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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

La voz del violín (17 page)

—Perdona, sus motivos los comprendo muy bien, pero los tuyos no los tengo tan claros, si no actúas por venganza.

—Pues ahora procura comprenderme tú a mí: yo no puedo permitir de ninguna manera que el jefe de la Brigada Móvil de Montelusa se convierta en rehén de la mafia y en objeto de chantaje.

—Mira, Montalbano, yo quise proteger de verdad la buena fama de mis hombres. ¿Te imaginas lo que habría ocurrido si la prensa se hubiera enterado de que habíamos matado a un hombre que se defendía con un zapato?

—¿Y por eso metiste en el lío al ingeniero Di Blasi, que no tenía nada que ver con la historia?

—Con la historia, no, pero con mi plan, sí. Y, en cuanto a los posibles chantajes, me sé defender.

—Lo creo. Resistirás porque tienes bien cubiertas las espaldas, pero ¿cuánto tiempo resistirán los restantes seis que serán sometidos diariamente a presión? Bastará con que ceda uno de ellos para que todo aflore a la superficie. Voy a plantearte otra hipótesis muy probable: cansados de tus negativas, aquellos tipos son capaces de tomar la cinta y proyectarla públicamente o enviarla a un canal de televisión privada que dará una primicia informativa aun a riesgo de que alguien acabe en la cárcel. Y, en este último caso, puede que caiga incluso el jefe de policía.

—¿Qué tengo que hacer?

Por un instante, Montalbano lo admiró: Panzacchi era un jugador despiadado y sin escrúpulos, pero cuando perdía, sabía perder.

—Tienes que advertirles, descargar el arma que sostienen en la mano. —No pudo evitar la tentación de decir una maldad de la que se arrepintió. —Esto no es un zapato. Habla de ello esta misma noche con el jefe de policía. Busquen juntos una solución. Pero mucho cuidado, si antes de mañana al mediodía no se han movido, me moveré yo a mi manera.

Se levantó, abrió la puerta, salió.

«Me moveré yo a mi manera», una bonita frase, vagamente amenazadora. ¿Pero qué significaba en concreto? Si, por casualidad, el jefe de la móvil consiguiera poner de su parte al jefe de policía y éste, a su vez, hiciera lo propio con el juez Tommaseo, él estaría jodido. ¿Pero cabía pensar que en Montelusa todos se hubieran vuelto deshonestos de golpe? Una cosa es la antipatía que pueda suscitar una persona y otra muy distinta su carácter y su integridad.

Llegó a Marinella lleno de dudas y de preguntas. ¿Había hecho bien, hablándole de aquella manera a Panzacchi? ¿Comprendería el jefe de policía que no actuaba movido por el afán de vengarse? Marcó el número de Livia. Como de costumbre, no contestó nadie. Se acostó, pero tardó dos horas en cerrar los ojos.

Catorce

Entró en el despacho tan visiblemente nervioso que sus hombres, por si acaso, procuraron no acercarse a él. «La cama es buena cosa, pues si uno no duerme, reposa», decía un proverbio local, pero era un proverbio equivocado porque el comisario en la cama no sólo había dormido a ratos sino que, además, se había levantado como si hubiera corrido una maratón.

Sólo Fazio, que era el que le tenía más confianza, se atrevió a hacerle una pregunta:

—¿Hay novedades?

—Te lo diré después del mediodía.

Se presentó Galluzzo.

—Comisario, anoche lo estuve buscando por tierra y por mar.

—¿Miraste por el aire?

Galluzzo comprendió que no era cuestión de andarse por las ramas.

—Comisario, al terminar el telediario de las ocho, llamó un hombre. Dice que el miércoles a eso de las ocho, máximo ocho y cuarto, la señora Licalzi se detuvo en su estación de servicio y llenó el tanque. Dejó su nombre y dirección.

—Muy bien, después nos acercaremos por allí.

Estaba en tensión, no conseguía posar los ojos en ningún papel, no paraba de mirar el reloj. ¿Y si, pasado el mediodía, los de jefatura no dieran señales de vida? A las once y media sonó el teléfono.

—Dottore
—dijo Grasso—, es el periodista Zito.

—Pásamelo.

Por un instante, no comprendió qué ocurría.

—Tatachín, tatachín, chin, chin, chin —estaba diciendo Zito.

—¿Nicolò?

—Fratelli d'ltalia, l'ltalia s'e desta...

Zito estaba entonando a voz en grito el himno nacional.

—Vamos, Nicolò, no estoy para bromas.

—¿Y quién dice que eso es una broma? Te leo un comunicado que acabo de recibir hace escasos minutos. Coloca bien el culo en el asiento. Para tu conocimiento, nos lo han enviado a nosotros los de Televigata y a cinco corresponsales de periódicos. Te lo leo. «JEFATURA SUPERIOR DE POLICÍA DE MONTELUSA. EL DOCTOR ERNESTO PANZACCHI, POR MOTIVOS ESTRICTAMENTE PERSONALES, HA SOLICITADO SER DADO DE BAJA COMO JEFE DE LA BRIGADA MÓVIL Y QUEDAR A LA ESPERA DE DESTINO. SU PETICIÓN HA SIDO ATENDIDA. EL DOCTOR ANSELMO IRRERA OCUPARÁ PROVISIONALMENTE EL CARGO DEJADO VACANTE POR EL DOCTOR PANZACCHI. DADO QUE EN EL TRANSCURSO DE LA INVESTIGACIÓN DEL HOMICIDIO LICALZI SE HAN PRODUCIDO NUEVOS E INESPERADOS ACONTECIMIENTOS, EL DOCTOR SALVO MONTALBANO, DE LA COMISARÍA DE VIGÀTA, SE ENCARGARÁ DE LLEVAR ADELANTE LA INVESTIGACIÓN. FIRMADO: Bonetti-Alderighi, JEFE DE POLICÍA DE MONTELUSA».

¡Hemos ganado, Salvo!

Dio las gracias a su amigo y colgó el teléfono. No estaba satisfecho, la tensión había desaparecido, por supuesto, había obtenido la respuesta que esperaba, pero experimentaba una especie de malestar, una sensación de incomodidad. Maldijo sinceramente a Panzacchi no tanto por lo que había hecho, cuanto por haberlo obligado a actuar de una manera que ahora le dolía.

Se abrió la puerta de par en par y entraron todos de golpe.

—Dottore!
—dijo Galluzzo—, me acaba de telefonear mi cuñado desde Televigata. Han recibido un comunicado...

—Lo sé, ya lo conozco.

—Vamos a comprar una botella de espumante y...

Giallombardo no consiguió terminar la frase, pues la mirada de Montalbano lo dejó helado. Se retiraron todos muy despacio, murmurando por lo bajo. ¡Qué carácter tan jodido tenía este comisario!

El juez Tommaseo no tenía el valor de mirar a la cara a Montalbano y fingía estudiar unos importantes documentos, inclinado sobre su escritorio. El comisario pensó que, en aquel momento, el juez habría deseado tener una espesa barba que le cubriera todo el rostro hasta conferirle el aspecto de un abominable hombre de las nieves, sólo que su tonelaje no era el del yeti.

—Usted tiene que comprender, comisario. Por lo que respecta a la retirada de la acusación de tenencia de armas de guerra, no hay problema, he convocado al abogado del ingeniero Di Blasi. Pero no puedo retirar con análoga facilidad la de complicidad. Hasta que no se demuestre lo contrario, Maurizio Di Blasi es reo confeso del homicidio de Michela Licalzi. Mis prerrogativas no me permiten en modo alguno...

—Buenos días —dijo Montalbano, levantándose y abandonando la habitación.

El juez Tommaseo lo siguió hasta el pasillo.

—¡Espere, comisario! Quisiera aclararle...

—No hay absolutamente nada que aclarar, señor juez. ¿Ha hablado con el jefe de policía?

—Sí, largo rato, nos hemos visto esta mañana a las ocho.

—En tal caso, conoce sin duda ciertos detalles para usted secundarios. Por ejemplo, que la investigación del homicidio Licalzi se llevó a cabo de una forma extremadamente chapucera, que el joven Di Blasi era inocente en un noventa y nueve por ciento, que lo mataron como a un cerdo por equivocación, que Panzacchi lo tapó todo. No hay ninguna salida: usted no puede exonerar al ingeniero de la acusación de tenencia de armas y, al mismo tiempo, no proceder contra Panzacchi que es quien colocó dichas armas en su casa.

—Estoy estudiando la situación del doctor Panzacchi.

—Muy bien, entonces, estúdiela. Pero eligiendo la balanza apropiada de entre las muchas que hay en su despacho.

Tommaseo estaba a punto de replicar, pero lo pensó mejor y no dijo nada.

—Tengo una curiosidad —agregó Montalbano—. ¿Por qué razón el cadáver de la señora Licalzi todavía no ha sido entregado al marido?

La turbación del juez se acentuó y lo indujo a cerrar el puño izquierdo y a introducir en él el índice de la mano derecha.

—Bueno, eso fue... sí, fue una idea del doctor Panzacchi. Me hizo observar que la opinión pública... En resumidas cuentas, primero el hallazgo del cadáver, después la muerte de Di Blasi, a continuación el funeral de la señora Licalzi y el del joven Maurizio... ¿Comprende usted?

—No.

—Era mejor escalonarlo en el tiempo... No someter a presión a la gente, acumulando...

El juez aún no había terminado de hablar, pero el comisario ya había llegado al final del pasillo.

Ya eran las dos cuando abandonó el Palacio de Justicia de Montelusa. En lugar de regresar a Vigàta, tomó la Enna-Palermo, Galluzzo le había explicado muy bien dónde estaban tanto la estación de servicio como el bar-restaurante, los dos lugares donde había sido vista Michela Licalzi. La estación de servicio, situada a unos tres kilómetros de Montelusa, estaba cerrada. El comisario lanzó una maldición, recorrió otros dos kilómetros y vio a su izquierda un letrero que decía BAR-TRATTORIA DEL CAMIONERO. El tráfico era muy intenso y el comisario esperó pacientemente a que alguien decidiera dejar que se adelantara, pero al ver que no había manera, les cortó el camino a todos en medio de un estruendo de frenadas, bocinazos, maldiciones e insultos, y se detuvo en el estacionamiento del bar. Había mucha gente. Se acercó al cajero.

—Quisiera hablar con el señor Gerlando Agro.

—Soy yo. ¿Y usted quién es?

—Soy el comisario Montalbano. Usted telefoneó a Televigata para decir que...

—¡Mierda puta! ¿Y tiene que venir precisamente ahora? ¿No ve el trabajo que tengo en este momento?

A Montalbano se le ocurrió una idea que así de pronto le pareció genial.

—¿Qué tal se come aquí?

—Los que están sentados son todos camioneros. ¿Ha visto usted alguna vez a un camionero errar el blanco?

Al finalizar la comida (la idea no había sido genial sino simplemente buena, la cocina no rebasaba el nivel de una férrea normalidad, sin el menor rasgo de fantasía), y después del café y el anisado, el cajero se hizo sustituir por un muchacho y se acercó a la mesa.

—Ahora ya podemos. ¿Me siento?

—Por supuesto.

Inmediatamente, Gerlando Agro cambió de parecer.

—Quizá sería mejor que me acompañara.

Abandonaron el local.

—Verá. El miércoles más o menos a las once y media de la noche, yo había salido aquí afuera a fumarme un cigarrillo. Vi acercarse el Twingo procedente de la Enna-Palermo.

—¿Está seguro?

—Pongo las manos en el fuego. El coche se detuvo justo delante de mí y bajó la señora que iba al volante.

—¿Puede poner las manos en el fuego acerca de que era la que vio en la televisión?

—Comisario, con una mujer como aquélla, pobrecita, uno no se equivoca.

—Siga.

—En cambio, el hombre se quedó en el coche.

—¿Y cómo vio que se trataba de un hombre?

—Lo iluminaban los faros de un camión. Me extrañó un poco porque, en general, es el hombre el que baja y la mujer se queda en el coche. Sea como fuere, la mujer pidió que le prepararan dos sándwiches de salchichón y compró también una botella de agua mineral. En la caja estaba mi hijo Tanino, el mismo que está ahora. La señora pagó y bajó estos tres escalones que ve usted aquí. Pero al llegar al último, tropezó y cayó. Los sándwiches se le escaparon volando de la mano. Yo bajé los escalones para ayudarla y me encontré cara a cara con el señor, que también había bajado del coche. «No es nada, no es nada», dijo la señora. Él regresó al coche, ella pidió que le prepararan otros dos sándwiches, pagó y se alejaron en dirección a Montelusa.

—Usted ha sido muy claro, señor Agro. Por consiguiente, está en condiciones de asegurar que el hombre que vio en la televisión no era el mismo que iba con la señora en el coche.

—Absolutamente. ¡Son dos personas distintas!

—¿Dónde guardaba el dinero la señora, en una cartera?

—No, señor comisario. Nada de cartera. Sostenía un bolso en la mano.

Tras la tensión de la mañana y la comida en la trattoria, se sintió cansado. Decidió irse a echar una siestecita de una hora a Marinella. Pero, pasado el puente, no pudo resistir la tentación. Se detuvo, bajó y tocó el timbre del portero eléctrico. No contestó nadie. Seguramente Anna había ido a ver a la señora Di Blasi. Quizá fuera mejor así.

Llamó desde su casa a la comisaría.

—A las cinco quiero el vehículo de servicio con Galluzzo.

Marcó el número de Livia, el teléfono sonó sin que nadie contestara. Marcó el número de su amiga de Génova.

—Soy Montalbano. Oye, estoy empezando a preocuparme en serio, hace días que Livia...

—No te preocupes. Hace poco me llamó para decirme que está bien.

—¿Pero se puede saber dónde está?

—No lo sé. Sólo sé que ha llamado al departamento de personal para pedir otro día de vacaciones. Colgó e inmediatamente sonó el teléfono.

—¿Comisario Montalbano?

—Sí, ¿quién habla?

—Guttadauro. Me quito el sombrero, comisario.

Montalbano colgó, se quitó la ropa, se dio una ducha y, desnudo como estaba, se tumbó en la cama. Se quedó dormido de golpe.

Riiing, riiing, sonaba como desde muy lejos en su cerebro. Comprendió que era el timbre de la puerta. Se levantó con gran esfuerzo y fue a abrir. Al verlo desnudo, Galluzzo dio un paso atrás.

—¿Qué ocurre, Gallù? ¿Tienes miedo de que te arrastre dentro y te haga cosas pecaminosas?

—Comisario, hace media hora que estoy tocando el timbre. Estaba a punto de echar abajo la puerta.

—Así me habrías pagado otra nueva. Voy volando.

El encargado de la estación de servicio era un tridentino de cabello ensortijado, brillantes ojos negros y cuerpo sólido y ágil. Llevaba un overol de trabajo, pero el comisario se lo imaginó sin ninguna dificultad como bañero de la playa de Rímini, cosechando alemanas.

—Usted dice que la señora procedía de Montelusa y que eran las ocho.

—Tan seguro como la muerte. Verá, yo estaba cerrando porque había terminado el turno. Ella bajó la luneta de la ventanilla y me preguntó si le podía llenar el tanque.

»—Por usted, abro toda la noche si me lo pide, le contesté.

»Ella bajó del coche. ¡Virgen santa, qué hermosa era!

—¿Recuerda cómo iba vestida?

—Toda con ropa de jeans.

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