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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

La voz del violín (9 page)

—Salvo, ¿qué significa para este doctor la palabra «consentimiento»?

—Lo mismo que para ti y para mí, estar de acuerdo.

—Pero, en determinados casos, puede parecer que una persona esté de acuerdo sólo porque no tiene la posibilidad de oponer resistencia.

—Muy cierto.

—Pues entonces, yo te pregunto: lo que el asesino le hizo a Michela, ¿no pudo ocurrir sin su consentimiento?

—Pero es que hay algunos detalles que...

—Déjalos. En primer lugar, ni siquiera sabemos si el asesino abusó de una mujer viva o de un cadáver. Y, además, tuvo mucho tiempo para arreglar las cosas de tal manera que la policía se confundiera.

Habían empezado a tutearse sin darse cuenta.

—Tú estás pensando en algo que no dices.

—No tengo ninguna dificultad —dijo Montalbano—. En el momento presente, todo está en contra de Maurizio. La última vez que lo vieron fue a las nueve de la noche delante del bar Italia. Estaba telefoneando a alguien.

—A mí —dijo Anna.

El comisario dio un brinco en el banco.

—¿Qué quería?

—Preguntarme por Michela. Le dije que nos habíamos separado poco después de las siete, que pasaría por el Jolly y después se iría a cenar a casa de los Vassallo.

—Y él, ¿qué dijo?

—Interrumpió la comunicación sin tan siquiera despedirse.

—Eso puede ser un punto en contra suya. Seguro que también llamó a los Vassallo. No la encuentra, pero adivina dónde puede estar y se reúne allí con ella.

—En el chalé.

—No. Al chalé llegaron poco después de medianoche.

Esta vez fue Anna la que se sobresaltó.

—Me lo ha dicho un testigo —añadió Montalbano.

—¿Reconoció a Maurizio?

—Estaba oscuro. Sólo vio a un hombre y a una mujer que bajaban del Twingo y se dirigían al chalé. Una vez dentro, Maurizio y Michela hacen el amor. En determinado momento, Maurizio, que, según lo que todos me dicen, es una especie de débil mental, sufre un arrebato.

—Jamás de los jamases Michela habría...

—¿Cómo reaccionaba tu amiga a la persecución de Maurizio?

—Le molestaba, algunas veces se compadecía profundamente de él y...

Anna se detuvo. Había comprendido la intención de Montalbano. De repente, su rostro perdió la tersura y se le dibujaron unas arrugas a ambos lados de la boca.

—Pero hay cosas que no encajan —prosiguió diciendo Montalbano, que sufría viéndola sufrir—. Por ejemplo, inmediatamente después de cometer el homicidio, ¿Maurizio habría sido capaz de organizar fríamente la falsa pista de los vestidos y el robo del bolso?

—¡De ninguna manera!

—El verdadero problema no son las modalidades del homicidio sino averiguar dónde estuvo y qué hizo Michela entre el momento en que tú te separaste de ella y el momento en que la vio el testigo. Casi cinco horas, lo cual no es poco. Y ahora vámonos porque está a punto de llegar el doctor Emanuele Licalzi.

Mientras subían al coche, Montalbano soltó la tinta como un calamar.

—No estoy tan seguro acerca de la unanimidad de las respuestas a tu encuesta sobre la inocencia de Maurizio. Habría uno por lo menos que tendría graves dudas.

—¿Quién?

—Su padre, el ingeniero Di Blasi. En caso contrario, nos habría pedido que buscáramos a su hijo.

—Es lógico que piense en todas las posibilidades. Ah, acabo de acordarme de una cosa. Cuando Maurizio me llamó para preguntarme por Michela, yo le dije que la llamara directamente al móvil. Me contestó que ya lo había intentado, pero que el aparato estaba apagado.

En la puerta de la comisaría estuvo casi a punto de chocar con Galluzzo, que estaba saliendo.

—¿Han regresado de la heroica hazaña?

Fazio debía de haberle contado la bronca de la mañana.

—Sí, señor —contestó Galluzzo, azorado.

—¿Está en su despacho el subcomisario Augello?

—No, señor.

El azoramiento se hizo más evidente.

—¿Adónde ha ido? ¿A emprenderla a latigazos con otros huelguistas?

—Está en el hospital.

—¿Qué fue? ¿Qué pasó? —preguntó preocupado Montalbano.

—Una pedrada en la cabeza. Le han dado tres puntos. Pero quieren tenerlo en observación. Me han dicho que vuelva hacia las ocho de esta noche. Si todo va bien, lo acompañaré a su casa.

La sarta de improperios del comisario fue interrumpida por Catarella.

—¡Ah,
dottori, dottori!
En primer lugar llamó dos veces el doctor Latte con ese final. Dice que usted tiene que llamarlo personalmente enseguida. Después hay otras llamadas que he anotado en este papelito.

—Límpiate el culo con él.

El doctor Emanuele Licalzi era un sexagenario de baja estatura, con anteojos de montura de oro y vestido todo de gris. Parecía recién salido de la tintorería, el peluquero y la manicura: impecable.

—¿Cómo ha venido hasta aquí?

—¿Desde el aeropuerto quiere decir? He alquilado un coche, he tardado casi tres horas.

—¿Ya ha pasado por el hotel?

—No. Tengo la valija en el coche. Iré después.

¿Cómo era posible que su traje no tuviera ni una sola arruga?

—¿Le parece que vayamos al chalé? Hablaremos durante el trayecto y así usted ganará tiempo.

—Como usted diga, comisario.

Tomaron el vehículo de alquiler del médico.

—¿La ha matado uno de sus amantes?

Emanuele Licalzi no se iba por las ramas.

—No estamos en condiciones de afirmarlo. Pero es seguro que tuvo repetidas relaciones sexuales.

El médico no se inmutó y siguió conduciendo tranquilamente como si la muerta no fuera su mujer.

—¿Qué lo induce a pensar que tenía un amante aquí?

—El hecho de que tuviera uno en Bolonia.

—Ah.

—Sí, Michela me dijo su nombre, Serravalle me parece, un anticuario.

—Bastante insólito.

—Me lo decía todo, comisario. Me tenía mucha confianza.

—Y usted, a su vez, ¿se lo decía todo a ella?

—Por supuesto que sí.

—Un matrimonio ejemplar —comentó con ironía el comisario.

A veces Montalbano se sentía irremediablemente desbordado por los nuevos estilos de vida, era un tradicionalista, para él un matrimonio abierto significaba un marido y una mujer que se ponían mutuamente los cuernos y, encima, tenían la desfachatez de contarse el uno al otro lo que hacían encima o debajo de la sábana.

—No ejemplar sino de conveniencia —lo corrigió imperturbable el doctor Licalzi.

—¿Para Michela? ¿Para usted?

—Para los dos.

—¿Puede explicarse mejor?

—Cómo no.

Y giró a la derecha.

—¿Adónde va? —preguntó el comisario—. Desde aquí no se puede ir a Tre Fontane.

—Perdone —dijo el médico, iniciando una complicada maniobra para retroceder—. Es que hace más de dos años y medio que no vengo por aquí, desde que me casé. De la construcción del chalé se encargó Michela, yo sólo lo había visto en fotografía. A propósito de fotografías, en la valija llevo unas cuantas de Michela, puede que le sean útiles.

—¿Sabe una cosa? La mujer asesinada podría no ser su esposa.

—¿Está bromeando?

—No. Nadie la ha identificado oficialmente y nadie de los que la han visto muerta la conocía de antes. Cuando terminemos aquí, hablaré con el forense por la cuestión de la identificación. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

—Dos o tres días como máximo. Me llevaré a Michela a Bolonia.

—Doctor, le voy a hacer una pregunta y después ya no volveré a insistir en el tema. ¿Dónde estuvo y qué hizo usted el miércoles por la noche?

—¿El miércoles? Estuve operando hasta muy entrada la noche en el hospital.

—Me estaba hablando de su matrimonio.

—Ah, sí. Conocí a Michela hace tres años. Había acompañado a su hermano, que ahora vive en Nueva York, al hospital debido a una complicada fractura del pie derecho. Me gustó enseguida, era muy bonita, pero lo que más me atrajo fue su carácter. Siempre estaba dispuesta a ver el lado positivo de las cosas. Perdió a sus dos progenitores antes de los quince años y había sido acogida por un tío suyo que un día, para no variar, la violó. En resumen, buscaba desesperadamente trabajo. Durante varios años había sido la amante de un industrial que acabó librándose de ella con una suma que le sirvió para ir tirando. Michela habría podido tener todos los hombres que hubiera querido, pero el hecho de ser una mantenida la humillaba.

—¿Usted le pidió que fuera su amante y Michela se negó?

Por primera vez, en el impasible rostro de Emanuele Licalzi se dibujó un amago de sonrisa.

—Está usted completamente equivocado, comisario. Ah, por cierto, Michela me dijo que había comprado aquí un Twingo verde botella para sus desplazamientos. ¿Adónde ha ido a parar el coche?

—Sufrió un accidente.

—Michela conducía muy mal.

—En este caso, la señora no tuvo la culpa. El vehículo fue embestido cuando estaba debidamente estacionado delante del sendero de acceso al chalé.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Fuimos nosotros, los de la policía. Pero aún no sabíamos...

—Qué historia tan curiosa.

—Se la contaré en otra ocasión. Fue precisamente este accidente el que nos permitió descubrir el cadáver.

—¿Le parece que podré recuperar el coche?

—No creo que haya ningún impedimento.

—Se lo podría ceder a algún comerciante de coches de segunda mano de Vigàta, ¿no cree?

Montalbano no contestó, le importaba un carajo el destino del coche verde botella.

—El chalé es el de la izquierda, ¿verdad? Me parece reconocerlo por la fotografía.

—Es aquél.

El doctor Licalzi efectuó una elegante maniobra, se detuvo delante del sendero, bajó y empezó a contemplar el edificio con la distante curiosidad de un turista de paso.

—Muy bonito. ¿Qué hemos venido a hacer?

—Ni yo mismo lo sé —contestó Montalbano en tono malhumorado.

El doctor Licalzi tenía el don de atacarle los nervios. Decidió darle un buen sacudón.

—¿Sabe una cosa? Algunos creen que el que mató a su mujer tras haberla violado fue Maurizio Di Blasi, el hijo de su primo el ingeniero.

—¿De veras? No lo conozco, cuando vine aquí hace dos años y medio estaba estudiando en Palermo. Me dicen que es un pobre idiota.

Montalbano se lo había buscado.

—¿Le parece que entremos?

—Espere, no quisiera olvidarme.

El médico abrió el baúl del coche, tomó la elegante valija que había dentro y sacó un sobre de gran tamaño.

—Las fotografías de Michela.

Montalbano se las guardó en el bolsillo. Simultáneamente el doctor Licalzi se sacó del bolsillo un manojo de llaves.

—¿Son las del chalé? —preguntó Montalbano.

—Sí. Sabía en qué lugar de nuestra casa las guardaba Michela. Son los duplicados.

«Ahora empiezo a los puntapiés con él», pensó el comisario.

—No ha terminado de contarme por qué su matrimonio era de conveniencia tanto para usted como para la señora.

—Bueno, a Michela le interesaba porque yo era un hombre rico, aunque le llevara treinta años, y a mí me interesaba para acallar los rumores que me habrían podido perjudicar en un momento en que me disponía a dar un gran salto en mi carrera. Empezaron a decir que me había vuelto homosexual, pues hacía diez años que no me veían con ninguna mujer.

—¿Y era cierto que usted no iba con mujeres?

—¿Y de qué me habría servido, comisario? A los cincuenta años me quedé impotente. Con carácter irreversible.

Ocho

—Muy bonito —dijo el doctor Licalzi tras haber echado un vistazo circular al salón.

¿Es que no sabía decir otra cosa?

—Ésta es la cocina —dijo el comisario—. Todo listo para entrar a vivir —añadió.

De repente, se enfureció consigo mismo. ¿Por qué se le había escapado lo de «listo para entrar a vivir»? Tuvo la sensación de haberse convertido en un corredor de inmobiliaria que le estaba enseñando la vivienda a un posible cliente.

—Al lado está el cuarto de baño. Vaya a verlo —dijo en tono desabrido.

El médico no se percató o fingió no haberse percatado de su tono de voz, abrió la puerta del cuarto de baño, asomó justo la cabeza y volvió a cerrar.

—Muy bonito.

Montalbano notó que le temblaban las manos. Vio con toda claridad el titular de la prensa: «EN UN REPENTINO ARREBATO DE LOCURA, UN COMISARIO DE POLICÍA ATACA AL MARIDO DE LA VÍCTIMA».

—En el piso de arriba hay una pequeña habitación para huéspedes, un espacioso cuarto de baño y un dormitorio. Suba.

El médico obedeció y Montalbano se quedó en el salón, encendió un cigarrillo y se sacó del bolsillo el sobre con las fotos de Michela. Espléndida. El rostro, que él sólo había visto deformado por el dolor y el horror, mostraba una expresión risueña y abierta.

Cuando terminó de fumar el cigarrillo, se dio cuenta de que el médico aún no había bajado.

—¿Doctor Licalzi?

No hubo respuesta. Subió precipitadamente al piso de arriba. De pie en un rincón del dormitorio, el médico se cubría el rostro con las manos mientras sus hombros se estremecían a causa de los sollozos.

—¡Pobre Michela! ¡Pobre Michela!

No era una comedia; las lágrimas y el dolor de la voz eran auténticos. Montalbano lo sujetó fuertemente por el brazo.

—Bajemos.

El doctor Licalzi se dejó guiar y se movió sin contemplar la cama y la sábana hecha jirones y manchada de sangre. Era médico y había comprendido lo que habría experimentado Michela en los últimos instantes de su vida. Pero si Licalzi era médico, él era un policía y, al verlo llorar, había adivinado de inmediato que aquel hombre no había podido mantener por más tiempo la máscara de indiferencia que se había forjado; la armadura de desinterés que solía llevar, tal vez para compensar la desgracia de la impotencia, se había roto en pedazos.

—Disculpe —dijo Licalzi, acomodándose en un sillón—. No imaginaba... Es terrible morir de esta manera. El asesino le empujó el rostro contra el colchón, ¿verdad?

—Sí.

—Yo a Michela la quería mucho. ¿Sabe una cosa? Se había convertido en una hija para mí.

Las lágrimas volvieron a asomar a sus ojos y él se las enjugó de cualquier manera con un pañuelo.

—¿Por qué se quiso construir el chalé precisamente aquí?

—Desde siempre y sin conocerla, ella había mitificado Sicilia. Cuando la visitó, se quedó extasiada. Creo que pretendía crearse un refugio. ¿Ve aquella pequeña vitrina? Allí dentro están sus cosas, las chucherías que se había traído de Bolonia. Eso demuestra bien a las claras sus intenciones, ¿no le parece?

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