Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
Al norte del lugar en que estaban, el gran glaciar continental se prolongaba hacia el sur, como si se esforzara para abarcar con su abrazo helado y abrumador las hermosas montañas gélidas. En ese momento estaban en la región más frígida de la tierra, entre las relucientes elevaciones de las montañas y el inmenso hielo septentrional; y como si eso no fuera suficiente, se hallaban en lo más profundo del invierno. Los glaciares, ansiosos de humedad, secaban el aire mismo y atrapaban codiciosos hasta la última gota de agua para agrandar su masa gigantesca que aplastaba el lecho de piedra y almacenaba reservas para soportar el ataque del calor estival.
La batalla por el control de la Gran Madre Tierra entre el frío glaciar y el calor que venía a derretir el hielo estaba casi en un punto muerto, pero la marea comenzaba a cambiar; el glaciar ganaba terreno. Protagonizaría un avance más, y alcanzaría el extremo más meridional, antes de retroceder hacia las superficies polares. Pero incluso allí estaría esperando una nueva oportunidad.
Mientras continuaban ganando altura, cada momento parecía más frío que el anterior. La creciente elevación les acercaba inexorablemente a la cita con el hielo. Los caballos tropezaban con dificultades cada vez mayores para conseguir forraje. El pasto amustiado cerca del río de hielo sólido se achataba contra el suelo helado. La única nieve estaba formada por granos punzantes, duros y secos, impulsados por el fuerte viento.
Cabalgaban en silencio, pero después de organizar el campamento y de acurrucarse en la tienda para darse calor, comenzaron a conversar.
–Yorga tiene unos hermosos cabellos –dijo Ayla, arrebujándose bajo las pieles.
–Sí, así es –dijo Jondalar, con sincera convicción.
–Ojalá los hubiese visto Iza o algún otro del Clan de Brun. Siempre opinaban que mis cabellos eran extraños, a pesar de que Iza decía que eran mi rasgo más atractivo. Solía ser bastante claro, como el suyo, pero ahora se ha oscurecido.
–Ayla, me encanta el color de tus cabellos y cómo desciende en ondas cuando lo sueltas –comentó Jondalar, que tocó un mechón cerca de la cara de la joven.
–No sabía que la gente del clan vivía tan lejos de la península.
Jondalar adivinó que la mente de Ayla no estaba centrada en el cabello o en nada cercano y personal. Estaba pensando en la gente del clan, lo mismo que él había hecho antes.
–Sin embargo, Guban parece distinto. Se diría que..., no sé, es difícil explicarlo. Tiene el entrecejo más grueso, la nariz más grande, la cara está más... acentuada. Todo en él parece más... exagerado, en una palabra, más clan. Creo que incluso es más musculoso que Brun. Y me pareció que el frío no le molestaba tanto. Tenía la piel tibia al tacto a pesar de que estaba acostado en el suelo helado y el corazón le latía más rápido.
–Quizá se han acostumbrado al frío. Laduni dijo que muchos viven al norte de este lugar y que en esa región casi nunca hace calor, ni siquiera en verano –dijo Jondalar.
–Tal vez tengas razón. De todos modos, piensan de manera semejante. ¿Por qué dijiste a Guban que estabas pagando una deuda de parentesco con el clan? Fue el mejor argumento que pudiste esgrimir.
–No sé muy bien por qué lo dije. Sin embargo, es cierto. En efecto, debo mi vida al clan. Si ellos no te hubiesen recogido, no estarías viva, y tampoco lo estaría yo.
–Y al regalarle ese diente del oso de las cavernas, no pudiste haber imaginado un símbolo mejor. Jondalar, has comprendido muy rápidamente las costumbres del pueblo del clan.
–No son tan diferentes. Los zelandonii también prestan mucha atención a las obligaciones. Las obligaciones que quedan insatisfechas cuando te vas al otro mundo pueden otorgar al acreedor cierto control sobre tu espíritu. Y he oído decir que algunos de Los Que Sirven a la Madre tratan de mantener endeudada a la gente, para controlar sus espíritus; pero probablemente sea mera palabrería. Que la gente diga ciertas cosas no significa que sean ciertas –concluyó el hombre.
–Guban cree que su espíritu y el tuyo están ahora entrelazados en esta vida y en la otra. Una parte de tu espíritu estará con él, del mismo modo que una parte del suyo siempre estará contigo. Por eso le vimos tan preocupado. Perdió esa parte cuando le salvaste la vida, pero tú se la devolviste, de modo que no queda ningún vacío, nada os falta.
–No fui el único que le salvó la vida. Tú hiciste lo mismo, e incluso más.
–Pero soy mujer, y una mujer del clan no es lo mismo que un hombre del clan. No es un intercambio parejo, porque uno no puede hacer lo que el otro hace. No cuenta con los recuerdos necesarios para ello.
–Pero tú le curaste la pierna y se la arreglaste de forma que pudiera regresar.
–De todos modos, habría regresado; eso no me inquietaba. Yo temía que la pierna no curase bien. En ese caso, no podría cazar.
–¿Es tan grave verse imposibilitado para cazar? ¿No podía hacer otra cosa? ¿Como esos jovencitos s’armunai?
–La categoría de un hombre del clan depende de su capacidad para cazar, y para él su jerarquía es más importante que la vida. Guban tiene responsabilidades. Hay dos mujeres en su hogar. Su primera mujer tiene dos hijas y Yorga está embarazada. Él prometió cuidarlos a todos.
–¿Y si no puede? –preguntó Jondalar–. ¿Qué les sucederá?
–No morirán de hambre, el clan se encargará de ellos, pero la jerarquía de esa gente, el modo de vivir, el alimento y las ropas, el respeto que merecen depende de la jerarquía de Guban. Y él perdería a Yorga. Es joven y hermosa, y otro hombre se alegraría de recibirla; pero si ella tiene el varón que Guban siempre deseó, se lo llevará consigo.
–¿Qué sucede cuando él envejece tanto que no puede cazar?
–Un viejo puede retirarse lentamente, con elegancia, de la caza. Quizá vaya a vivir con los hijos de su compañera o con las hijas si aún viven en el mismo clan, y así no será una carga para todos. Zoug adquirió habilidad con una honda y de ese modo aún podía contribuir, e incluso el consejo de Dorv todavía era apreciado, y eso que apenas veía. Pero Guban es un hombre en la flor de la edad, y un jefe. Perder todo eso de golpe le descorazonaría.
Jondalar asintió.
–Creo que lo entiendo. La imposibilidad de cazar no me molestaría tanto a mí. Pero lamentaría profundamente que me sucediese algo y no pudiera trabajar más el pedernal. –Hizo una pausa para reflexionar, y después dijo–: Ayla, has hecho mucho por él. Aunque las mujeres del clan son distintas, ¿todo eso no cuenta? ¿Al menos no podría reconocerlo?
–Guban me manifestó su gratitud, Jondalar, pero lo hizo sutilmente, como correspondía.
–Seguramente fue algo sutil. Yo no lo vi –dijo Jondalar, que pareció sorprendido.
–Se comunicó directamente conmigo, no a través de tu persona, y prestó atención a mis opiniones. Permitió que su mujer te hablase, lo cual significaba que me reconocía como igual de Yorga, y puesto que él posee una jerarquía muy elevada, lo mismo puede suponerse de la mujer. Mira, demostró que tenía muy elevada opinión de tu persona. Te hizo un cumplido.
–¿Sí?
–Opinó que tus herramientas estaban bien fabricadas y admiró tu habilidad artesanal. Si no lo hubiese hecho, no habría aceptado las muletas o tu símbolo –explicó Ayla.
–¿Qué habría hecho? Yo acepté su muela. Pensé que era un obsequio corriente, aunque comprendí el sentido que le atribuía. Yo habría aceptado su símbolo, sin prestar demasiada atención a lo que era.
–Si él hubiera creído que el regalo no correspondía, lo habría rechazado; pero ese símbolo era más que un regalo. Él aceptó una obligación seria. Si no te hubiera respetado, no habría aceptado esa parte de tu espíritu a cambio de la suya; aprecia demasiado la suya. Habría preferido soportar un vacío, un orificio, antes que un fragmento de un espíritu indigno.
–Tienes razón. Esta gente del clan tiene muchas sutilezas, matices de sentido dentro de matices de sentido. No sé si alguna vez podré aclararlo todo –dijo Jondalar.
–¿Crees que los Otros son distintos? Yo todavía me veo en dificultades para entender todos los matices dentro de los matices –dijo Ayla–, pero tu gente es más tolerante. Tu gente se visita más, viajan más que los miembros del clan y están más acostumbrados a los forasteros. Estoy segura de que cometí errores, pero creo que tu gente no les prestó atención porque soy un visitante y saben que las costumbres de mi pueblo pueden ser diferentes.
–Ayla, mi pueblo es también tu pueblo –dijo amablemente Jondalar.
Ella le miró, como si, al principio, no entendiera con claridad lo que Jondalar le dijo. Después respondió:
–Así lo espero, Jondalar. Así lo espero.
Los abetos y los pinos estaban raleando y eran cada vez más pequeños a medida que los viajeros cobraban altura; pero aunque ellos no podían ver más allá de la vegetación, el camino a lo largo del río les obligó a pasar al lado de afloramientos rocosos y a través de valles profundos que les impedían ver las alturas de alrededor. En un recodo del río, un arroyo de montaña desembocaba en el curso medio de la Madre, la que a su vez también descendía del terreno más alto. El aire sumamente frío había atacado y detenido las aguas en el momento de la caída, y los vientos fuertes y secos las habían esculpido, confiriéndoles formas extrañas y grotescas. Algunas caricaturas de criaturas vivas capturadas por la helada, dispuestas a iniciar un largo vuelo descendiendo el curso del gran río, parecían esperar impacientes, como si supieran que el cambio de estación y su libertad ya no estaban muy lejos.
El hombre y la mujer guiaron con mucho cuidado a los caballos sobre el hielo irregular y quebrado y rodearon el lugar para pasar a un terreno más alto de la cascada congelada; después se detuvieron, atónitos, cuando el macizo glaciar llano apareció ante sus ojos. Lo habían entrevisto antes; ahora pareció tan cercano que se podía tocar, pero ese efecto tan desconcertante era engañoso. El hielo majestuoso y acechante, con su superficie casi nivelada, estaba más lejos de lo que parecía.
El río helado que se extendía al lado se mantenía inmóvil, pero los ojos de los dos viajeros siguieron su ruta tortuosa que se curvaba y doblaba y después desaparecía de la vista. Reaparecía a mayor altura, junto a otros canales estrechos distribuidos a intervalos regulares, que se desprendían del glaciar como un puñado de cintas de plata que adornaban la enorme masa de hielo. Las montañas lejanas y los riscos más próximos enmarcaban la meseta con sus cimas accidentadas, cortantes y heladas, y un blanco tan sombrío que los matices de azul glaciar parecía que únicamente reflejaban el color profundo y a la vez claro del cielo.
Los dos altos picos gemelos que aparecían al sur, y que durante cierto tiempo habían acompañado las jornadas recientes, ya hacía bastante tiempo que habían desaparecido de la vista. Una nueva y alta torre que había surgido más hacia el oeste retrocedía en dirección al este, y las cumbres de la cadena meridional que habían enmarcado su camino todavía mostraban sus coronas relucientes.
Al norte, había riscos dobles de rocas más antiguas, pero el macizo que formaba el borde septentrional del valle fluvial había quedado atrás, en la curva en que el río retrocedía para alejarse de su extremo más septentrional, antes del lugar en que habían encontrado a la gente del clan. El río estaba más cerca de la nueva meseta de piedra caliza que representaba el límite septentrional, mientras ellos trepaban hacia el sudoeste, en dirección a la fuente del río.
La vegetación continuaba cambiando a medida que ascendían. El abeto rojo y el abeto plateado dejaban su lugar al alerce y al pino en los suelos ácidos que formaban una fina capa sobre el lecho inmutable de rocas, pero éstos no eran los majestuosos centinelas de los terrenos menos elevados. Habían llegado hasta un retazo de taiga montañosa, plantas verdes achaparradas que mantenían una cubierta de hielo y nieve endurecidos, pegados a las ramas la mayor parte del año. Aunque esta vegetación era muy densa en ciertos lugares, el brote que tenía coraje suficiente para proyectarse sobre los otros, rápidamente quedaba podado por el viento y la helada, que reducía a un nivel común las copas de todos los árboles.
Los animales pequeños se desplazaban libremente por las trilladas sendas que ellos mismos habían formado bajo los árboles, pero la caza mayor trazaba caminos en razón de su fuerza. Jondalar decidió apartarse del arroyuelo sin nombre que habían venido siguiendo, uno de los muchos que, a su debido tiempo, serían el comienzo de un gran río, y seguir un sendero de animales que atravesaba el espeso matorral de coníferas achaparradas.
Cuando se aproximaron al límite del bosque, los árboles se hicieron más escasos; entonces alcanzaron a ver que la región que se extendía más allá estaba completamente desprovista de representantes leñosos más o menos altos. Pero la vida es tenaz: los matorrales de corta altura y las hierbas, y los amplios campos de pasto, sepultados parcialmente bajo el manto de nieve, aún florecían.
Aunque se extendía mucho más, había regiones análogas en las elevaciones menores de los continentes septentrionales. Se mantenían áreas residuales de árboles deciduos propios del clima templado en ciertas áreas protegidas y en las latitudes más bajas, con plantas verdes de agujas más resistentes, que crecían en las regiones boreales, al norte de las primeras. Más al norte, allí donde había árboles, generalmente eran ejemplares pequeños y encogidos. A causa de los extensos glaciares, las contrapartes de los altos prados que rodeaban el hielo perpetuo de las montañas estaban representadas por las dilatadas estepas y las tundras, en las que sobrevivían únicamente las plantas que podían completar rápidamente su ciclo vital.
Por encima de la línea de bosques, muchas plantas resistentes se adaptaban a la inclemencia del ambiente. Ayla, que llevaba de la cuerda a su yegua, observó con interés los cambios y hubiese querido disponer de más tiempo para examinar las diferencias. Las montañas de la región en la que ella había crecido se hallaban mucho más al sur; debido a la influencia benigna del mar interior, la vegetación correspondía principalmente a la variedad templada fría. Las plantas que existían en las elevaciones más considerables de las regiones áridas, dominadas por el frío intenso, le parecían fascinantes.
Los majestuosos sauces, que adornaban casi todos los ríos, los arroyos y los estanques que conservaban aunque no fuese más que un rastro de humedad, crecían como matorrales bajos, y los alerces y los pinos altos y robustos se convertían en formaciones leñosas al nivel del suelo que se arrastraban sobre el terreno. Los arándanos se extendían como una espesa alfombra y alcanzaban la altura de tan sólo diez centímetros. Ayla se preguntaba si, como las bayas que crecían cerca del glaciar septentrional, producirían frutas de gran tamaño, pero más dulces y más silvestres. Aunque los esqueletos desnudos de las ramas amustiadas constituían la prueba de la existencia de muchas plantas, Ayla no siempre sabía a qué variedad pertenecían o en qué podían ser diferentes de ciertas plantas conocidas; también se preguntaba qué aspecto ofrecerían los altos prados en las estaciones más cálidas.