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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

La voz del violín (19 page)

—Descansa. Échate un momento. Lo demás me lo contarás después —dijo Montalbano, que no podía soportar el dolor de Livia y a duras penas conseguía reprimir el impulso de abrazarla, sabiendo que habría sido un gesto en vano.

—Tengo que irme —dijo Livia—. El avión sale de Palermo a las dos de la tarde.

—Te acompaño.

—No, ya me he puesto de acuerdo con Mimì. Dentro de una hora pasará a recogerme.

«En cuanto Mimì se presente en el despacho», pensó el comisario, «le pongo el culo como un tomate.»

—Él me convenció de que viniera a verte, yo quería irme ayer.

¿Ahora resultaría que, encima, tendría que darle las gracias a Mimì?

—¿No querías verme?

—Trata de comprender, Salvo. Necesito estar sola, ordenar las ideas, llegar a ciertas conclusiones. Para mí ha sido tremendo.

El comisario sintió curiosidad por saber.

—Entonces, dime qué ocurrió después.

—En cuanto lo vi entrar en la habitación, me acerqué instintivamente a él. Se asustó.

Montalbano se imaginó la escena que él mismo había vivido unos días atrás.

—Me miró directamente a los ojos y me dijo:

»—Yo te quiero mucho, pero no quiero dejar esta casa ni a mis hermanos.

»Me quedé inmóvil, como petrificada. Él añadió:

»—Si me llevas contigo, me escaparé y no volverás a verme.

»Después salió de la casa gritando: “Estoy aquí, estoy aquí”.

»Experimenté una sensación de vértigo y, de pronto, me vi tumbada en una cama con Franca a mi lado. ¡Dios mío, qué crueles saben ser a veces los niños!

«Y lo que nosotros le queríamos hacer a él, ¿no te parece una crueldad?», se preguntó Montalbano.

—Me sentía muy débil, traté de levantarme, pero me volví a desmayar. Franca no quiso que me fuera, avisó a un médico y no se apartó de mi lado. He dormido en su casa. ¡Es un decir! Me he pasado toda la noche sentada en una silla junto a la ventana. Por la mañana ha llegado Mimì. Lo había llamado su hermana. Mimì ha sido más que un hermano. Se las arregló para que yo no volviera a ver a François, me acompañó afuera y me hizo recorrer media Sicilia. Después me ha convencido de que viniera aquí, aunque sólo fuera por una hora.

»—Ustedes dos tienen que hablar y darse explicaciones, me dijo.

»Anoche llegamos a Montelusa y me acompañó al hotel Della Valle. Esta mañana fue a recogerme para acompañarme aquí. Mi valija está en su coche.

—No creo que haya mucho que explicar —dijo Montalbano.

La explicación sólo habría sido posible si Livia, tras haber reconocido que se había equivocado, hubiera tenido una palabra, sólo una, de comprensión hacia sus sentimientos. ¿O acaso creía que él, Salvo, no había sentido nada al ver que había perdido a François para siempre? Livia no dejaba ninguna puerta abierta, estaba encerrada en su dolor, sólo veía su egoísta desesperación. ¿Y él? Hasta que no se demostrara lo contrario, ¿acaso no formaban una pareja fundada en el amor e incluso en el sexo, pero sobre todo en una relación de comprensión recíproca que a veces había rozado los límites de la complicidad? Una palabra de más en aquellos momentos habría podido provocar una ruptura irremediable. Montalbano se tragó el resentimiento.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó.

—¿En... lo del niño?

Ya no conseguía pronunciar el nombre de François.

—Sí.

—No me opondré.

Se levantó de golpe, echó a correr hacia el mar, gimiendo muy quedo como un animal herido de muerte. Después ya no pudo más y se desplomó boca abajo sobre la arena. Montalbano la tomó en brazos, la llevó a la casa, la tendió en la cama y, con una toalla húmeda, le limpió suavemente la arena del rostro.

Cuando oyó la bocina de Mimì Augello, ayudó a Livia a levantarse y le alisó el vestido. Ella se lo permitió, manteniendo una actitud totalmente pasiva. La rodeó por la cintura y la acompañó fuera. Mimì no bajó del coche, sabía que no era prudente acercarse demasiado a su jefe, habría podido morderlo. Mantenía los ojos fijos hacia adelante para no cruzarlos con los del comisario. Un momento antes de subir al vehículo, Livia volvió ligeramente la cabeza y besó a Montalbano en la mejilla. El comisario entró en la casa, se dirigió al cuarto de baño y, vestido tal como estaba, se metió bajo la ducha y abrió el grifo al máximo. Después se tragó dos pastillas de un somnífero que no tomaba jamás, las regó con un vaso de whisky y se arrojó sobre la cama, a la espera del mazazo que lo iba a dejar inevitablemente fuera de combate.

Se despertó a las cinco de la tarde, le dolía un poco la cabeza y experimentaba una sensación de náusea.

—¿Está Augello? —preguntó al entrar en la comisaría.

Mimì entró en el despacho de Montalbano y cerró prudentemente la puerta a su espalda. Su aspecto era de resignación.

—Pero si vas a ponerte a gritar tal como tienes por costumbre —dijo—, quizá será mejor que salgamos del despacho.

El comisario se levantó de su sillón, se acercó a él hasta encontrarse cara a cara y le rodeó el cuello con su brazo.

—Eres un verdadero amigo, Mimì. Pero te aconsejo que salgas de inmediato de esta oficina. Si lo pienso un poco, soy capaz de empezar a los puntapiés contigo.

—Dottore?
Llama la señora Clementina Vasile Cozzo. ¿Se la paso?

—¿Quién eres tú?

Era imposible que fuera Catarella.

—¿Cómo que quién soy? Yo.

—Y tú, ¿cómo carajo te llamas?

—¡Soy Catarella,
dottori!
¡Yo personalmente en persona!

¡Menos mal! La fulmínea búsqueda de identidad había resucitado al antiguo Catarella, no a aquel que la computadora estaba inexorablemente transformando.

—¡Comisario! ¿Qué ha ocurrido? ¿Estamos enojados?

—Puede creerme, señora, he tenido unos días...

—Perdonado, perdonado. ¿Podría pasar por mi casa? Tengo algo que enseñarle.

—¿Ahora?

—Ahora.

La señora Clementina lo hizo pasar al comedor y apagó el televisor.

—Eche un vistazo a eso. Es el programa del concierto de mañana que el maestro Cataldo Barbera me ha hecho llegar hace poco.

Montalbano tomó la hoja arrancada de un cuaderno cuadriculado que la señora le ofrecía. ¿Para eso lo había llamado con tanto apremio?

El texto escrito a lápiz decía: «Viernes, 09:30. Concierto en memoria de Michela Licalzi».

Montalbano experimentó un sobresalto.

—Por eso le he pedido que viniera —dijo la señora Vasile Cozzo, leyéndole la pregunta en los ojos.

El comisario volvió a estudiar la hoja.

«Programa: G. Tartini, Variaciones sobre un tema de Corelli; J. S. Bach, Largo; G. B. Viotti, del Concierto 24 en mi menor.»

Le devolvió la hoja a la señora.

—Usted, señora, ¿sabía que ambos se conocían?

—Jamás lo supe. Y me pregunto cómo debieron de hacerlo, puesto que el maestro no sale nunca de casa. En cuanto leí la hojita, pensé que podría interesarle.

—Iré ahora mismo al piso de arriba y hablaré con él.

—Perderá el tiempo, no querrá recibirlo. Son las seis y media, a esta hora ya está en la cama.

—¿Qué hace, mira la televisión?

—No tiene televisor y no lee los diarios. Se duerme y se despierta hacia las dos de la madrugada. Yo le pregunté a la mucama si sabía por qué razón el maestro seguía unos horarios tan raros. Me contestó que no lo entendía. Pero yo, a fuerza de pensarlo, he llegado a una explicación verosímil.

—¿Cuál?

—Creo que, obrando de esta manera, el maestro borra un período de tiempo concreto, anula y se salta las horas en las que solía dar conciertos. Si se las pasa durmiendo, no las recuerda.

—Comprendo. Pero yo no puedo dejar de hablar con él acerca de esta cuestión.

—lnténtelo mañana por la mañana, después del concierto.

Se oyó un portazo en el piso de arriba.

—¿Lo ve? —dijo la señora Vasile Cozzo—, es la mucama que se va a casa.

El comisario hizo ademán de dirigirse a la puerta.

—Tenga en cuenta, comisario, que, más que una mucama, es una especie de ama de llaves —le advirtió la señora Clementina.

Montalbano abrió la puerta. Una mujer de sesenta y tantos años, vestida con mucha seriedad, que estaba bajando los últimos peldaños del tramo de escalera lo saludó con una inclinación de la cabeza.

—Señora, soy el comisario...

—Lo conozco.

—Usted se va a su casa y no quiero hacerle perder el tiempo. ¿El maestro y la señora Licalzi se conocían?

—Sí. Desde hacía unos dos meses. La señora quiso presentarse por su cuenta al maestro, el cual se alegró muchísimo, pues le gustan las mujeres bonitas. Se pusieron a conversar animadamente, yo les serví café, se lo tomaron y después se encerraron en el estudio del que no sale ningún ruido.

—¿Está insonorizado?

—Sí, señor. De esta manera, no molesta a los vecinos.

—¿La señora regresó otras veces?

—No estando yo.

—¿Y usted cuándo está?

—¿No lo ve? Me voy por la tarde.

—Tengo una curiosidad. Si el maestro no tiene televisor y no lee los diarios, ¿cómo se enteró del homicidio?

—Se lo he dicho yo por casualidad esta tarde. En la calle he visto el anuncio de la ceremonia de mañana.

—Y el maestro, ¿cómo ha reaccionado?

—Muy mal. Me ha pedido las píldoras para el corazón y se ha puesto muy pálido. ¡El susto que me he llevado! ¿Alguna otra cosa?

Dieciséis

Aquella mañana el comisario se presentó en su despacho vestido con traje gris, camisa azul claro, corbata de color apagado y zapatos negros.

—Pareces un figurín —le dijo Mimì Augello.

No podía decirle que se había vestido de aquella manera porque tenía que asistir a un concierto de violín a las nueve y media. Mimì lo habría tomado por loco y con razón, pues el asunto era un poco de manicomio.

—Es que tengo que asistir al funeral, ¿sabes? —dijo en un susurro.

Estaba sonando el teléfono cuando entró en su despacho.

—¿Salvo? Soy Anna. Hace poco me llamó Guido Serravalle.

—¿Desde Bolonia?

—No, desde Montelusa. Me dijo que Michela le había dado mi número hace tiempo. Estaba al corriente de nuestra amistad. Ha venido para asistir al funeral y se aloja en el Della Valle. Me ha preguntado si después podremos ir a almorzar juntos, se va por la tarde. ¿Qué hago?

—¿En qué sentido?

—No lo sé, pero intuyo que me sentiré incómoda.

—¿Por qué?

—¿Comisario? Soy Emanuele Licalzi. ¿Usted asistirá al funeral?

—Sí. ¿A qué hora es?

—A las once. A continuación, el coche fúnebre saldrá directamente de la iglesia hacia Bolonia. ¿Hay alguna novedad?

—Ninguna de importancia, por ahora. ¿Usted se quedará en Montelusa?

—Hasta mañana por la mañana. Tengo que hablar con una agencia inmobiliaria por la cuestión de la venta del chalé. Por la tarde tendré que ir allí con un representante de la empresa, lo quieren ver. Ah, ayer por la tarde viajé en el mismo avión que Guido Serravalle, ha venido para el funeral.

—Habrá sido una situación embarazosa —dijo el comisario, sin poder evitar que se le escapara el comentario.

—¿Usted cree?

El doctor Emanuele Licalzi había vuelto a bajar la visera.

—Dése prisa, está a punto de empezar —dijo la señora Clementina, acompañándolo a la salita contigua al salón. Se sentaron con semblante compungido. La señora se había vestido de largo para la ocasión. Parecía una dama del pintor ochocentista Boldini, sólo que envejecida. A las nueve y media en punto, el maestro Barbera dio comienzo a su concierto. Y, al cabo de menos de cinco minutos, el comisario empezó a experimentar una extraña sensación que lo turbó. Le pareció que, de repente, el sonido del violín se convertía en una voz de mujer que pedía ser escuchada y comprendida. Lentamente, pero sin la menor vacilación las notas se iban transformando en sílabas, mejor dicho, en fonemas, y, sin embargo, expresaban una especie de lamento, un canto de dolor antiguo que, a ratos, alcanzaba instantes de una ardiente y misteriosa tragedia. Aquella emocionada voz de mujer estaba diciendo que había un terrible secreto que sólo podía ser comprendido por alguien que fuera capaz de entregarse por entero al sonido, a la onda del sonido. Cerró los ojos, profundamente conmovido y turbado, aunque en su fuero interno experimentó también una sensación de extrañeza: ¿cómo era posible que aquel violín hubiera cambiado tanto de timbre desde la última vez que él lo había escuchado? Sin abrir los ojos, se dejó guiar por la voz. Y se vio a sí mismo entrando en el chalé, cruzando el salón, abriendo la vitrina y tomando el estuche del violín... ¡Eso era lo que lo atormentaba, el detalle que no encajaba con el conjunto! La intensa luz que estalló en el interior de su cabeza lo indujo a soltar un gemido.

—¿Usted también se ha emocionado? —preguntó la señora Clementina, enjugándose una lágrima—. Jamás ha tocado así.

El concierto debía de haber terminado justo en aquel momento, pues la señora volvió a enchufar el teléfono previamente desenchufado, marcó el número y aplaudió.

Esta vez el comisario, en lugar de unirse a sus aplausos, tomó el teléfono.

—¿Maestro? Soy el comisario Montalbano. Necesito hablar sin falta con usted.

—Yo también con usted.

Montalbano colgó el aparato, se inclinó impulsivamente, abrazó a la señora Clementina, la besó en la frente y se retiró.

Le abrió la puerta la mucama-ama de llaves.

—¿Quiere un café?

—No, gracias.

Cataldo Barbera se le acercó con la mano tendida. Mientras subía los dos tramos de escalera, Montalbano había estado pensando en la forma en que lo encontraría vestido. Acertó de lleno: el maestro, que era un hombre menudo, de cabello blanco como la nieve y pequeños ojos negros de mirada muy intensa, usaba un frac de corte impecable.

Lo único que desentonaba era una bufanda blanca de seda que le rodeaba la parte inferior del rostro, le ocultaba la nariz, la boca y el mentón y sólo dejaba al descubierto los ojos y la frente. Estaba sujeta con un gran broche de oro.

—Pase, pase —dijo amablemente Barbera, acompañándolo al estudio insonorizado.

Dentro había una vitrina con cinco violines; una complicada instalación estereofónica; una estantería metálica de oficina llena de CD, discos y cintas; una biblioteca, un escritorio y dos butacas. Sobre el escritorio había otro violín, evidentemente el que el maestro acababa de utilizar en su concierto.

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