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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

La voz del violín

 

Esta novela, perteneciente a la serie de Montalbano, refuerza aún más ante sus lectores la personalidad del escéptico, irónico y en ocasiones melancólico inspector de policía. La aparente paz siciliana se ve truncada por el asesinato de una extraña. Una joven hermosa, mujer de un médico boloñés, aparece muerta en el chalé de ambos. Pocas pertenencias la acompañaban en la escena del crimen, aparte de un misterioso violín guardado en su estuche. Su bolsa de joyas se ha esfumado y todas las miradas se centran en un pariente desequilibrado que ha desaparecido la misma noche del crimen. Montalbano, con su parsimonia habitual, inicia la investigación. No cree a nadie, no se fía de nadie. Tras la muerte de un sospechoso, sus superiores dan por cerrado el caso, pero él, ni hablar. Transitando los límites de la legalidad, como es su costumbre, Montalbano ha de relacionarse y pactar con los elementos más indeseables y abyectos del hampa, iniciando un viaje a lo más oscuro del alma humana, en el fondo, su territorio predilecto.

Andrea Camilleri

La voz del violín

(Montalbano-4)

ePUB v1.1

Kytano
14.08.11

Título original: La voce del violino

Publicación: 1997

Uno

En cuanto abrió las persianas del dormitorio, el comisario Salvo Montalbano comprendió que el día no iba a ser gran cosa. Era todavía de noche y faltaba por lo menos una hora para el amanecer, pero la oscuridad ya parecía menos espesa, lo suficiente para dejar ver el cielo cubierto por unas densas nubes de lluvia y, más allá de la franja clara de la playa, un mar con aspecto de perro pequinés. Desde el día en que un minúsculo perro de aquella raza, todo lleno de adornos y lacitos, tras soltarle un enfurecido gargajeo a modo de ladrido, le había propinado una dolorosa dentellada en la pantorrilla, Montalbano llamaba así al mar cada vez que lo veía agitado por breves y frías ventoleras que provocaban miríadas de pequeñas olas rematadas por ridículos penachos de espuma. Se puso de peor humor al recordar la desagradable tarea que tenía por delante aquella mañana: ir a un entierro.

La víspera, tras sacar de la heladera las frescas anchoas que le había comprado su mucama Adelina, se las había zampado en una ensalada, aliñadas con mucho jugo de limón, aceite de oliva y pimienta negra recién molida. Había disfrutado de lo lindo, pero una llamada telefónica le había estropeado el placer.

—Hola,
dottori.
¿Está usted en persona al teléfono,
dottori?

—Estoy yo en persona, Catarè. Habla con toda tranquilidad.

En la comisaría habían encomendado a Catarella la misión de atender las llamadas telefónicas en la errónea creencia de que allí podría causar menos estropicios que en otro lugar. Montalbano, tras varios solemnes enojos, había comprendido que la única manera de mantener con él un diálogo que no rebasara los límites tolerables del delirio consistía en adoptar su mismo lenguaje.

—Pido
perdonación
y
compresión, dottori.

Ay. Pedía perdón y comprensión. Montalbano aguzó las orejas, pues cuando el supuesto italiano de Catarella adquiría un tono ceremonioso y grandilocuente, significaba que el asunto no era de poca monta.

—Habla sin temor, Catarè.

—Hace tres días lo llamaron,
dottori,
usted no estaba, pero yo me olvidé de decírselo.

—¿De dónde llamaron?

—De Florida,
dottori.

Montalbano se quedó literalmente petrificado. Se vio de golpe enfundado en un conjunto deportivo
footing
en compañía de unos esforzados y atléticos agentes norteamericanos de la lucha antidroga, ocupados con él en una complicada investigación sobre tráfico de estupefacientes.

—Tengo una curiosidad, ¿cómo se hablaron?

—¿Y cómo nos teníamos que hablar? En italiano,
dottori.

—¿Te dijeron qué querían?

—Pues claro, me lo dijeron todo. Me dijeron que había muerto la mujer del subjefe de policía Tamburanno.

Montalbano lanzó un suspiro de alivio sin poderlo evitar. No lo habían llamado desde Florida sino de la comisaría de Floridia, en la misma Sicilia, cerca de Siracusa. Caterina Tamburrano estaba muy enferma desde hacía tiempo y la noticia no lo sorprendió.

—Dottori,
¿de verdad es usted en persona?

—Soy yo, Catarè, no he cambiado.

—También dijeron que el funeral se celebraría el jueves a las nueve de la mañana.

—¿El jueves? ¿Mañana por la mañana quieres decir?

—Sí,
dottori.

Era demasiado amigo de Michele Tamburrano para no asistir y reparar con ello la negligencia de no haberse puesto en contacto con él ni siquiera con una llamada telefónica. De Vigàta a Floridia había por lo menos tres horas y media de coche.

—Oye, Catarè, tengo el coche en el taller. Necesito un automóvil de servicio para mañana a las cinco en punto en mi casa de Marinella. Dile al doctor Augello que no estaré en la comisaría y que regresaré a primera hora de la tarde, después de comer. ¿Me has entendido bien?

Salió de la ducha con la piel de color langosta: para equilibrar la sensación de frío que le había causado la contemplación del mar, había abusado del agua caliente. Cuando estaba empezando a afeitarse, oyó llegar el automóvil de servicio. ¿Quién no lo habría oído en un radio de diez kilómetros? El vehículo llegó zumbando, frenó en medio de un fuerte chirrido que disparó ráfagas de gravilla en todas direcciones y, a continuación, se oyó un desesperado rugido de motor embalado, un desgarrador cambio de marcha, un violento derrapaje y otra ráfaga de gravilla. El conductor había efectuado una maniobra para colocarse en posición de regreso.

Cuando salió de casa, listo para la partida, vio a Gallo, el chofer oficial de la comisaría, exultante.

—¡Mire aquí,
dottore!
¡Fíjese en las huellas! ¡Qué maniobra! ¡He girado el vehículo en redondo!

—Te felicito —le dijo Montalbano en tono sombrío.

—¿Pongo la sirena? —preguntó Gallo en el momento de iniciar la marcha.

—Sí, en el culo —contestó Montalbano con expresión enfurruñada. Y cerró los ojos, pues no tenía ganas de hablar.

Gallo, que padecía complejo de Indianápolis, en cuanto vio que su jefe cerraba los ojos, empezó a aumentar la velocidad para alcanzar un kilometraje por hora digno de las dotes de conductor que creía poseer. Y de esa manera, cuando no llevaban ni siquiera un cuarto de hora de camino, se dieron el golpazo. Al percibir el chirrido de la frenada, Montalbano abrió de nuevo los ojos, pero no vio nada de nada, pues el cinturón de seguridad proyectó violentamente su cabeza primero hacia adelante y después hacia atrás. A continuación, se produjo un aterrador estruendo de chapa contra chapa, seguido de un silencio de cuento de hadas, con gorjeo de pajaritos y ladridos de perros.

—¿Te has hecho daño? —preguntó el comisario a Gallo, al ver que éste se masajeaba el pecho.

—No. ¿Y usted?

—Nada. ¿Cómo ha sido?

—Una gallina se cruzó en mi camino.

—Jamás he visto una gallina atravesar la carretera cuando se acerca un vehículo. Vamos a ver los daños.

Bajaron. No pasaba ni un alma. Las huellas de la larga frenada habían quedado grabadas en el asfalto: justo en el lugar donde éstas empezaban se distinguía un montoncito de color oscuro. Gallo se acercó y se dirigió con aire triunfal al comisario.

—¿Qué le había dicho? ¡Era una gallina!

Un suicidio, estaba clarísimo. El coche contra el que habían chocado y cuya parte posterior habían destrozado por completo, debía de haber estado debidamente estacionado en la orilla, pero el golpe lo había colocado ligeramente de través. El Renault Twingo verde botella cerraba un sendero que, unos treinta metros más allá, conducía hasta un chalé de dos pisos, con la puerta y las ventanas cerradas. El vehículo de servicio se había roto un faro y tenía el guardabarros derecho abollado.

—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Gallo, desolado.

—Nos vamos. A tu juicio, ¿nuestro coche funciona?

—Voy a probar.

Haciendo marcha atrás y chirriando, el vehículo de servicio se desenganchó del otro automóvil. Tampoco esta vez se asomó nadie a ninguna de las ventanas del chalé. Debían de estar durmiendo como troncos, pues era evidente que el Twingo pertenecía a alguien de la casa, dado que no había ningún otro edificio en las inmediaciones. Montalbano anotó en un trozo de papel el número de teléfono de la comisaría y lo metió bajo el limpiaparabrisas.

Cuando no se puede, no se puede. Media hora después de reanudar la marcha, Gallo empezó a darse nuevamente masajes en el pecho y, de vez en cuando, el rostro se le contraía en una mueca de dolor.

—Yo conduciré —dijo el comisario, y Gallo no protestó.

Al llegar a la altura de Fela, en lugar de seguir adelante por la carretera, Montalbano se adentró por un desvío que conducía al centro del pueblo. Gallo no se dio cuenta, pues tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el vidrio de la ventanilla.

—¿Dónde estamos? —preguntó, abriendo los ojos al percibir que el automóvil se detenía.

—Te llevo al hospital de Fela. Baja.

—Pero si no es nada, comisario.

—Baja. Quiero que te echen un vistazo.

—Déjeme aquí y siga su camino. Ya me recogerá a la vuelta.

—No digas bobadas. Camina.

El vistazo que le echaron a Gallo, entre auscultaciones, triple medición de la presión arterial, radiografías y demás, duró más de dos horas. Al final decretaron que Gallo no se había roto nada, que el dolor se debía al golpe que se había dado contra el volante y que su estado de debilidad era consecuencia del susto que se había llevado.

—Y ahora ¿qué hacemos? —volvió a preguntar Gallo con creciente desconsuelo.

—¿Qué quieres que hagamos? Seguir adelante. Pero conduzco yo.

Ya había estado dos o tres veces en Floridia y recordaba incluso dónde vivía Tamburrano. Se dirigió por tanto a la iglesia de la Madonna delle Grazie que estaba casi pegada a la casa de su compañero. Al llegar a la plaza, vio la iglesia con ornamentos de luto y a varias personas entrando a toda prisa en el templo. La ceremonia debía de haber empezado con retraso y él no era el único que sufría contratiempos.

—Voy al garaje de la comisaría para que revisen el coche y después volveré para recogerlo —dijo Gallo.

Montalbano entró en la iglesia abarrotada de gente; la ceremonia acababa de empezar. Miró a su alrededor y no reconoció a nadie. Tamburrano debía de estar en la primera fila, cerca del féretro y delante del altar mayor. Decidió quedarse donde estaba, junto al pórtico: le estrecharía la mano a Tamburrano cuando sacaran el féretro de la iglesia. Al oír las primeras palabras del cura, con la misa ya muy adelantada, experimentó un sobresalto. Había oído bien, estaba seguro.

El cura había empezado diciendo:

—Nuestro queridísimo Nicola ha abandonado este valle de lágrimas...

Haciendo acopio de todo el valor que pudo, tocó en el hombro a una ancianita.

—Perdone, señora, ¿por quién es la ceremonia?

—Por el pobre contador Pecoraro. ¿Por qué?

—Creía que era por la señora Tamburrano.

—Ah, eso es en la iglesia de Santa Anna.

Para llegar a la iglesia de Santa Anna tardó un cuarto de hora a pie, casi corriendo. Entró jadeando y sudoroso, y encontró al párroco en la nave desierta.

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