Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
Ayla sonrió.
–Lo sé –dijo. A medida que pasaba el tiempo, ella comprendía cada vez mejor que a él no le agradaba revelar la faceta profundamente sensible de su carácter, y la complacía que se manifestara ante ella tan espontáneo, en palabras y en actos–. Me alegro de que no supieras que ella estaba allí, tanto por mí como por ella.
–¿Por qué por ella? –preguntó Jondalar.
–Creo que eso es lo que la convenció de que debía aceptar la ceremonia de la feminidad. Ella ha estado rodeada de hombres y mujeres que compartían los placeres con tanta frecuencia que ya no pensaba en ese asunto hasta que esos hombres la forzaron. Después, ya no pudo pensar más que en el dolor y el horror de que la usaran como una cosa, sin consideración para su condición de mujer. Es difícil explicarlo, Jondalar. Una experiencia de esa clase consigue que te sientas... terrible.
–Estoy seguro de que así es, creo que el asunto tuvo otras consecuencias –dijo el hombre–. Después de que una joven pasó por su primer período lunar, pero antes de realizar sus Primeros Ritos, es más vulnerable... y más deseable. Todos los hombres se sienten atraídos por ella, quizá porque no se permite tocarla. En otra ocasión cualquiera, una mujer está en libertad de elegir a un hombre o de rechazarlos a todos, pero en ese momento es peligroso para ella.
–Del mismo modo que se suponía que Latie ni siquiera debía mirar a sus hermanos –dijo Ayla–. Mamut lo explicó.
–Quizá no sea exactamente la misma situación –dijo Jondalar–. En este estado, corresponde a la niña-mujer mostrarse circunspecta, y eso no siempre es fácil. Es el centro de atención; todos los hombres la desean, sobre todo los más jóvenes, y a veces puede ser difícil resistir. La siguen, ensayando todos los recursos conocidos para conseguir que ceda ante ellos. Algunas muchachas ceden, sobre todo las que tuvieron que esperar mucho antes de la Reunión de Verano. Pero si ella permite que la abran sin los ritos apropiados, bien..., no merece buena opinión. Si la descubren, y a veces la Madre la bendice antes de que sea mujer, todos se enteran de que fue abierta... La gente puede ser cruel. Le echan la culpa y se burlan de ella.
–Pero ¿por qué han de culparla? Deberían culpar a los hombres que no la dejaron en paz –indicó Ayla, irritada ante la injusticia.
–La gente dice que si ella no puede moderarse, carece de las cualidades que son necesarias para asumir las responsabilidades de la Maternidad y el Liderazgo. Nunca se la elegirá para ocupar un lugar en el Consejo de Madres, o de Hermanas, o cualquiera sea el nombre con que la gente designa a ese grupo de la más elevada autoridad, y, por tanto, ella se rebaja y se convierte en una persona menos deseable como compañera. No se trata de que pierda la jerarquía de su madre o de su hogar, no pueden quitarle aquello con lo cual nace, pero sí de que jamás será elegida por un hombre de elevado rango, ni siquiera por alguien que puede alcanzar esa categoría. Creo que Madenia temía esto tanto o más que otras cosas –dijo Jondalar.
–No me extraña que Verdegia dijera que la habían aniquilado. –Ayla acentuó más el ceño, preocupada–. Jondalar, ¿su pueblo aceptará el rito purificador de Losaduna? Sabes que una vez que fue abierta, en realidad nunca puede retornar a lo que era.
–Creo que sí. No es que no diera muestras de moderación. La forzaron, y la gente está tan irritada contra Charoli como para cargarle a él la culpa. Tal vez algunos continúen adoptando una actitud reservada, pero también tendrá de su lado a muchos defensores.
Ayla guardó silencio un rato.
–La gente es complicada, ¿verdad? A veces me pregunto si nada es realmente lo que parece.
–Laduni, creo que las cosas andarán bien –dijo Jondalar–. ¡Sí, creo que todo saldrá bien! Vamos a repasar de nuevo este asunto. Utilizaremos el bote redondo para transportar pasto seco y un número suficiente de piedras de quemar con el fin de derretir el hielo y obtener agua, más algunas piedras suplementarias sobre las cuales encenderemos el fuego, así como el grueso cuero de mamut para depositar encima las piedras, que de esa forma no se hundirán en el hielo cuando se caliente. Podemos llevar alimento para nosotros y probablemente para Lobo en canastos cerrados y en los macutos que cargamos a la espalda.
–Será una carga pesada –dijo Laduni–, pero no tendréis que hervir el agua, lo que os permitirá ahorrar las piedras de quemar. Tendréis que derretir tan sólo lo necesario para dar de beber a los caballos y para beber vosotros y también el lobo. No necesitaréis calentar el agua, sólo asegurarse de que no está helada. Y tratad de beber lo suficiente; no intentéis ahorrar líquido. Si lleváis ropas abrigadas, descansáis lo suficiente y bebéis bastante agua, podréis resistir el frío.
–Creo que deberíais probar antes, para saber cuánto necesitaréis –dijo Laronia.
Ayla observó que la sugerencia provenía de la compañera de Laduni.
–Es una buena idea –admitió.
–Pero Laduni tiene razón, será una carga pesada –agregó Laronia.
–Tendremos que revisar nuestras cosas y dejar todo lo que podamos –afirmó Jondalar–. No necesitaremos mucho. Tan pronto crucemos, estaremos cerca del campamento de Dalanar.
Ya se habían limitado a lo más indispensable. «¿Cuánto más podían dejar allí?», pensó Ayla mientras se disolvía la reunión. Madenia se acercó a ella cuando retornaba al lugar en que dormía. La niña-mujer no sólo sentía un intenso afecto por Jondalar, sino que, hasta cierto punto, también tendía a idolatrar a Ayla, lo cual hacía que ésta se sintiera un tanto incómoda. Pero Madenia le agradaba y ahora preguntó a la jovencita si deseaba acompañarla mientras ordenaba sus cosas.
Mientras Ayla comenzaba a sacar y distribuir sus pertenencias, trató de recordar cuántas veces había hecho lo mismo durante este viaje. Sería difícil elegir. Todo tenía algún significado para ella, pero si querían cruzar ese formidable glaciar que tanto había inquietado a Jondalar desde el comienzo, y hacerlo con Whinney, Corredor y Lobo, tenía que eliminar todo lo posible. El primer paquete que abrió contenía el hermoso conjunto de suave cuero de gamuza que le había regalado Roshario. Lo cogió y después lo desplegó frente a ella.
–¡Aaah! ¡Qué hermoso! Los dibujos cosidos y el corte. Nunca he visto nada semejante –dijo Madenia, incapaz de resistir la tentación de extender la mano y tocarlo–. ¡Y qué suave! Nunca he tocado nada tan delicado.
–Me lo regaló una mujer de los sharamudoi, un pueblo que vive muy lejos de aquí, cerca de la desembocadura del Río de la Gran Madre, el lugar donde es realmente un gran río. Ni siquiera puedes imaginar cuán importante llega a ser el Río de la Madre. En realidad, los sharamudoi son dos pueblos. Los shamudoi viven en tierra y cazan la gamuza. ¿Conoces ese animal? –preguntó Ayla. Madenia meneó la cabeza–. Es un animal montañés, parecido a un íbice, pero más pequeño.
–Sí, conozco algo así, pero aquí le damos un nombre distinto –dijo Madenia.
–Los ramudoi constituyen el Pueblo del Río y cazan el gran esturión... Es un pez enorme. Ambos tienen un modo especial de curtir el cuero de la gamuza para obtener algo tan suave y flexible como esto.
Ayla cogió la túnica bordada y recordó a los sharamudoi a quienes había conocido. Parecía haber pasado mucho tiempo. Podría haber vivido con ellos; aún sentía lo mismo que entonces y sabía que jamás volvería a verlos. Se resistía a la idea de dejar allí el regalo de Roshario. Y entonces vio los ojos brillantes de Madenia, que admiraba la prenda, y tomó una decisión.
–Madenia, ¿te gustaría quedarte con ella?
Madenia apartó bruscamente las manos, como si hubiese tocado algo caliente.
–¡No puedo! A ti te lo regalaron.
–Tenemos que aligerar nuestra carga. Creo que Roshario se sentiría complacida si lo aceptaras, puesto que tanto te atrae. Está destinado a ser un conjunto matrimonial, pero yo ya tengo uno.
–¿Estás segura? –dijo Madenia.
Ayla vio que los ojos de la jovencita relucían, incrédulos ante la idea de poseer un conjunto tan bello y exótico.
–Sí, estoy segura. Puedes recibirlo como tu conjunto matrimonial, si lo consideras adecuado. Piensa que es un regalo que te hago porque deseo que me recuerdes.
–No necesito un regalo para recordarte –dijo Madenia con los ojos brillantes de lágrimas–. Jamás te olvidaré. Gracias a ti quizá un día yo tenga mi Ceremonia Matrimonial, y en esa ocasión usaré esta prenda.
No podía esperar el momento de mostrar el conjunto a su madre y a todos sus amigos y a las personas de la misma edad en la Reunión de Verano.
A Ayla la reconfortó su decisión de regalar el conjunto a Madenia.
–¿Te agradaría ver mi conjunto matrimonial?
–Oh, sí –dijo Madenia.
Ayla desenvolvió la túnica que Nezzie le había confeccionado cuando la joven proyectaba unirse con Ranec. El color era amarillo ocre, el mismo de los cabellos de la joven. En su interior podría verse la talla de un caballo, y dos trozos casi perfectamente armónicos de ámbar color miel. Madenia no podía creer que Ayla tuviese dos conjuntos de tan exótica belleza y, sin embargo, tan distintos uno del otro; pero temía decir demasiado, por miedo a que Ayla se sintiese obligada a regalarle también el segundo conjunto.
Ayla examinó la prenda, tratando de decidir qué haría con ella. Después meneó la cabeza. No, no podía separarse de ella, era su túnica matrimonial. La usaría cuando se uniese con Jondalar. En cierto modo, en aquel conjunto había una parte de Ranec. Levantó el caballito tallado en marfil de mamut y lo acarició distraídamente. También lo conservaría. Pensó en Ranec, y se preguntó cómo estaría. Nunca nadie la había amado más y ella jamás lo olvidaría. Podría haberse unido con él y haber sido feliz si no hubiese amado tanto a Jondalar.
Madenia había tratado de moderar su curiosidad, pero, finalmente, no pudo evitar la pregunta.
–¿Qué son esas piedras?
–Se las llama ámbar. Me las regaló la jefa del Campamento del León.
–¿Eso es una talla de tu caballo?
Ayla la miró sonriente.
–Sí, es una talla de Whinney. La realizó para mí un hombre de ojos alegres y la piel de color del pelaje de Corredor. Incluso Jondalar ha dicho que nunca conoció mejor tallista.
–¿Un hombre de piel oscura? –preguntó incrédula Madenia.
Ayla sonrió divertida. No podía criticar a Madenia que dudase.
–Sí, era un mamutoi y se llamaba Ranec. La primera vez que lo vi, no pude apartar los ojos de él. Me temo que me mostré muy descortés. Me dijeron que su madre era oscura como..., como un pedazo de esa piedra de quemar. Vivía muy al sur, después de un gran mar. Un mamutoi llamado Wymez realizó un gran viaje. Se unió con ella y en su hogar nació el hijo. Ella murió en el camino de regreso, de modo que él volvió solo con el niño. La hermana de ese hombre le crio.
Madenia tuvo un leve estremecimiento de excitación. Creía que al sur estaban únicamente las montañas, y que éstas se prolongaban indefinidamente. Ayla había viajado muy lejos y sabía mucho. Quizá un día ella haría un viaje, como Ayla, y conocería a un hombre de piel oscura que tallaría para ella un hermoso caballo y a personas que le regalarían bellas prendas; se encontraría con caballos que le permitirían montar y con un lobo que amaría a los niños y con un hombre como Jondalar que montaría en los caballos y la acompañaría en ese largo viaje. Madenia estaba absorta en su soñar despierta imaginando grandes aventuras.
Nunca había conocido a nadie como Ayla. Idolatraba a la bella mujer que tenía una vida tan sugestiva y abrigaba la esperanza de llegar a ser como ella. Ayla hablaba con un acento extraño, pero eso, a lo sumo, reforzaba su misterio; ¿acaso no había soportado también ella el ataque violento de un hombre cuando todavía era una niña? Ayla había superado el trance, pero comprendía los sentimientos de otra persona. En la calidez, el amor y la comprensión de la gente que la rodeaba, Madenia comenzaba a recuperarse del horror del incidente. Comenzó a imaginarse a sí misma, madura y sabia, explicando a otra joven, que había soportado una agresión similar, cómo había sido su experiencia y ayudándola a superar el trance.
Mientras Madenia soñaba despierta, vio cómo Ayla recogía un paquete bien envuelto. Lo sostuvo en la mano, pero no lo abrió; sabía exactamente qué había en su interior y no quería dejarlo allí.
–¿Qué es eso? –preguntó la joven, cuando Ayla lo apartó a un lado.
Ayla lo tomó de nuevo; tampoco ella lo había visto desde hacía algún tiempo. Miró alrededor para asegurarse de que Jondalar no estaba cerca y después desató los nudos. Dentro había una túnica blanquísima adornada con colas de armiño. Madenia miró con ojos grandes y redondos.
–¡Esto es blanco como la nieve! Nunca he visto un cuero teñido así de blanco –dijo.
–La fabricación de cuero blanco es un secreto del Hogar de la Cigüeña. Me enseñó a fabricarlo una anciana, que lo aprendió de su madre –explicó Ayla–. No tenía a quién transmitir ese saber, y por eso, cuando le pedí que me enseñara, aceptó.
–¿Tú has confeccionado eso? –preguntó Madenia.
–Sí, para Jondalar, pero él no lo sabe. Se lo regalaré cuando lleguemos a su hogar; espero que para nuestra Ceremonia Matrimonial –dijo Ayla.
Cuando lo levantó un poco más, de él cayó otro envoltorio. Madenia alcanzó a ver que era una túnica de hombre. Excepto las colas de armiño, no llevaba adornos, ni dibujos, ni diseños bordados, ni conchas, ni cuentas; la verdad era que no los necesitaba. Los adornos distraerían la atención. En su sencillez, la blancura absoluta del color era el principal motivo de asombro.
Ayla abrió el paquete más pequeño. Dentro estaba la extraña figura de una mujer con la cara tallada. Si la joven no hubiese acabado de ver una maravilla tras otra, podría haberse atemorizado; los dunai nunca tenían caras. Pero, por alguna razón, era justo que la representación de Ayla la tuviese.
–Jondalar hizo esto para mí –dijo Ayla–. Me dijo que su intención había sido apresar mi espíritu y que estaba destinada a mi ceremonia de la feminidad, la primera vez que él me enseñó el don del Placer de la Madre. No había nadie más que participara de aquello, pero no lo necesitábamos. Jondalar lo convirtió en una ceremonia. Después me entregó esto, diciéndome que lo conservase porque posee mucho poder, según él.
–Lo creo –dijo Madenia. No sentía deseo de tocarlo, pero no dudaba de que Ayla podía controlar el poder encerrado en la figura.