Las llanuras del tránsito (98 page)

–¿Lo arreglaron sin el consentimiento de Attaroa? –preguntó Jondalar.

–La «indujeron» a aceptar, y la trajeron con el fin de que conociera a Brugar. Como ya he dicho, éste podía ser muy encantador, y estoy segura de que Attaroa le pareció atractiva.

Jondalar dejó entrever que estaba de acuerdo. Había advertido que, en efecto, Attaroa podía ser muy atractiva.

–Creo que ella esperaba con interés la unión –continuó S’Armuna–. Creía que podía ser la oportunidad de un comienzo distinto. Después descubrió que el hombre con quien se había unido era incluso peor que el anterior. Brugar siempre acompañaba sus placeres con golpes, humillaciones y cosas peores. A su modo, él... No me atrevo a decir que la amaba, pero creo que tenía ciertos sentimientos hacia ella. Sólo que Brugar era un individuo tan... retorcido. Sin embargo, ella fue la única que se atrevió a desafiarle, a pesar de todo lo que él le hizo.

S’Armuna hizo una pausa, meneó la cabeza y continuó.

–Brugar era un hombre fuerte, muy fuerte, y le gustaba lastimar a la gente, y sobre todo a las mujeres. Creo sinceramente que le complacía provocar el sufrimiento de las mujeres. Has dicho que los cabezas chatas no permiten que los hombres golpeen a otros hombres, aunque pueden castigar a las mujeres. Tal vez eso tenga cierta relación con nuestro asunto. Pero a Brugar le encantaba el desafío de Attaroa. Era una cabeza más alta que él y es muy vigorosa. A Brugar le complacía el reto de quebrar la resistencia de Attaroa y le encantaba que se enfrentase con él. Eso le servía de excusa para lastimarla, lo cual le producía la sensación de que era un individuo poderoso.

Ayla se estremeció, recordando una situación no muy distinta de aquélla y sintió un impulso de empatía y compasión hacia la jefa del poblado.

–Brugar se pavoneaba frente a los restantes hombres, y ellos le alentaban, o por lo menos, se ponían de su lado –dijo la mujer mayor–. Cuanto más se resistía Attaroa, más se envalentonaba Brugar, hasta que ella, finalmente, se quebraba. Entonces la deseaba. Yo solía preguntarme: si al comienzo ella se hubiera mostrado complaciente, ¿Brugar se habría cansado y habría cesado de castigarla?

Ayla pensó en eso mismo. Broud se cansó de ella cuando dejó de resistirse.

–Pero no sé por qué, lo dudo –continuó diciendo S’Armuna–. Después, cuando ella se quedó embarazada y cesó de oponerse, él no cambió. Attaroa era su compañera, y por lo que a él se refería, la mujer le pertenecía. Podía hacer con ella lo que quisiera.

Ayla pensó: «Nunca fui la compañera de Broud y Brun nunca le permitía castigarme, por lo menos después de la primera vez. Aunque era su derecho, el resto del clan de Brun pensaba que el interés que me demostraba era extraño. Se oponían a su comportamiento».

–¿Brugar no cesó de golpearla, ni siquiera cuando Attaroa quedó embarazada? –preguntó desconcertado Jondalar.

–No, aunque parecía complacido porque ella iba a tener un hijo –dijo la mujer.

Ayla pensó: «Yo también quedé embarazada». Su vida y la de Attaroa presentaban muchas semejanzas.

–Attaroa vino a pedirme que la curase –continuó diciendo S’Armuna, cerrando los ojos y meneando la cabeza, como si intentara rechazar el recuerdo–. Las cosas que él le hacía eran horribles, no puedo revelároslas. Las magulladoras provocadas por los golpes eran lo de menos.

–¿Y por qué ella lo soportaba? –preguntó Jondalar.

–No tenía adónde ir. Carecía de parientes o amigos. La gente del otro campamento le había demostrado que no la quería; y al principio ella era demasiado orgullosa para regresar y explicarles que la unión con el nuevo jefe era un total fracaso. En cierto modo, yo sabía lo que sentía –dijo S’Armuna–. Nadie me castigaba, aunque Brugar lo intentó una vez, pero yo creía que no tenía otro lugar donde ir, a pesar de que cuento con parientes. Yo era La Que Servía a la Madre y no podía reconocer que las cosas se habían agravado tanto. Hubiera parecido que era mi propio fracaso.

Jondalar asintió para demostrar que lo comprendía. También en cierta ocasión había pensado que era un fracaso. Miró a Ayla y sintió que su amor por ella le desconcertaba.

–Attaroa odiaba a Brugar –continuó S’Armuna–, pero es posible también que, de un modo extraño, quizá le haya amado. A veces le provocaba intencionadamente. Yo me preguntaba si procedía así porque cuando el sufrimiento había pasado, él la poseía, y aunque no la amase o siquiera le provocase placer, por lo menos lograba que ella se sintiera deseada. Es posible que ella aprendiera a arrancar una forma perversa de placer de la crueldad de aquel hombre. Ahora no quiere a nadie. Siente placer provocando el sufrimiento de los hombres. Si la observas, puedes detectar su excitación.

–Casi la compadezco –dijo Jondalar.

–Compadécela, si quieres, pero no confíes en ella –dijo la hechicera–. Está loca, dominada por una gran perversidad. ¿Puedes entenderlo? ¿Alguna vez te dominó un odio tan profundo que perdieras la razón?

Los ojos de Jondalar se abrieron enormes y se sintió obligado a asentir. Había experimentado una cólera así. Había golpeado a un hombre hasta que éste quedó inconsciente; ni siquiera así había podido detenerse.

–En el caso de Attaroa es como si constantemente la dominase un odio parecido. No siempre lo demuestra, en realidad es muy buena disimulando; pero sus pensamientos y sus sentimientos están tan impregnados de ese odio perverso que ya no puede pensar o sentir como lo hace la gente común. Ya no es humana –explicó la hechicera.

–¿Es posible que pueda tener un sentimiento humano? –preguntó Jondalar.

–¿Recuerdas el funeral, poco después de tu llegada? –preguntó S’Armuna.

–Sí, tres jóvenes. Dos eran varones, pero no pude averiguar qué era el tercero, aunque todos estaban vestidos del mismo modo. Recuerdo que me pregunté cuál podía ser la causa de aquellas muertes. Eran tan jóvenes...

–Attaroa provocó sus muertes –dijo S’Armuna–. Y ése de quien no estabas seguro, era su propio hijo.

Oyeron un ruido y todos se volvieron al mismo tiempo hacia la entrada de la vivienda de S’Armuna.

Capítulo 31

Una muchacha estaba de pie en el corredor de entrada de la vivienda, y miraba con aire inquieto a las tres personas que estaban dentro. Jondalar advirtió inmediatamente que era muy joven, poco más que una niña. Ayla observó que se encontraba en avanzado estado de gestación.

–¿Qué sucede, Cavoa? –preguntó S’Armuna.

–Epadoa y sus cazadoras acaban de regresar, y Attaroa está gritándoles.

–Gracias por avisarme –dijo la mujer, quien se volvió hacia sus invitados y explicó–: Las paredes de esta vivienda son tan gruesas que es difícil oír nada de lo que sucede fuera. Quizá convenga que vayamos a ver lo que pasa.

Salieron deprisa, pasando al lado de la joven embarazada, quien trató de retroceder para dejarles paso. Ayla le sonrió.

–¿No tendrás que esperar mucho, verdad? –inquirió en s’armunai.

Cavoa sonrió nerviosamente, y bajó los ojos.

Ayla pensó que la joven parecía atemorizada e incómoda, lo cual era extraño en una futura madre; pero por otra parte, se dijo, la mayoría de las mujeres que esperaban su primer hijo se sentían un poco inquietas. Apenas salieron, oyeron la voz de Attaroa.

–... Y ahora me dices que descubristeis dónde acampaban. ¡Perdisteis la oportunidad! No eres una verdadera Loba, ni siquiera eres capaz de seguir un rastro –dijo la jefa, en tono furioso y estridente.

Epadoa estaba de pie, con los labios apretados y una expresión colérica en sus ojos; pero no replicó. Se había reunido una multitud, no muy densa, pero la joven ataviada con pieles de lobo advirtió que la mayoría se había vuelto para mirar en otra dirección. Lanzó una ojeada para ver qué era lo que atraía la atención de la gente, sobresaltándose cuando reconoció a la mujer rubia que se acercaba a ellas seguida, lo que era todavía más sorprendente, por el hombre de elevada estatura. Nunca había conocido a un hombre que regresara después de haber conseguido huir.

–¿Qué están haciendo aquí? –barbotó Epadoa.

–Ya te lo he dicho. Perdiste la oportunidad –se burló Attaroa–. Han vuelto por su propia voluntad.

–¿Por qué no podemos estar aquí? –preguntó Ayla–. ¿No fuimos invitados a un festín?

S’Armuna tradujo.

–El festín aún no está preparado. Será esta noche –replicó Attaroa a los visitantes, en una seca despedida, y acto seguido se dirigió a la jefa de sus Lobas–: Entra, Epadoa, quiero hablar contigo.

Dio la espalda a todos los presentes y entró en su vivienda. Epadoa miró fijamente a Ayla, y en su frente se dibujó una profunda arruga; luego caminó detrás de la jefa.

Una vez hubo desaparecido, Ayla volvió la mirada hacia el campo, un tanto temerosa. Al fin y al cabo, sabía que Epadoa y las cazadoras mataban caballos. Se sintió aliviada cuando vio a Whinney y Corredor al fondo de la pendiente de hierba seca y quebradiza, a cierta distancia. A continuación examinó los bosques y los matorrales de la ladera que comenzaba al terminar el campamento, deseosa de ver a Lobo, pero satisfecha al no poder distinguirlo. Prefería que permaneciera oculto, aunque se esforzó por situarse en un lugar donde él pudiera verla claramente.

Mientras los visitantes regresaban con S’Armuna a la vivienda de la hechicera, Jondalar recordó un comentario que ésta había hecho antes y que había despertado su curiosidad.

–¿Cómo conseguiste que Brugar te dejara en paz? –preguntó–. Dijiste que en cierta ocasión intentó castigarte, como hacía con las restantes mujeres. ¿Cómo lograste impedirlo?

La mujer mayor se detuvo y le miró de hito en hito, y después a la joven que estaba a su lado. Ayla percibió la indecisión de la hechicera y adivinó que estaba juzgándoles, tratando de decidir hasta qué punto podía ser sincera.

–Me toleró porque soy una curandera..., siempre me reconoció como hechicera –dijo S’Armuna–, pero sobre todas las cosas, debió influir el temor que le inspiraba el mundo de los espíritus.

Los comentarios de S’Armuna suscitaron un interrogante en la mente de Ayla.

–Las hechiceras gozan de un respeto muy especial en el clan –dijo–, pero son sólo curanderas. Los mog-ures son los que se comunican con los espíritus.

–Quizá sea así con los espíritus que los cabezas chatas conocen, pero Brugar temía el poder de la Madre. Tal vez porque Ella conocía el daño que él estaba cometiendo y el mal que corrompía su espíritu. Creo que temía su castigo. Cuando le demostré que yo podía utilizar Su poder, cesó de molestarme –explicó S’Armuna.

–¿Puedes usar Su poder? ¿Cómo? –preguntó Jondalar.

S’Armuna deslizó una mano debajo de su camisa y extrajo la figurilla de una mujer, de unos diez centímetros de alto. Ayla y Jondalar habían visto muchos objetos análogos, por lo general tallados en marfil, hueso o madera. Jondalar incluso había admirado unos pocos esculpidos con el mayor esmero en piedra, usando tan sólo herramientas de piedra. Eran representaciones de la Madre, y excepto en el caso del clan, todos los grupos de personas que ellos habían conocido, desde los Cazadores del Mamut en el este al pueblo de Jondalar en el oeste, describían distintas versiones de la Madre.

Algunas figuras eran muy toscas, otras estaban exquisitamente talladas; otras eran simples esbozos, y en ciertos casos se trataba de imágenes perfectamente proporcionadas de mujeres adultas de cuerpo entero, salvo algunos aspectos abstractos. En las tallas se solían destacar los atributos de la maternidad generosa –pecho opulento, estómago abombado, caderas anchas–, mientras que, por el contrario, no se concedía especial importancia a otras características. A menudo, los brazos estaban apenas sugeridos, o bien las piernas terminaban en punta, más que en unos pies, con el fin de que fuera posible mantener la figura erguida en el suelo. Todas ellas carecían invariablemente de rasgos faciales, puesto que no pretendían ser el retrato de una determinada mujer, y desde luego ningún artista podía conocer la cara de la Gran Madre Tierra. A veces el rostro quedaba en blanco o exhibía marcas enigmáticas, y en ocasiones los cabellos mostraban un dibujo muy elaborado que continuaba alrededor de la cabeza y cubría la cara.

El único retrato de un rostro femenino que cualquiera de ellos había visto en su vida era la dulce y tierna talla que Jondalar había realizado de Ayla cuando ambos estaban solos en el valle donde ella vivía, poco después de conocerse. Sin embargo, Jondalar lamentaba a veces su impulsiva indiscreción. Su propósito no había sido crear una figura de la Madre; había trabajado la talla porque estaba enamorado de Ayla y deseaba aprehender su espíritu. Pero después de realizarla, comprendió que esa cara tenía un tremendo poder. Temía que pudiese dañar a Ayla, sobre todo si alguna vez caía en manos de alguien que deseara controlar a la joven. También le daba miedo destruirla, por si, al hacerlo, la perjudicase. Había decidido entregársela a Ayla, para que ella misma la pusiera a buen recaudo. Ayla amaba la estatuilla femenina, con una cara tallada que se asemejaba a la suya, porque Jondalar la había trabajado. Nunca pensaba en su posible poder; sólo decía que era hermosa.

Aunque las figurillas de la Madre a menudo eran consideradas bellas, no representaban jóvenes núbiles, creadas para responder a ciertas normas masculinas de belleza. Eran representaciones simbólicas de la Mujer, de su capacidad para crear y producir vida en su propio cuerpo alimentándola con su generosa plenitud, y por analogía simbolizaban a la Gran Madre Tierra, que creaba y producía toda la vida con Su cuerpo y nutría a todos Sus hijos con Su maravillosa fecundidad. Las estatuillas también eran receptáculos del espíritu de la Gran Madre de Todos, un espíritu que podía revestir infinidad de formas.

Pero aquella figura especial de la Madre era única. S’Armuna entregó el munai a Jondalar.

–Dime de qué está hecho –rogó.

Jondalar dio vueltas a la figurilla entre sus manos, examinándola con gran atención. Tenía los pechos caídos y las caderas anchas, los rasgos estaban sugeridos sólo hasta el cuello, las piernas terminaban en punta y aunque existía un esbozo de cabellera, la cara no presentaba marca alguna. No era muy distinta por el tamaño o la forma de otras figuras que él había visto, pero el material con que estaba hecha era muy extraño. Su color era uniformemente oscuro, con un leve matiz rojizo. Cuando lo intentó, no pudo arañarlo con las uñas. No era madera, ni hueso, ni marfil, ni asta. Era duro como la piedra, pero con una textura suave, sin indicios de marcas de tallado. No correspondía a ninguna de las piedras que él conocía.

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