Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
–¿Qué es lo que cambiaría? –preguntó Jondalar.
–Significaría que ya soy dueña de una parte de su espíritu –dijo Ayla.
–¡Pero si ni siquiera lo conoces! ¿Cómo puedes poseer una parte de su espíritu?
–Una hechicera salva vidas. Podría reclamar una parte del espíritu de todas las personas a las que salva, podría «poseer» partes de todos antes de que pasaran muchos años. Por eso, cuando se la convierte en hechicera, ella entrega al clan una parte de su propio espíritu y recibe a cambio una parte de cada uno de los miembros del clan. De ese modo, no importa a quién salve, la deuda ya está pagada. Por eso una hechicera tiene jerarquía por derecho propio. –Ayla adoptó una actitud reflexiva y después dijo–: Ésta es la primera vez que me alegro de que no hayan devuelto los espíritus del clan... –hizo una pausa.
Jondalar empezó a hablar. Entonces advirtió que ella tenía la mirada perdida en el vacío y comprendió que estaba sumida en sus propias reflexiones.
–... Cuando recibí la maldición de la muerte –continuó Ayla– estuve preocupada durante mucho tiempo. Después que Iza murió, Creb recuperó todas las partes de los espíritus, porque no quería acompañarla al otro mundo. Pero cuando Broud lanzó sobre mí la maldición, nadie se quedó con esas partes, aun cuando para el clan yo estuviese muerta.
–¿Qué sucedería si se enteraran? –preguntó Jondalar, señalando con un discreto movimiento de cabeza a los dos miembros del clan que estaban observándoles.
–Para ellos ya no existiría. No me verían; ellos mismos no se permitirían verme. Podría ponerme frente a ellos y gritar y no me oirían. Pensarían que yo soy un mal espíritu que trata de atraerlos al otro mundo –dijo Ayla, cerrando los ojos y estremeciéndose con el recuerdo.
–Pero ¿por qué has dicho que te alegrabas de poseer todavía las partes de los espíritus? –preguntó Jondalar.
–Porque no puedo decir una cosa y pensar otra distinta. No puedo mentirle. Él lo adivinaría. Pero puedo abstenerme de mencionar el asunto. Eso está permitido, por cortesía, en bien de la intimidad. No tengo que decir nada acerca de la maldición, aunque él probablemente se dará cuenta de que estoy reservándome algo; pero sí puedo decir que soy una hechicera del clan, porque es cierto. Todavía lo soy. Todavía poseo las partes de los espíritus. –Ayla frunció el entrecejo preocupada–. Pero un día, Jondalar, moriré realmente. Si paso al otro mundo con las partes de los espíritus de todos los miembros del clan, ¿qué será de ellos?
–No lo sé, Ayla –dijo Jondalar.
La joven se encogió de hombros y se sacudió esos pensamientos.
–Bien, ahora lo que tengo que hacer es preocuparme de este mundo. Si él me acepta como hechicera del clan, no tendrá que complicarse tanto con la posibilidad de contraer una deuda conmigo. Ya es bastante ingrato para él contraer una deuda de parentesco con una de los Otros; pero el asunto se complica si se trata de una mujer, y sobre todo una mujer que usó un arma.
–Pero tú cazaste cuando vivías con el clan –le recordó Jondalar.
–Fue una excepción muy especial; y me la concedieron sólo porque sobreviví a una maldición de la muerte que duró un ciclo lunar, y que me fue impuesta porque había cazado y usado una honda. Brun lo permitió porque mi tótem del León de la Caverna me protegía. Consideró que aquello era una prueba y creo que en ello encontró finalmente una razón para aceptar a una mujer que contaba con un tótem tan fuerte. Él fue quien me entregó mi talismán para la caza y quien me llamó la Mujer Que Caza.
Ayla tocó el saquito de cuero que siempre llevaba colgado del cuello y recordó el primero, el sencillo bolsito cerrado con una cuerda que Iza le había confeccionado. En su condición de madre de Ayla, Iza había depositado dentro de él un pedazo de ocre rojo cuando Ayla fue aceptada por el clan.
Ese amuleto no se asemejaba a la pieza finamente decorada que llevaba ahora y que le habían entregado en la ceremonia de adopción de los mamutoi; pero, de todos modos, aún guardaba los símbolos especiales, incluido el trozo original de ocre rojo. Todos los signos que su tótem le había suministrado estaban allí; entre ellos, el óvalo manchado de rojo del extremo de un colmillo de mamut, que era un talismán de cazadora, y la piedra negra, el pequeño trozo de dióxido de manganeso negro que guardaba los fragmentos de espíritus del clan, que le habían entregado cuando se convirtió en la hechicera del Clan de Brun.
–Jondalar, creo que convendría que le hablases. No se siente seguro. Sus costumbres son muy tradicionales y acaban de suceder muchas cosas poco habituales. Si pudiese hablar con un hombre, aunque sea uno de los Otros, y no con una mujer, se tranquilizaría un poco. ¿Recuerdas el signo con que un hombre saluda a otro hombre?
Jondalar insinuó un gesto y Ayla asintió. Sabía que el gesto carecía de refinamiento, pero su significado era claro.
–No trates todavía de saludar a la mujer. Sería una actitud de mal gusto, y quizá él lo considerase como un insulto. No es normal ni propio que los hombres hablen con las mujeres si no hay razones justificadas; y eso se aplica sobre todo a los desconocidos, y en todo caso necesitarías su autorización. Con los parientes se guardan menos formalidades; un amigo íntimo podría incluso satisfacer sus necesidades, compartir los placeres, con ella, aunque se considera cortés solicitar la autorización del hombre.
–¿Solicitar el permiso del hombre, pero no el de la mujer? ¿Por qué las mujeres permiten que las traten como si fuesen menos importantes que los hombres? –preguntó Jondalar.
–Ellas no creen que sea así. En el fondo de su corazón saben que los hombres y las mujeres tienen la misma importancia, pero los hombres y las mujeres del clan son muy distintos unos de otras –trató de explicar Ayla.
–Por supuesto, son distintos. Todos los hombres y las mujeres son diferentes... y me alegro de que sea así.
–No quiero decir diferentes en el sentido en que tú lo ves. Jondalar, puedes hacer todo lo que una mujer hace, excepto tener un niño, y aunque tú eres más fuerte, yo puedo hacer casi todo lo que tú puedes hacer. Pero los hombres del clan no pueden hacer muchas cosas que las mujeres hacen, del mismo modo que las mujeres no pueden hacer las cosas que hacen los hombres. No tienen los recuerdos necesarios. Cuando yo aprendí sola a cazar, muchas personas se sintieron más sorprendidas porque era capaz de aprender, o incluso deseaba aprender, que porque me hubiese opuesto a la costumbre del clan. No se habrían sorprendido más si tú hubieses dado a luz un niño. Creo que las mujeres estaban más sorprendidas que los hombres. Una mujer del clan jamás concebiría esa idea.
–Me pareció haberte oído decir que la gente del clan y de los Otros se asemejan mucho –observó Jondalar.
–Así es. Pero en ciertos aspectos se diferencian más de lo que tú te imaginas. Ni siquiera yo puedo llegar a imaginarlo, y eso que durante un tiempo fui una de ellos –dijo Ayla–. ¿Estás dispuesto a hablar ahora con él?
–Creo que sí –contestó Jondalar.
El hombre alto y rubio caminó hacia el hombre musculoso y robusto que continuaba sentado en el suelo, con el muslo doblado en un ángulo poco natural. Ayla le siguió. Jondalar se agachó para sentarse junto al hombre, mirando a Ayla, que hizo un gesto de aprobación.
Antes nunca había estado tan cerca de un cabeza chata adulto, y su primer pensamiento fue un recuerdo de Rydag. Al observar a este hombre, era incluso más evidente que el niño no había sido un fruto completo del clan. Mientras Jondalar recordaba a aquel niño tan extraño, tan inteligente y tan enfermizo, comprendió que los rasgos de Rydag estaban muy modificados si se los comparaba con los de este hombre..., «suavizados» fue la palabra que le vino a la mente. La cara de este hombre era grande, al mismo tiempo larga y ancha, y un tanto alargada debido a una nariz de gran tamaño, saliente y afilada. La barba de pelo fino, que mostraba signos de haber sido recortada poco antes para dar una longitud similar a todas sus partes, no lograba disimular una mandíbula bastante retraída, sin mentón.
El vello facial se unía con una masa de cabellos castaños claros, espesos y suavemente rizados, que cubría una cabeza enorme y larga, más ancha y redondeada por detrás. Pero el grueso entrecejo del hombre ocupaba la mayor parte de la frente, que se inclinaba hacia atrás y terminaba en el arranque de los cabellos, muy bajo. Jondalar tenía que contener el impulso de extender la mano y tocar su propia frente despejada y su cabeza más redonda. Podía comprender ahora por qué les llamaban cabezas chatas. Era como si alguien hubiese cogido una cabeza con la forma que tenía la de Jondalar, pero un poco más grande y hecha con un material maleable como la arcilla húmeda, y después le hubiese dado una forma distinta, presionando hacia abajo y achatando la frente, de manera que la parte principal del volumen se desplazara hacia atrás.
Sus pobladas cejas acentuaban el poderoso entrecejo del hombre y sus ojos manchados de oro, casi almendrados, translucían curiosidad, inteligencia y un profundo rictus de dolor. Jondalar podía entender por qué Ayla deseaba ayudarle.
Jondalar se sintió torpe cuando realizó el gesto de saludo; pero le alentó la expresión de sorpresa en la cara del hombre del clan, el cual correspondió al gesto. Jondalar no estaba seguro de lo que debía hacer ahora. Pensó en lo que habría hecho si se hubiese encontrado con un desconocido de otra caverna o campamento, y trató de recordar los signos que había aprendido a ejecutar con Rydag.
Dijo con gestos:
–Este hombre se llama... –y después pronunció su nombre y su principal filiación–: Jondalar de los zelandonii.
Sus palabras eran demasiado melodiosas, tenían exceso de sílabas, y eso era mucho para el hombre del clan, que las escuchó de una sola vez. Meneó la cabeza, como si tratara de destaparse los oídos, se inclinó hacia delante, como si eso pudiera ayudarle a escuchar mejor y después tocó el pecho de Jondalar.
Jondalar pensó que no era difícil comprender lo que quería decir. Realizó de nuevo los signos correspondientes a «Este hombre se llama...» y después pronunció su nombre, pero sólo su nombre, y más lentamente: Jondalar.
El hombre cerró los ojos, concentrándose; y después los abrió, y respirando hondo, dijo en voz alta:
–Dyondar.
Jondalar sonrió y asintió. La palabra había sido pronunciada con voz profunda, con una especie de articulación abreviada y como absorbiendo las vocales; pero se parecía bastante. El sonido le resultó extrañamente conocido. ¡Entonces cayó en la cuenta! ¡Por supuesto! ¡Ayla! Las palabras de Ayla sonaban de manera parecida, aunque no tenían la misma fuerza. Pero ése era el acento que parecía extraño. No podía sorprender que nadie pudiese identificarlo. Ayla tenía el acento del clan, ¡y nadie sabía que ellos podían hablar!
Ayla se sorprendió porque el hombre había reproducido con bastante fidelidad el nombre de Jondalar. Dudaba de que ella lo hubiese dicho así la primera vez que lo intentó y se preguntó si ese hombre había tenido antes contactos con Otros. Si le habían elegido para representar a su pueblo o establecer determinados contactos con las personas denominadas Otros, el hecho era un indicio de que poseía elevada jerarquía. Comprendió que ésta era otra razón que le inducía a mostrarse cauteloso frente a los vínculos de parentesco con Otros, y sobre todo con Otros de jerarquía desconocida. No pretendía en absoluto menoscabar su propia dignidad, pero una obligación era una obligación y que su compañera o él lo aceptaran o no, lo cierto era que necesitaban ayuda. Ayla tenía que arreglárselas para convencerle de que ellos eran Otros que comprendían el significado de la asociación y eran dignos de ella.
El hombre que estaba frente a Jondalar se golpeó el pecho una vez y se inclinó un poco hacia delante.
–Guban –dijo.
Jondalar tuvo tantas dificultades para repetir ese nombre como Guban las había tenido con «Jondalar», y Guban se mostró tan generoso en aceptar la defectuosa pronunciación del hombre de elevada estatura como Jondalar lo había sido con la suya.
Ayla se sintió aliviada. Un intercambio de nombres no era gran cosa, pero era un comienzo. Miró a la mujer, todavía sorprendida de ver cabellos más claros que los suyos propios en una mujer del clan. Tenía la cabeza cubierta por una masa de suaves rizos, tan claros que eran casi blancos; era joven y muy atractiva. Probablemente la segunda mujer de su hogar. Guban era un hombre que estaba en la flor de la edad; aquella mujer probablemente provenía de un clan distinto y era muy apreciada.
La mujer miró a Ayla, y después desvió deprisa la vista. Ayla la miró, dubitativa. Había percibido inquietud y temor en los ojos de la mujer y ahora la examinó más atentamente, pero con la misma sutileza demostrada por la joven del clan. ¿Tenía cierto engrosamiento en la cintura? ¿El lienzo le ajustaba más de la cuenta el busto? ¡Está embarazada! No podía extrañar que se sintiera preocupada. Un hombre con la pierna fracturada mal curada ya no era el mismo de antes. Y aunque ese hombre tuviera una elevada jerarquía, sin duda tenía también graves responsabilidades. De alguna manera, pensó Ayla, había que convencer a Guban de que le permitiese ayudarle.
Los dos hombres habían permanecido sentados, mirándose. Jondalar no sabía muy bien qué hacer ahora, y Guban estaba esperando a ver lo que hacía Jondalar. Finalmente, impulsado por la desesperación, Jondalar se volvió hacia Ayla.
–Esta mujer es Ayla –dijo Jondalar, apelando a sus sencillos signos y pronunciando después el nombre de la joven.
Al principio, Ayla pensó que quizá Jondalar había cometido una falta de tacto, pero al ver la reacción de Guban, consideró que quizá no fuera el caso. Que la presentara tan pronto, era una señal de la elevada estima que se le dispensaba, y eso era lógico en el caso de una hechicera. Después, mientras Jondalar continuaba, Ayla se preguntó si él había adivinado sus pensamientos.
–Ayla es curadora. Muy buena curadora. Buena medicina. Desea ayudar a Guban.
Para el hombre del clan, los signos de Jondalar eran poco más que los balbuceos de un niño pequeño. Su significado carecía de matices, no había matizaciones ni grados de complejidad; pero era evidente su sinceridad. En sí mismo era una sorpresa descubrir un hombre de los Otros que podía hablar bien. La mayoría de ellos balbucía, o murmuraba, o gruñía como los animales. Se asemejaban a los niños por el uso excesivo de los sonidos; pero, por lo demás, nadie consideraba a los Otros muy inteligentes.