traer gente. Incluso aceptó a esa vieja quejosa, y a su hija, que se unió con un hombre inferior. Me gustaría conocer mejor a esta Ayla, y a estos animales»; después miró a Jondalar.

–¿Thonolan está con los mamutoi? –preguntó Tholie.

El dolor que se asomó a los ojos de Jondalar le dio la respuesta antes de que él hablase.

–Thonolan ha muerto.

–Lamento saberlo. Markeno también lo sentirá. Pero no puedo afirmar que no lo esperaba. Su deseo de vivir murió con Jetamio. Algunas personas pueden recuperarse después de una tragedia, otras no –sentenció Tholie.

A Ayla le agradó su modo de expresarse. No carecía de sentimiento, pero era franca y directa. Continuaba siendo sobre todo una mamutoi.

El resto de la caverna que estaba allí saludó a Ayla. La joven percibió una aceptación cautelosa, aunque también curiosidad.

La acogida que ofrecieron a Jondalar fue mucho menos contenida. Él era miembro de la familia. No cabía duda de que lo consideraban como uno de ellos y, en consecuencia, se le dio una cálida bienvenida.

Darvalo continuaba sosteniendo el sombrero convertido en canasto de moras; esperó a que terminasen todos los saludos para ofrecer las moras de Dolando.

–Aquí hay algunas moras para Roshario –dijo.

Dolando observó aquel canasto de extraña forma; no estaba hecho según el modo en que ellos confeccionaban los canastos.

–Ayla me las dio –continuó diciendo Darvalo–. Estaban recogiendo moras cuando los encontré. Y ya tenían éstas cogidas.

Mientras observaba al joven, Jondalar pensó de pronto en la madre de Darvalo. No esperaba que Serenio se hubiera marchado, y esto le disgustaba. En cierto modo la había amado sinceramente, y reconoció que había tenido la esperanza de verla. ¿Estaba esperando un hijo cuando se marchó? ¿Un hijo del espíritu de Jondalar? Tal vez pudiese preguntárselo a Roshario. Ella debía saberlo.

–Llevémosle las moras –dijo Dolando, e hizo un gesto de silencioso agradecimiento a Ayla–. Sin duda le agradarán. Jondalar, si quieres entrar, creo que está despierta; y sé que querrá verte. Trae también a Ayla. Querrá conocerla. Está en una situación difícil. Ya sabes cómo es. Siempre de pie y activa, y siempre la primera en saludar a los visitantes.

Jondalar tradujo para Ayla y ella asintió para expresar que estaba dispuesta. Dejaron los caballos pastando en el campo, pero Ayla ordenó a Lobo que permaneciera con ella. Estaba viendo que el carnívoro todavía inquietaba a la gente. Los caballos domados eran extraños, pero no los consideraban peligrosos. Un lobo era un cazador y podía herirlos.

–Jondalar, creo que es mejor que por ahora Lobo esté conmigo. ¿Quieres preguntar a Dolando si no importa que entre con él? Dile que está acostumbrado a los ambientes cerrados –sugirió Ayla, hablando en mamutoi.

Jondalar repitió la pregunta, aunque Dolando había entendido a Ayla; precisamente así lo supuso Ayla al ver las sutiles reacciones del hombre. Lo tendría en cuenta.

Caminaron hacia el fondo del terreno y pasaron bajo el saliente de piedra arenisca; y después de dejar atrás una especie de hogar central que sin duda era un centro de reunión, llegaron hasta una estructura de madera que se parecía a una tienda de techo inclinado. Ayla observó la construcción a medida que se acercaban. Al fondo, había un madero horizontal clavado en el suelo, que en la parte delantera se hallaba sostenido por una estaca. Sobre él se apoyaban unas planchas de roble que habían sido obtenidas de un gran tronco de árbol y que eran cortas al fondo y largas delante. Cuando Ayla se acercó, vio que las planchas estaban unidas con delgadas ramas de sauce, introducidas a través de orificios practicados en la madera.

Dolando apartó una cortina amarilla de cuero suave y la sostuvo mientras todos entraban. La sujetó en un costado para que entrase más luz. En el interior, delgados hilos de luz diurna se filtraban entre algunas planchas, pero las paredes estaban revestidas con cueros en varios puntos para impedir que se formasen corrientes de aire, pese a que no soplaba mucho viento en aquella especie de valle enclavado en la montaña. Había un pequeño hogar justo al frente, y una plancha más corta dejaba un espacio en el techo sobre el fuego; pero carecía de protección contra la lluvia. El saliente de piedra arenisca protegía la vivienda de la lluvia y la nieve. Contra una pared, al fondo, había un lecho, un ancho estante de madera, unido a la pared por un lado y sostenido por patas por el otro, cubierto con un relleno de cuero y pieles.

En la semipenumbra, Ayla apenas pudo distinguir la figura de una mujer acostada en el lecho.

Darvalo se arrodilló junto a la cama, mostrando las moras.

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