Las llanuras del tránsito (125 page)

Ayla percibió la inquietud de Madenia y volvió a guardar la figura. La deslizó bajo la túnica blanca cuidadosamente plegada, y envolvió ésta en los finos cueros de conejo, cosidos unos con otros para protegerla, y después ató todo con las cuerdas.

Otro envoltorio guardaba algunos de los regalos que había recibido en su ceremonia de adopción, cuando la habían aceptado en el pueblo de los mamutoi. Debía conservarlos. Por supuesto, llevaría consigo su saquito de medicinas y también las piedras del fuego y los útiles para encenderlo, los instrumentos de costura, una muda de ropa interior, forros de fieltro para las botas, las mantas para dormir y las armas para cazar. Examinó sus cuencos y los implementos de cocina, y eliminó todo lo que no fuera absolutamente esencial. Tendría que esperar a que llegase Jondalar para decidir acerca de las tiendas, las cuerdas y otras cosas.

Cuando ella y Madenia se disponían a salir, Jondalar entró en el espacio destinado a vivienda. Él y varios hombres más acababan de regresar con una carga de carbón pardo y Jondalar venía para ordenar sus cosas. En ese momento entraron otras personas, incluso Solandia y sus hijos, con Lobo.

–Realmente he llegado a depender de este animal, y lo voy a echar de menos. No creo que queráis dejarlo aquí –dijo.

Ayla hizo una señal a Lobo. Pese a todo el amor que profesaba a los niños, el animal se acercó inmediatamente y se detuvo frente a Ayla, mirándola expectante.

–No, Solandia. Creo que no podría hacerlo.

–Me lo suponía, pero tenía que preguntar. ¿Sabes?, también a ti te echaré de menos –agregó.

–Y yo a ti. La parte más dura de este viaje ha sido hacer amigos y después separarse y saber que probablemente nunca volveré a verlos –dijo Ayla.

–Laduni –dijo Jondalar, que traía un trozo de marfil de mamut con extrañas marcas grabadas en su superficie–. Talut, el jefe del Campamento del León, trazó este mapa de la región que está en el lejano este y que representa la primera parte de nuestro viaje. Había abrigado la esperanza de conservarlo como un recuerdo de su persona. No es esencial, pero lamentaría perderlo. ¿Aceptarías guardarlo? Quién sabe, tal vez algún día tenga que volver a buscarlo.

–Sí, lo guardaré para ti –asintió Laduni, recibiendo el mapa sobre marfil y examinándolo–. Parece interesante. Podrías explicármelo antes de partir. Confío en que vuelvas, pero si no lo haces, quizá alguien que viaja en la misma dirección tenga sitio para él y yo pueda remitírtelo.

–Tal vez deje aquí algunas herramientas. Puedes conservarlas o no. Siempre siento tener que renunciar a un martillo al que estoy acostumbrado, pero no dudo de que podré reemplazarlo tan pronto lleguemos a los lanzadonii. Dalanar siempre tiene buenas provisiones cerca de su vivienda. Dejaré mis martillos de hueso y algunas hojas. Pero conservaré una azuela y un hacha para cortar hielo.

Después se acercaron al rincón en que dormían; Jondalar preguntó:

–Ayla, ¿qué llevas?

–Está todo aquí, sobre la plataforma de dormir.

Jondalar vio el paquete misterioso entre sus otras cosas.

–Lo que hay ahí seguramente es muy valioso –dijo.

–Yo lo llevaré –dijo ella.

Madenia sonrió astutamente, complacida porque conocía el secreto. Eso hacía que se sintiera muy especial.

–¿Y qué dices de esto? –preguntó Jondalar, señalando otro envoltorio.

–Son regalos del Campamento del León –respondió Ayla, y lo abrió para mostrar su contenido a Jondalar. Él examinó la hermosa punta de lanza que Wymez había regalado a Ayla y la cogió para mostrársela a Laduni.

–Mira esto.

Era una hoja grande, más larga que la mano de Jondalar y tan ancha como su palma, pero con un grosor menor que la punta de su dedo meñique y ahusada hasta convertirse en un filo muy delgado en los bordes.

–Está trabajado por las dos caras –dijo Laduni, volviéndola de un lado y de otro–. Pero ¿cómo consiguió afinarla tanto? Creía que trabajar los dos lados de una piedra era una técnica tosca empleada en las hachas sencillas y en otras herramientas parecidas; pero ésta no es tosca. Es la mejor demostración de habilidad que he visto nunca.

–La fabricó Wymez –dijo Jondalar–. Ya te he dicho que era bueno. Calienta el pedernal antes de trabajarlo. El calor modifica la calidad de la piedra, facilita el desprendimiento de escamas finas, y de ese modo se consigue un filo tan delgado. No veo el momento de enseñársela a Dalanar.

–Estoy seguro de que lo apreciará –agregó Laduni.

Jondalar devolvió el objeto a Ayla y ella lo envolvió de nuevo con mucho cuidado.

–Creo que llevaremos una sola tienda, más bien como un cortavientos –observó Jondalar.

–¿Y qué te parece un lienzo para cubrir el suelo? –dijo Ayla.

–Tenemos una carga tan pesada de rocas y piedras, que detesto llevar más de lo necesario.

–Un glaciar es hielo. Quizá nos venga bien algo que cubra el suelo.

–Pienso que tienes razón –admitió Jondalar.

–¿Y estas cuerdas?

–¿Crees realmente que las necesitamos?

–Sugiero que las llevéis –dijo Laduni–. Las cuerdas pueden ser muy útiles.

–Si lo piensas así, aceptaré tu consejo –dijo Jondalar.

Habían apartado y ordenado todo lo posible la noche anterior; pasaron la tarde despidiéndose de la gente a la que habían llegado a apreciar tanto en el breve tiempo de su estancia. Verdegia se las arregló para hablar con Ayla.

–Ayla, quiero darte las gracias.

–No es necesario dármelas. Somos nosotros quienes se las debemos dar a todos los que están aquí.

–Me refiero a lo que has hecho por Madenia. Para ser sincera, no sé muy bien lo que hiciste ni qué le dijiste, pero sé que tu intervención cambió las cosas. Antes de que vinieras, se ocultaba en un rincón oscuro y deseaba que le llegase la muerte. Ni siquiera aceptaba hablar conmigo y tampoco quería saber nada sobre el tema de convertirse en mujer. Yo temía que todo estuviese ya perdido. Ahora, casi ha vuelto a la situación anterior y ansía que llegue el momento de celebrar sus Primeros Ritos. Sólo ruega que no suceda nada que otra vez la lleve a cambiar de idea antes del verano.

–Creo que seguirá bien mientras la gente continúe apoyándola –dijo Ayla–. Como sabes, ésa ha sido la ayuda principal.

–De todos modos, deseo ver castigado a Charoli –dijo Verdegia.

–Supongo que todos lo desean. Ahora que la gente está dispuesta a buscarle, creo que recibirá su castigo. Madenia será vengada, tendrá sus Primeros Ritos y se convertirá en mujer. Verdegia, llegarás a tener nietos.

Por la mañana se levantaron temprano, dieron los últimos toques a sus cosas y volvieron a la caverna para tomar la última comida de la mañana con los losadunai. Allí estaban todos para despedirlos. Losaduna animó a Ayla a memorizar algunos versos más del antiguo saber, y casi se emocionó cuando ella le dio un abrazo de despedida. Después se fue rápidamente a conversar con Jondalar. Solandia no disimuló lo que sentía, y dijo a los dos viajeros que lamentaba verlos partir. Incluso Lobo parecía saber que no volvería a ver a los niños, y a éstos les sucedía lo mismo. Lamió la cara del más pequeño y, por primera vez, Micheri lloró.

Pero cuando salían de la caverna, Madenia sorprendió a Ayla y a Jondalar. Se había puesto el magnífico conjunto que Ayla le había regalado, se abrazó a ella e hizo un esfuerzo para no echarse a llorar. Jondalar le dijo que estaba muy hermosa, y lo afirmaba sinceramente. Las ropas le daban un aire de extraña belleza y de madurez, y sugerían la auténtica mujer que llegaría a ser algún día.

Mientras montaban en los caballos, ahora descansados y ansiosos de partir, volvieron los ojos hacia las personas que estaban alrededor de la entrada de la caverna; entre todas ellas, Madenia era la que más destacaba. Aún era joven, y mientras todos saludaban con la mano, las lágrimas descendían por sus mejillas.

–Jamás olvidaré a ninguno de los dos –gritó, y después entró corriendo en la caverna.

Mientras se alejaban cabalgando, de vuelta al Río de la Gran Madre, que era apenas más que un arroyo, Ayla pensó que nunca olvidaría a Madenia ni a su gente. Jondalar también sentía la despedida, pero sus pensamientos se centraban en las dificultades que aún debían afrontar. Sabía que aún faltaba la parte más difícil de su viaje.

Capítulo 39

Jondalar y Ayla enfilaron hacia el norte, de regreso al Donau, el Río de la Gran Madre que había guiado sus pasos durante una parte tan considerable de su viaje. Cuando llegaron allí, viraron de nuevo hacia el oeste y continuaron siguiendo la corriente en dirección a sus comienzos, pero el gran curso de agua había cambiado su fisonomía. Ya no era un enorme y sinuoso caudal que corría con grave dignidad atravesando las llanuras, recibiendo innumerables afluentes y cantidades de sedimento, para dividirse después en canales y formar lagos cerrados.

Cerca de su fuente, era un río más claro y luminoso, una corriente más angosta y menos profunda que avanzaba sobre su ancho lecho de rocas y descendía deprisa por la empinada ladera de la montaña. Pero el camino de los viajeros hacia el oeste, a lo largo del río de rápido curso, se había convertido en un ascenso permanente cuesta arriba, un avance que les acercaba cada vez más a la cita inevitable con la espesa capa de hielo permanente que cubría la ancha y alta extensión de la accidentada meseta que tenían enfrente.

Las formas de los glaciares seguían los perfiles del suelo. Los que aparecían sobre las cumbres de las montañas eran irregulares promontorios de hielo; los que estaban en la parte inferior se extendían como grandes panes, con un espesor casi uniforme, elevándose un poco más en el centro y dejando detrás acumulaciones de grava y excavando depresiones que se convertían en lagos y estanques. En su límite más avanzado, el lóbulo más meridional de la vasta masa continental de hielo, cuyo extremo superior casi llano era tan alto como las montañas que estaban alrededor, quedaba separado por menos de cinco grados de latitud del punto en que hubiera podido reunirse con las estribaciones septentrionales de las montañas. El territorio entre las dos masas era el más frío de la Tierra.

A diferencia de los glaciares de las montañas, los ríos helados que se deslizaban lentamente por las laderas de las montañas, el hielo permanente de las tierras altas redondeadas y casi llanas –el glaciar que tanto inquietaba a Jondalar, y que aún se extendía al oeste de los dos viajeros– era un glaciar llano, una versión en miniatura de la capa grande y espesa de hielo que se extendía sobre las llanuras del continente hacia el norte.

Mientras Ayla y Jondalar continuaron caminando a lo largo del río, cada paso que daban les llevaba a terrenos más altos. Realizaban el ascenso muy atentos a dosificar las fuerzas de los caballos que iban muy cargados, y con mucha frecuencia los llevaban del ramal en lugar de montarlos. Ayla estaba especialmente preocupada por Whinney, que cargaba la parte más importante de las piedras para hacer fuego, que, según ellos esperaban, asegurarían la supervivencia de sus compañeros de viaje cuando cruzaran la superficie helada, un terreno en el que los caballos jamás se habrían aventurado por propia iniciativa.

Además de la angarilla de Whinney, los dos caballos transportaban pesados bultos, aunque la carga puesta sobre el lomo de la yegua era más liviana, para compensar la molestia del artefacto que arrastraba. La carga de Corredor era una pila tan alta que a veces parecía engorrosa; pero incluso los equipajes de la mujer y el hombre eran pesados. Sólo el lobo se veía liberado de cargas adicionales, y Ayla ya había comenzado a examinar sus movimientos desenvueltos: también él podía llevar una parte del equipaje.

–Todo este esfuerzo para transportar piedras –comenzó Ayla por la mañana, mientras acomodaba su petate–. Si alguien nos viera subiendo por montañas con esta pesada carga de piedras, diría que somos bastante raros.

–Muchos más nos considerarían raros porque viajamos con dos caballos y un lobo –replicó Jondalar–, pero si deseamos encontrarlos mientras atravesamos el hielo, necesitamos viajar soportando la carga de las piedras. Y de una cosa podemos alegrarnos.

–¿De qué?

–De lo fácil que será la marcha una vez que hayamos pasado al lado opuesto.

El curso superior del río atravesaba el promontorio norte de la cadena de montañas del sur; era tan enorme que los viajeros apenas podían imaginarse esas proporciones inmensas. Los losadunai vivían en una región, exactamente al sur del río, formada por montañas, redondas y muy grandes, de piedra caliza, con amplias áreas de mesetas relativamente llanas, aunque desgastadas por la acción del viento y del agua; las alturas erosionadas tenían amplitud suficiente para ostentar relucientes coronas de hielo durante el año. Entre el río y las montañas había un paisaje de vegetación adormecida, que cubría una zona de piedra arenisca. A su vez, esta área estaba cubierta por un liviano manto de nieve invernal, que desdibujaba el límite inferior del hielo permanente, pero el resplandor del azul glaciar permitía apreciar su naturaleza.

Hacia el norte, al otro lado del río, el antiguo macizo cristalino se elevaba bruscamente, y la superficie ondulante estaba a veces dominada por grietas rocosas y cubiertas por rimeros de bloques de piedra, con altas hierbas entre ellos. Mirando al frente, hacia el oeste, algunas colinas redondeadas más altas, varias de ellas terminadas en pequeñas coronas de hielo propio, se extendían más allá del río helado, que no representaba un límite para el frío e iba a reunirse con el hielo de los riscos plegados más jóvenes de la cadena meridional.

El polvo seco de nieve sopló con menos frecuencia a medida que se acercaban a la parte más fría del continente, la región entre la extensión septentrional más lejana del glaciar de la montaña y las estribaciones más meridionales de las vastas sabanas de hielo que abarcaban el continente. Ni siquiera las ventosas estepas de loess de las planicies orientales, azotadas por el viento, podían alcanzar los rigores de ese frío cruel. La tierra se salvaba de la desolación de las láminas heladas sólo gracias a la influencia marítima moderadora del océano occidental.

El alto glaciar que ellos se proponían cruzar, sin el aire entibiado por el océano descongelado, que mantenía a raya el avance del hielo, podría haberse extendido, y en ese caso hubiera sido imposible cruzarlo. La influencia marítima que permitía el paso a las estepas y las tundras occidentales también evitaba que los glaciares cubriesen el país de los zelandonii, y de ese modo quedaban a salvo de la pesada capa de hielo que cubría otras regiones situadas en la misma latitud.

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