Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
Lobo estaba gruñendo, ansioso, pero observaba a Ayla y se contenía.
–¡Seguramente es la banda de Charoli! –dijo Jondalar, y se acercó por detrás a Ayla.
Dejó caer al suelo su mochila con el lanzavenablos; después de dar algunos pasos, llegó hasta los tres hombres que agredían a la mujer. Cogió al que estaba más cerca por la espalda y el cuello de la chaqueta y le separó de la mujer. Después se volvió; cerró el puño y lo descargó en la cara del hombre. Éste cayó al suelo. Los dos restantes miraron asombrados y después soltaron a la mujer y se volvieron para atacar al desconocido. Uno le saltó sobre la espalda, mientras el otro le golpeaba la cara y el pecho. El hombre corpulento se sacudió al que tenía en la espalda, recibió un fuerte golpe en el labio y contestó con un poderoso puñetazo al estómago del que estaba enfrente.
La mujer rodó por el suelo y retrocedió para alejarse cuando los dos hombres se lanzaron sobre Jondalar; después se incorporó y corrió hacia el otro grupo de hombres que se peleaban. Mientras un hombre se doblaba por la cintura, a causa del dolor, Jondalar se volvió hacia el otro. Ayla advirtió que el primero trataba de incorporarse.
–¡Lobo! ¡Ayuda a Jondalar! ¡Ataca a esos hombres! –dijo, haciendo una señal al animal.
El corpulento lobo se sumó entusiastamente a la pelea, mientras Ayla dejaba caer su alforja al mismo tiempo que retiraba su honda de la cabeza y buscaba piedras en el saquito. Uno de los tres hombres había caído de nuevo; Ayla vio que otro, con una expresión de terror en los ojos, alzaba un brazo para defenderse del enorme lobo que se le venía encima. El animal saltó sobre las partes traseras, hundió los dientes en la manga de una gruesa chaqueta de invierno; arrancó la manga, mientras Jondalar descargaba un fuerte puñetazo en la mandíbula del tercero.
Ayla puso una piedra en el retén de su honda y dirigió su atención al otro grupo de hombres que se debatían. Uno había elevado un garrote de hueso, lo sostenía con las dos manos y se disponía a descargarlo. La joven disparó deprisa la piedra y vio cómo el hombre del garrote caía al suelo. Otro, que sostenía, amenazador, una lanza sobre alguien que estaba en el suelo, vio caer a su amigo con una mirada de incredulidad. Meneó la cabeza y no vio la segunda piedra que ya llegaba por el aire: dejó escapar un alarido de dolor cuando sufrió el impacto. La lanza cayó al suelo y el hombre se cogió el brazo herido.
Seis hombres habían estado luchando con el que se hallaba en el suelo y, a pesar de todo, se habían visto en dificultades. La honda de Ayla había eliminado a dos; la mujer atacada estaba golpeando a un tercero, con bastante buen resultado. El hombre levantaba los brazos para defenderse. Otro, que se había acercado demasiado al hombre a quien intentaba sujetar, salió despedido por un potente puñetazo. Retrocedió trastabillando. Ayla ya tenía preparadas dos piedras más. Disparó una, apuntando a un muslo musculoso, pero no tan vital, y de ese modo dio oportunidad al caído –un miembro del clan, como Ayla había sospechado–. Aunque él estaba sentado, agarró al hombre que tenía más cerca, lo elevó en el aire y lo arrojó sobre otro hombre.
La mujer del clan renovó su ataque frenético y, finalmente, consiguió apartar al hombre con quien había estado combatiendo. Aunque no estaban acostumbradas a pelear, las mujeres del clan eran tan fuertes como sus hombres, en proporción a su físico; aunque ella había optado por someterse en lugar de combatir para defenderse de un hombre que deseaba abusar de ella y aliviar de ese modo sus necesidades, esta mujer se había visto impulsada a luchar en defensa de su compañero herido.
Pero ninguno de los jóvenes sentía deseos de continuar combatiendo. Uno yacía inconsciente cerca de la pierna del hombre del clan; de una herida que tenía en la cabeza manaba sangre que le manchaba los sucios cabellos rubios; ahora comenzaba a formarse en su cabeza una inflamación descolorida. Otro se frotaba el brazo y miraba hostil a la mujer que tenía lista su honda. Los otros estaban heridos y golpeados, uno con un ojo que comenzaba a hincharse y se cerraba. Los tres que habían atacado a la mujer permanecían encogidos, formando un grupo en el suelo, las ropas desgarradas, temerosos del lobo que los vigilaba mostrando los colmillos y emitiendo un amenazador rezongo.
Jondalar, que había recibido algunos golpes aunque parecía no notarlo, se acercó para comprobar que Ayla estaba ilesa; después miró de cerca al hombre tendido en el suelo y comprendió de pronto que se trataba de un miembro del clan. Se había dado cuenta desde el momento en que entraron en la escena, pero su aspecto no le había impresionado hasta entonces. Se preguntó por qué el hombre continuaba acostado. Apartó al atacante inconsciente y le obligó a volverse; respiraba. Entonces comprendió por qué el hombre del clan no se incorporaba.
La razón saltaba a la vista. El muslo de la pierna derecha, exactamente encima de la rodilla, formaba un ángulo antinatural. Jondalar lo miró impresionado. Con una pierna rota, había rechazado a seis hombres. Sabía que los cabezas chatas eran fuertes, pero nunca había comprobado hasta dónde llegaban su fuerza y su decisión. Seguramente sufría mucho, pero no lo demostraba.
De pronto, otro hombre, que no había participado en ninguna de las peleas, apareció ante ellos. Paseó la mirada por el maltratado grupo y enarcó el ceño. Todos los jóvenes parecieron encogerse incómodos a la vista del desprecio que el recién llegado manifestaba. No sabían cómo explicar lo que había sucedido. Un momento antes estaban maltratando a los dos cabezas chatas que habían tenido la mala suerte de cruzarse en su camino, divirtiéndose con ellos; poco después estaban a merced de una mujer que podía arrojar piedras muy duras, de un hombre robusto con los puños duros como rocas y del lobo más corpulento que habían visto nunca. Sin hablar de los dos cabezas chatas.
–¿Qué ha sucedido? –preguntó el recién llegado.
–Tus hombres han recibido por fin un poco de lo que merecen –dijo Ayla–. Y ahora te toca a ti el turno.
La mujer era una total desconocida. ¿Cómo sabía que aquélla era su banda o tenía el más mínimo indicio de lo que ellos hacían? Hablaba en la lengua del recién llegado, pero tenía un acento extraño; el hombre se preguntó quién podía ser. La mujer del clan volvió la cabeza al oír la voz de Ayla y la examinó atentamente, aunque de eso no se percató nadie. El hombre con la inflamación en la cabeza estaba despertando y Ayla fue a comprobar la gravedad de su herida.
–Apártate de él –dijo el recién llegado, pero su bravuconada se vio desmentida por el temor que ella percibió en la voz.
Ayla se detuvo, miró sin disimulo al hombre y comprendió que su advertencia había sido formulada en beneficio del grupo de individuos y no porque le preocupase especialmente el herido.
Ella continuó examinándole.
–Sentirá dolor de cabeza durante unos días, pero se repondrá. Si yo me hubiese propuesto seriamente herirle, no habría resistido. Estaría muerto, Charoli.
–¿Cómo conoces mi nombre? –barbotó el joven, atemorizado, pero tratando de disimularlo. ¿Cómo era posible que aquella desconocida supiese quién era?
Ayla se encogió de hombros.
–Sabemos más que tu nombre.
Miró en dirección al hombre y la mujer del clan. La mayoría de la gente hubiera dicho que se mantenían impasibles, pero Ayla apreció la impresión y la incomodidad que estaban experimentando en los sutiles matices de su expresión y de su postura. Miraban cautelosamente a la gente de los Otros y trataban de comprender el extraño sesgo que habían tomado los hechos.
Por el momento, pensó el hombre, parecía que no corrían peligro de nuevos ataques, pero ese hombre corpulento, ¿por qué les había ayudado... o parecía ayudarles? ¿Por qué un hombre de los Otros luchaba contra hombres de su propia clase para ayudarles? ¿Y la mujer? En el supuesto de que fuese una mujer. Usaba un arma, un arma que él comprendía, mejor que la mayoría de los hombres a quienes había conocido en su vida. ¿Qué clase de mujer usaba un arma? ¿Contra hombres de su propia clase? Pero más inquietante incluso era el lobo, un animal que parecía amenazador frente a los hombres que habían estado atacando a su mujer..., su nueva mujer, que era muy especial. Quizá el hombre alto tenía un tótem del Lobo, pero los tótems eran espíritus, y ése era un lobo auténtico. En definitiva, él sólo podía esperar. Dominar el dolor que sufría y esperar.
Al ver la extraña mirada que el hombre del clan dirigía a Lobo y adivinar sus temores, Ayla decidió provocar de una sola vez todas las conmociones. Emitió un silbido, un sonido claro e imperativo que se asemejaba a la llamada de un pájaro, aunque fuera de un pájaro que nadie había oído jamás. Todos la miraron, expectantes, pero como nada sucedió inmediatamente, se tranquilizaron. Se habían apresurado. Apenas transcurridos unos momentos, oyeron el ruido de cascos; después dos caballos dóciles, una yegua y un corcel castaño bastante peculiar, aparecieron y se acercaron directamente a la mujer.
El hombre del clan se inquietó: ¿Qué era aquel fenómeno tan extraño? ¿Acaso él estaba muerto y había llegado al mundo de los espíritus?
Pareció que los caballos atemorizaban más a los jóvenes que a los otros miembros del clan. Aunque lo ocultaban tras el sarcasmo y la bravata, incitándose unos a otros a poner en práctica acciones cada vez más atrevidas y degradantes, todos y cada uno sentían en lo más profundo de su ser una tensa sensación de culpa y miedo. Cada uno de ellos estaba seguro de que llegaría el momento en que serían descubiertos y tendrían que responder por sus actos. Algunos en realidad lo deseaban; estaban ansiosos por terminar de una vez antes de que las cosas empeorasen, si ya no era demasiado tarde.
Danasi, el que había soportado las burlas de sus compañeros porque tenía dificultades para someter a la mujer, había comentado el caso con dos de ellos, en quienes tenía más confianza. Las mujeres cabezas chatas eran una cosa, pero aquella niña, que ni siquiera era todavía una mujer, y que gritaba y se debatía... Por supuesto que en aquel momento había sido excitante –a esa edad las mujeres eran siempre excitantes–, pero después se había sentido avergonzado y temeroso del castigo de Duna. ¿Qué les haría Ella a los jóvenes?
Y ahora, de pronto, aquí llegaba una mujer, una desconocida, con un corpulento hombre de cabellos rubios –¿no decían que Su Amante era más alto y más rubio que los restantes hombres?– ¡y un lobo! Y caballos que la obedecían. Nadie la había visto antes y, sin embargo, ella sabía quiénes eran los jóvenes. Tenía un modo extraño de hablar, sin duda venía desde muy lejos, pero conocía la lengua que ellos hablaban. ¿Hablaban del lugar de donde ella venía? ¿Era una dunai? ¿Un espíritu de la Madre en forma humana? Danasi se estremeció.
–¿Qué quieres de nosotros? –preguntó Charoli–. No te hemos molestado. Sólo nos divertíamos un poco con estos cabezas chatas. ¿Qué tiene de malo entretenerse un poco con unos animales?
Jondalar vio que Ayla se contenía a duras penas.
–¿Y Madenia? –preguntó Jondalar–. ¿También ella era un animal?
¡Lo sabían! Los jóvenes se miraron; después volvieron los ojos hacia Charoli, buscando alguna orientación. El acento del hombre no era idéntico al de la mujer. Él hablaba zelandoni. Si los zelandonii lo sabían, ellos no podrían ir a ocultarse allí en caso de necesidad, fingiendo que realizaban un viaje, según lo tenían planeado. ¿Quién más lo sabía? ¿Habría algún lugar donde ir?
–Estas personas no son animales –dijo Ayla, con una fría cólera que atrajo la atención de Jondalar. Nunca la había visto tan irritada, pero se dominaba tanto que él no sabía muy bien si los jóvenes comprendían la situación–. Si fueran animales, ¿intentaríais siquiera forzarlos? ¿Forzáis a los lobos? ¿O a los caballos? No, estáis buscando una mujer, y ninguna mujer os quiere. Éstas son las únicas mujeres que podéis encontrar –dijo–. Pero estas personas no son animales. –Miró a la pareja de miembros del clan–. ¡Vosotros sois los animales! ¡Vosotros sois hienas! Con los andrajos que huelen mal, que huelen a la perversidad que almacenáis. Lastimando a la gente, forzando a las mujeres, robando lo que no os pertenece. Os advierto que si no regresáis ahora, lo perderéis todo. No tendréis familia, ni caverna, ni pueblo, y nunca habrá una mujer en el hogar de ninguno de vosotros. Pasaréis la vida como las hienas, siempre recogiendo las sobras de otros y obligados a robar a su propia gente.
–¡Sabe también eso! –dijo uno de los hombres.
–¡No digas nada! –ordenó Charoli–. No lo saben, a lo sumo, están adivinando.
–Lo sabemos –dijo Jondalar–. Todos lo saben.
Su dominio de la lengua no era perfecto, pero lo que decía estaba muy claro.
–Es lo que vosotros decís, pero ni siquiera os conocemos –dijo Charoli–. Tú eres un forastero, ni siquiera eres losadunai. No regresaremos. No necesitamos de nadie. Tenemos nuestra propia caverna.
–¿Por eso necesitáis robar comida y forzar a las mujeres? –preguntó Ayla–. Una caverna sin mujeres en el hogar no es una caverna.
Charoli trató de adoptar un tono indiferente.
–No tenemos por qué escuchar esto. Tomaremos lo que necesitemos y cuando lo necesitemos..., alimentos o mujeres. Nadie nos detuvo antes y nadie nos detendrá ahora. Vamos, salgamos de aquí –ordenó, volviéndose para iniciar la retirada.
–¡Charoli! –gritó Jondalar, llamando al joven y alcanzándole con unos pocos pasos.
–Tengo que darte algo –dijo el hombre.
Y entonces, sin advertencia, Jondalar cerró el puño y lo descargó en la cara de Charoli. La cabeza de Charoli cayó hacia atrás y el joven se elevó en el aire a causa del golpe demoledor.
–¡Eso es por Madenia! –dijo Jondalar, mirando al hombre tendido en el suelo. Después, dio media vuelta y se alejó.
Ayla miró al aturdido joven. Un hilo de sangre le corría desde la comisura de los labios, pero no intentó ayudarle. Dos de sus amigos le sostuvieron y consiguieron que se incorporase. Después, Ayla desvió su atención hacia el grupo de jóvenes y examinó individualmente a cada uno. Formaban una banda lamentable, desaliñados y sucios, las ropas desgarradas y mugrientas. Las caras demacradas reflejaban también el hambre. No podía extrañar que hubiesen robado comida. Necesitaban la ayuda y el apoyo de la familia y los amigos de una caverna. Quizá la vida desenfrenada de vagabundeo con la banda de Charoli había comenzado a parecerles menos atractiva y estaban preparados para regresar.