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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

La voz del violín (7 page)

—No me gusta el tono que ha adquirido la última parte de nuestro diálogo —dijo el comisario de espaldas.

—A mí tampoco.

—¿Paz?

—Paz.

Montalbano se volvió y le sonrió. Anna correspondió a su sonrisa. Pero fue sólo un momento. Después levantó un dedo como una colegiala. Quería hacer una pregunta.

—¿Me puede decir, si no es un secreto, cómo la han matado?

—¿La televisión no lo ha dicho?

—No, ni Retelibera ni Televigata. Dieron la noticia del hallazgo y nada más.

—No se lo tendría que decir. Pero, por usted, haré una excepción. La asfixiaron.

—¿Con una almohada?

—No, comprimiendo su rostro contra el colchón.

Anna se empezó a balancear como las copas de los árboles agitadas por el viento. El comisario abandonó el despacho y regresó al poco rato con un vaso y una botella de agua. Anna bebió como si acabara de regresar del desierto.

—Pero ¿por qué fue a la casa, Dios mío? —dijo casi hablando sola.

—¿Usted había estado alguna vez en el chalé?

—Pues claro. Casi todos los días, con Michela.

—¿La señora había dormido allí alguna vez?

—Que yo sepa, no.

—Pero en el cuarto de baño había una salida, toallas y cosméticos.

—Lo sé, Michela tenía todo a punto porque, cuando iba al chalé para arreglarlo, inevitablemente acababa por ensuciarse de polvo y de cemento. Antes de irse, se duchaba.

Montalbano comprendió que había llegado el momento de asestar un golpe bajo, pero lo hizo a regañadientes, pues no deseaba causarle una profunda herida.

—Estaba completamente desnuda.

Anna lo miró como traspasada por una corriente de alta tensión, abrió enormemente los ojos, trató de decir algo, pero no pudo. Montalbano le llenó el vaso.

—¿La... la violaron?

—No lo sé. El forense todavía no me ha llamado.

—Pero ¿por qué, en lugar de irse al hotel, se fue al maldito chalé? —volvió a preguntarse Anna con desesperación.

—El que la mató se llevó los vestidos, las bombachas y los zapatos.

Anna lo miró con incredulidad, como si el comisario acabara de contarle una patraña.

—¿Por qué razón?

Montalbano siguió adelante sin contestar.

—Se llevó también la saca con todo lo que había dentro.

—Esto ya es más comprensible. Michela guardaba en la saca todas sus joyas, que eran muchas y de gran valor. Si el que la mató era un ladrón sorprendido mientras...

—Espere. El señor Vassallo me dijo que, al ver que la señora se demoraba para la cena, se preocupó y la llamó a usted.

—Es cierto. Yo creía que Michela estaba con ellos. Cuando nos separamos, me dijo que iba a cambiarse de ropa al hotel.

—Por cierto, ¿cómo iba vestida?

—Toda en estilo vaquero, incluso la chaqueta, y zapatos deportivos.

—Pero no fue al hotel. Algo o alguien le hizo cambiar de idea. ¿Tenía teléfono móvil?

—Sí, lo guardaba en el bolso.

—Por consiguiente, cabe pensar que, mientras se dirigía al hotel, alguien la llamó. Y, tras recibir la llamada, la señora se dirigió al chalé.

—A lo mejor fue una trampa.

—¿Por parte de quién? Del ladrón por supuesto que no. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de un ladrón que llama al propietario de la casa que está desvalijando?

—¿Ha comprobado si falta algo en la casa?

—El Piaget de la señora sin ninguna duda. Lo demás, no sé. Ignoro qué objetos de valor había en el chalé. Todo parece en orden, sólo está desordenado el cuarto de baño.

Anna lo miró con asombro.

—¿Desordenado?

—Sí, imagínese, hasta la salida de color rosa estaba tirada en el suelo. Acababa de ducharse.

—Comisario, usted me está describiendo una escena que no me convence en absoluto.

—¿Cuál?

—La de que Michela fue a la casa para reunirse con un hombre y estaba tan impaciente por acostarse con él que se quitó la salida rápidamente y la dejó tirada de cualquier manera en el suelo.

—Es posible, ¿no?

—En otras mujeres, sí, en Michela, no.

—¿Sabe usted quién es un tal Guido que la llamaba todas las noches desde Bolonia?

Había disparado a ciegas, pero había dado en el blanco. Anna Tropeano desvió la mirada, azorada.

—Usted me ha dicho hace poco que la señora era fiel.

—Sí.

—¿A su única infidelidad?

Anna asintió con la cabeza.

—¿Puede decirme su nombre? Me hará un favor, ahorraré tiempo. Quédese tranquila, lo averiguaría de todos modos. ¿Y bien?

—Se llama Guido Serravalle, es un anticuario. No sé su teléfono ni su dirección.

—Gracias, es suficiente. Hacia el mediodía vendrá el marido. ¿Quiere verlo?

—¿Yo? ¿Por qué? Ni siquiera lo conozco.

El comisario no tuvo necesidad de hacer más preguntas, pues Anna siguió adelante por su cuenta.

—Michela se casó con el doctor Licalzi hace dos años y medio. Fue ella la que quiso venir a Sicilia en viaje de luna de miel. No nos conocimos en aquella ocasión. Fue más tarde, cuando regresó sola con la intención de construirse el chalé con jardín. Un día en que yo me dirigía a Montelusa en mi automóvil, un Twingo circulaba en dirección contraria, las dos íbamos distraídas y por poco chocamos frontalmente. Bajamos para disculparnos mutuamente y simpatizamos. Todas las veces que venía Michela, lo hacía siempre sola.

Anna estaba cansada y Montalbano se compadeció de ella.

—Usted me ha sido muy útil. Muchas gracias.

—¿Me puedo ir?

—Por supuesto.

Le tendió la mano. Anna Tropeano la tomó y la estrechó entre las suyas. El comisario experimentó en su interior una oleada de calor.

—Gracias —dijo Anna.

—¿Por qué?

—Por haberme hecho hablar de Michela. No tengo a nadie con quien... Gracias. Me siento más tranquila.

Seis

Anna Tropeano acababa de retirarse cuando la puerta del despacho del comisario se abrió de par en par golpeando contra la pared y Catarella irrumpió como una tromba.

—La próxima vez que entres de esta manera, te pego un tiro.

Pero Catarella estaba demasiado alterado para preocuparse por eso.

—Dottori,
le quería decir que me han llamado de la Jefatura de Montelusa. ¿Recuerda que le hablé de aquel concurso de informaticia? Empieza el lunes por la mañana y yo me tengo que presentar. ¿Cómo se las arreglarán sin mí en el conmutador?

—Sobreviviremos, Catarè.

—¡Ah,
dottori!
¡Usted me dijo que no lo molestara mientras hablaba con la señora y yo he obedecido! ¡Pero ha habido un diluvio de llamadas! Las he anotado todas en esta hojita.

—Dámela y vete.

En una hoja de cuaderno arrancada de cualquier manera figuraba escrito lo siguiente: «Han llamado Vizallo Guito Sera falle Losconte su amigo Zito Rotonò Totano Ficuccio Cangialosi otra vez Sera falle de bolonia Cipollina Pinissi Càcono».

Montalbano empezó a rascarse todo el cuerpo. Debía de ser una misteriosa forma de alergia, pero cada vez que tenía que leer un escrito de Catarella, sentía un prurito irresistible. Con mucha paciencia lo descifró: Vassallo; Guido Serravalle, el amante boloñés de Michela; Loconte, el de los tejidos para cortinas; su amigo Nicolò Zito; Rotonda, el mueblero; Todaro, el de las plantas y jardines; Riguccio el electricista; Cangelosi, el que había invitado a cenar a Michela; otra vez Serravalle. Cipollina, Pinissi y Càcono, admitiendo y no dando por sentado que así se llamaran, no sabía quiénes eran, pero cabía suponer que habían llamado por ser amigos o conocidos de la víctima.

—¿Da usted su permiso? —preguntó Fazio, asomando la cabeza.

—Pasa. ¿Me traes información sobre el ingeniero Di Blasi?

—Claro. ¿Por qué si no estaría aquí?

Era evidente que Fazio esperaba un elogio por la rapidez con la cual había reunido los datos.

—¿Ves cómo has podido hacerlo en una hora? —le dijo en cambio el comisario.

Fazio lo miró con semblante enfurruñado.

—¿Así me lo agradece?

—¿Por qué? ¿Acaso pretendes que te den las gracias por cumplir con tu deber?

—Señor comisario, permítame que se lo diga con el debido respeto. Esta mañana usted está muy antipático.

—Por cierto, ¿por qué no he tenido todavía el honor y el placer, es un decir, de ver en el despacho al subcomisario Augello?

—Ha salido con Germanà y Galluzzo por lo de la Fábrica de Cemento.

—¿Qué es esta historia?

—¿No sabe nada? Ayer treinta y cinco obreros de la fábrica de cemento recibieron la notificación del fondo de garantía salarial. Esta mañana han empezado a armar alboroto, gritar, arrojar piedras y cosas por el estilo. y entonces el director se ha cabreado y nos ha llamado.

—¿Y por qué ha ido Mimì Augello?

—¡Pero si el director le ha pedido ayuda!

—¡Dios bendito! Lo he dicho y repetido mil veces. ¡No quiero que nadie de la comisaría se mezcle en estas cosas!

—¿Pero qué podía hacer el pobre
dottore
Augello?

—¡Desviar la llamada al Cuerpo de Carabineros, que esos tienen mucha experiencia en estas cosas! De todos modos, al señor director de la Fábrica de Cemento le buscarán otro puesto. Los que se quedan con el culo al aire son los obreros. ¿Y nosotros la emprendemos con ellos a garrotazos?

—Señor comisario, le pido nuevamente disculpas, pero usted es un comunista, un verdadero comunista. Un comunista completo.

—Fazio, tú estás obsesionado con esta historia del comunismo. Yo no soy comunista, ¿lo quieres entender, sí o no?

—De acuerdo, pero está claro que habla y razona como ellos.

—Vamos a dejarnos de política.

—Sí, señor. Bueno pues: Aurelio Di Blasi, hijo de los difuntos Giacomo y Maria Antonietta Carlentini, nacido en Vigàta el 3 de abril de 1937...

—Cuando empiezas así, me atacas los nervios. Pareces un funcionario del registro civil.

—¿No le gusta, señor comisario? ¿Quiere que se lo diga con acompañamiento de música? ¿Que se lo diga en rima?

—Esta mañana, en cuestión de antipatía, tú tampoco estás mal.

Sonó el teléfono.

—Aquí estaremos hasta la noche —dijo Fazio, lanzando un suspiro.

—Oiga,
dottori,
está al teléfono el señor Càcono que ya ha llamado antes. ¿Qué hago?

—Pásamelo.

—¿Comisario Montalbano? Soy Gillo Jàcono, tuve el placer de conocerlo en casa de la señora Vasile Cozzo, soy un ex alumno suyo.

A través del auricular y en segundo plano, Montalbano oyó una voz femenina, efectuando la última llamada para el vuelo con destino a Roma.

—Lo recuerdo muy bien, dígame.

—Estoy en el aeropuerto, dispongo de muy pocos segundos, disculpe la brevedad.

El comisario siempre estaba dispuesto a disculpar la brevedad en todas partes y de la manera que fuera.

—Llamo por lo de la señora asesinada.

—¿La conocía?

—No. Verá, el miércoles a eso de las doce de la noche salí de Montelusa hacia Vigàta en mi automóvil. Pero el motor empezó a hacer cosas raras y me vi obligado a circular muy despacio. Al llegar a la localidad de Tre Fontane me adelantó un Twingo de color oscuro que poco después se detuvo delante de un chalé. Bajaron un hombre y una mujer y se adentraron por un sendero. No vi nada más, pero estoy seguro de lo que vi.

—¿Cuándo regresa a Vigàta?

—El jueves que viene.

—Venga a verme. Gracias.

Montalbano se ausentó en el sentido de que su cuerpo permaneció sentado, pero su cabeza se fue a otro sitio.

—¿Qué hago, vuelvo dentro de un rato?

—No, no. Habla.

—Bueno pues, ¿dónde estaba? Ah, sí. Es ingeniero técnico de la construcción, pero no construye por su cuenta. Vive en Vigàta, via Laporta número 8, casado con Teresa Dalli Cardillo, ama de casa, pero acomodada. Propietario de un extenso terreno agrícola en Raffadali, provincia de Montelusa, con una granja que él ha acondicionado como vivienda. Tiene dos coches, un Mercedes y un Tempra. Dos hijos, un varón y una chica. La chica se llama Manuela, tiene treinta años y está casada en Holanda con un comerciante. Tienen dos hijos, Giuliano de tres años y Domenico de uno. Viven...

—¿A que te parto la cara? —dijo Montalbano.

—¿Por qué? ¿Qué he hecho? —preguntó con fingida ingenuidad Fazio—. ¿No me había dicho que quería saber todo todo?

Sonó el teléfono. Fazio se limitó a soltar un gemido y mirar al techo.

—¿Comisario? Soy Emanuele Licalzi. Llamo desde Roma. El avión de Bolonia ha salido con dos horas de retraso y he perdido el vuelo Roma-Palermo. Estaré ahí sobre las tres de la tarde.

—No se preocupe. Lo espero.

Montalbano miró a Fazio y Fazio lo miró a él.

—¿Te falta mucho todavía con este rollo?

—Termino enseguida. En cambio, el hijo se llama Maurizio.

Montalbano se incorporó en su asiento y paró las orejas.

—Tiene treinta y un años y es estudiante universitario.

—¿A los treinta y un años?

—Exactamente. Parece que es un poco duro de mollera. Vive con sus padres. Y eso es todo lo que hay.

—No, estoy seguro de que no es todo. Sigue.

—Bueno, se trata de simples rumores...

—No tengas reparo.

Era evidente que Fazio lo estaba pasando en grande y que, en aquella partida con su jefe, tenía en sus manos las mejores cartas.

—Bueno. El ingeniero Di Blasi es primo segundo del doctor Emanuele Licalzi. La señora Michela se convirtió en una visitante asidua de la casa y Maurizio perdió la cabeza por ella. En el pueblo, era todo un número. Cuando ella paseaba por Vigàta, él la seguía con la lengua fuera.

O sea que era el nombre de Maurizio el que Anna Tropeano no le había querido decir.

—Todas las personas con las que he hablado —añadió Fazio— me han dicho que es un pedazo de pan. Bueno y un poco tonto.

—Muy bien, te lo agradezco.

—Hay otra cosa —dijo Fazio, visiblemente a punto de soltar lo más gordo, tal como se suele hacer con los fuegos artificiales—. Parece que el muchacho desapareció el miércoles por la noche. No sé si me explico.

—¿Hola, el doctor Pasquano? Soy Montalbano. ¿Tiene novedades para mí?

—Unas cuantas. Estaba a punto de llamarlo yo.

—Dígame todo.

—La víctima no había cenado. O, por lo menos, muy poca cosa, un sándwich. Tenía un cuerpo espléndido, por dentro y por fuera. Muy sana, un mecanismo perfecto. No había bebido ni consumido estupefacientes. La muerte fue por asfixia.

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