Read Las llanuras del tránsito Online
Authors: Jean M. Auel
Jondalar cogió la antorcha para iluminar el camino. Sujetando la cuerda de Corredor, inició la marcha, pero la luz de la antorcha le preocupaba. Podía ver un pequeño círculo iluminado en la proximidad inmediata, pero no mucho más que eso, a pesar de que la sostenía en alto. Había luna llena y aparecía cercana; Jondalar comenzó a sentir que podía encontrar mejor el camino sin el fuego. Finalmente arrojó la antorcha y avanzó en la oscuridad. Ayla le siguió; a los pocos minutos los ojos de ambos se adaptaron. Detrás, la antorcha continuaba ardiendo sobre el suelo cubierto de grava, mientras ellos se alejaban.
A la luz de la luna a la que faltaba muy poco para alcanzar la plenitud, el monstruoso bastión de hielo relucía con una luz extraña y evanescente. El cielo oscuro estaba brumoso a causa de las estrellas, y el aire era terso y crujiente por el frío; un éter amorfo trasuntaba cierta vida propia.
Aunque realmente hacía mucho frío, el aire helado cobró una intensidad mayor cuando se aproximaron a la gran muralla de hielo, pero el estremecimiento de Ayla respondía a la emoción del temor y la expectativa. Jondalar observó los ojos relucientes de la joven, la boca apenas entreabierta mientras ella respiraba más profundo y más rápido. Jondalar siempre se sentía animado por la excitación de Ayla, y ahora experimentó cierto movimiento en sus propias entrañas. Pero meneó la cabeza. No era el momento. El glaciar esperaba.
Jondalar sacó de su alforja una larga cuerda.
–Tenemos que atarnos juntos –dijo.
–¿También los caballos?
–No. Cada uno de nosotros podrá sostener al otro, pero si los caballos resbalan, nos arrastrarán con ellos.
Por mucho que detestase la idea de perder a Corredor o a Whinney, le preocupaba sobre todo la seguridad de Ayla.
Ayla frunció el entrecejo, pero asintió como muestra de que estaba de acuerdo.
Hablaban en murmullos muy discretos y el hielo silencioso y amenazador aquietaba sus voces. No querían turbar su imponente esplendor o advertirle del asalto inminente.
Jondalar ató un extremo de la cuerda alrededor de su cintura y el otro alrededor de Ayla, enroscó la cuerda sobrante y pasó el brazo por el hueco, para colgar del hombro el rollo. Después cada uno de ellos tomó la cuerda de un caballo. Lobo tendría que seguir su propio camino.
Jondalar sintió pánico antes de empezar. ¿En qué había estado pensando? ¿Qué le inducía a creer que podía cruzar el glaciar con Ayla y los caballos? Habrían podido seguir el camino más largo, dando un rodeo. Aunque llevase más tiempo, era más seguro. Por lo menos, sabía que era posible. Entonces comenzó a caminar sobre el hielo.
Al pie del glaciar había a menudo una separación entre el hielo mismo y la tierra, lo que creaba bajo el hielo un espacio semejante a una caverna o a una cornisa helada que sobresalía y se extendía sobre la grava acumulada que era el resultado de la acción del glaciar. En el lugar elegido por Jondalar, el saliente se había derrumbado, y permitía un ascenso gradual. También estaba mezclada con grava, lo que les permitía afirmar mejor el pie. A partir del reborde que se había derrumbado, una densa acumulación de grava –una morrena– ascendía por el flanco del hielo como una especie de huella bien definida; excepto cerca de la cima, no parecía demasiado empinada para ellos o para los caballos de pasos seguros. Sobrepasar el borde superior podía constituir un problema, pero Jondalar no podía conocer su gravedad hasta que llegase a aquel punto.
Guiados por Jondalar, comenzaron a remontar la pendiente. Corredor vaciló un momento. Aunque habían reducido la carga, el peso que el caballo transportaba todavía resultaba engorroso, y el cambio de ángulo, de una pendiente moderada a otra más empinada, desestabilizó su equilibrio. Uno de sus cascos resbaló, para después afirmarse y, con cierta vacilación, el joven animal inició el ascenso. Después les llegó el turno a Ayla y a Whinney, que arrastraba las angarillas. Pero la yegua había tirado tanto tiempo de la angarilla, y sobre terrenos tan variados, que estaba acostumbrada; a diferencia del considerable peso que Corredor llevaba sobre el lomo, las pértigas, muy separadas una de otra, contribuían al equilibrio de la yegua.
Lobo cerraba la marcha. Para él las cosas eran más fáciles. Levantaba menos del suelo y sus patas ásperas permitían cierto grado de adhesión de modo que no resbalaba. Pero adivinaba el peligro que corrían sus compañeros y marchaba detrás como si vigilase la retaguardia, atento a las amenazas invisibles.
Bajo la intensa luz de la luna, los reflejos de los afloramientos irregulares de hielo desnudo relucían y las superficies espejadas de los planos lisos presentaban un aspecto intensamente líquido, cual si fueran estanques de aguas oscuras. No era difícil ver la morrena que se desparramaba, como un río de arena y piedras en movimiento lento, pero la iluminación nocturna desdibujaba la magnitud y la perspectiva de los objetos y disimulaba los pequeños detalles.
Jondalar marchaba con paso lento y cauteloso y guiaba con cuidado a su caballo para evitar los obstáculos. Ayla se preocupaba más por encontrar el mejor camino para el caballo al que conducía que por su propia seguridad. Cuando la pendiente se acentuó, los caballos, desequilibrados por la inclinación y por su pesada carga, trataron de afirmar las patas. Cuando un casco resbaló, en el momento en que Jondalar quiso obligar a Corredor a abordar una brusca elevación, cerca de la cumbre, el caballo relinchó y trató de retroceder.
–Vamos, Corredor –le exhortó Jondalar, mientras ponía tensa la cuerda, como si pudiera obligar al animal mediante la fuerza bruta–. Ya casi estamos, debes llegar.
El caballo realizó un esfuerzo, pero sus cascos resbalaron sobre el hielo traicionero que yacía bajo una delgada capa de nieve, y Jondalar sintió que le arrastraba la propia cuerda. La aflojó, de modo que Corredor se moviese con más libertad y finalmente la soltó del todo. En la carga había cosas que de ningún modo quería perder, y lo que era aún más grave, lamentaría perder al animal; temió que el corcel no lograse llegar a la cima.
Pero, cuando sus cascos encontraron grava, el deslizamiento de Corredor cesó, y como ahora nada le sujetaba, irguió la cabeza y se lanzó hacia delante. De pronto, el caballo superó el borde; para ello había aprovechado diestramente una estrecha grieta al final de una fisura, en el punto mismo en que el camino se nivelaba. Jondalar advirtió que el color del cielo había pasado del negro al azul índigo intenso, con una leve aclaración de las sombras en el horizonte oriental. Se acercó al caballo, lo palmeó y lo elogió cálidamente.
Jondalar sintió un tirón en la cuerda que pasaba por su hombro. Pensó: «Seguramente Ayla ha resbalado»; soltó más cuerda. «Quizá haya llegado al punto en que la pendiente se eleva bruscamente.» De pronto, la cuerda comenzó a deslizarse de su mano, hasta que él sintió un fuerte tirón en la cintura. Supuso que Ayla estaba sosteniendo la cuerda de Whinney. «Tiene que soltarla.»
Sujetó la cuerda con las dos manos y gritó:
–¡Suéltala, Ayla! ¡Te arrastrará con ella!
Pero Ayla no le oyó, o si le oyó no le entendió. Whinney había comenzado a trepar por la pendiente, pero sus cascos no podían encontrar el punto de apoyo y retrocedía deslizándose. Ayla sostenía la cuerda que sujetaba al animal, como si pudiera impedir que la yegua cayese; pero, en realidad, también ella estaba cayendo hacia atrás. Jondalar sintió que él mismo se acercaba peligrosamente al borde. Buscó algo donde agarrarse y aferró la cuerda que sujetaba a Corredor. El animal relinchó.
En última instancia, la angarilla frenó el descenso de Whinney. Una de las pértigas se enganchó en una grieta y allí se sostuvo el tiempo suficiente para permitir que la yegua recuperase el equilibrio. Después sus cascos se hundieron en un montón de nieve que le permitió afianzarse y finalmente encontró grava. Cuando Jondalar sintió que la cuerda aflojaba, soltó la que sostenía a Corredor. Apoyando el pie en una grieta del hielo, Jondalar tiró de la cuerda que le rodeaba la cintura.
–Dame un poco de cuerda –gritó Ayla, mientras sostenía la que sujetaba a Whinney y el animal pugnaba por avanzar.
De pronto, milagrosamente, Jondalar vio que Ayla había sobrepasado el borde; y entonces tiró de la cuerda para ayudarla a recorrer el resto del camino. Un instante después apareció Whinney. Con un brinco hacia delante, la yegua dejó atrás la grieta y apoyó las patas en el hielo llano; las pértigas de la angarilla saltaron por el aire y el bote redondo vino a descansar en el borde que los humanos y los animales habían superado. Una raya rosada apareció en el cielo matutino, definiendo el borde de la tierra; Jondalar emitió entonces un hondo suspiro.
De pronto, Lobo saltó sobre el borde y corrió hacia Ayla. Empezó a echársele encima, pero, como no se sentía muy segura, le ordenó que se detuviese. El lobo retrocedió, miró a Jondalar y después a los caballos. Alzó la cabeza y, tras unos pocos gañidos preliminares, entonó alto y fuerte su canto de lobo.
Aunque habían trepado una acentuada pendiente y el hielo ahora era una superficie llana, lo cierto es que todavía no habían alcanzado la superficie más alta del glaciar. Había grietas por todo el borde y bloques quebrados de hielo dilatado que se habían elevado. Jondalar traspasó un montículo de nieve que cubría una roca irregular y fragmentada detrás del borde, y finalmente puso los pies sobre una superficie llana de la plataforma de hielo. Corredor le siguió, despidiendo por el aire fragmentos de hielo que saltaban y rodaban por encima del borde hacia la base del glaciar. El hombre mantuvo tensa la cuerda sujeta a su cintura mientras Ayla daba los últimos pasos. Lobo corría por delante mientras Whinney marchaba detrás.
El cielo se había convertido en un fugaz y único matiz de azul oscuro, mientras los rayos de luz móviles brotaban precisamente detrás del horizonte de la tierra. Ayla volvió los ojos hacia la acentuada pendiente y se preguntó cómo habían logrado remontarla. Desde el lugar que ahora ocupaban en la cima no parecía posible. Después se volvió para continuar y sintió que se le cortaba el aliento.
El sol naciente había asomado sobre el borde oriental con una explosión enceguecedora de luz que iluminaba una escena inverosímil. Hacia el oeste, una planicie lisa, absolutamente sin accidentes, de un blanco deslumbrante, se extendía ante ellos. Sobre ella, el cielo tenía un matiz de azul que Ayla jamás había visto en su vida. Quién sabe cómo había absorbido el reflejo de la alborada roja y el matiz verde azulado del hielo glaciar, y sin embargo, continuaba siendo azul. Pero era un azul de brillo tan deslumbrante que parecía resplandecer con su propia luz en un matiz que desafiaba la descripción. Se iba oscureciendo hasta alcanzar un tono negro azulado brumoso en el horizonte lejano, hacia el sudoeste.
Mientras el sol se elevaba por el este, la imagen descolorida de un círculo casi perfecto, que había resplandecido con reflejos tan brillantes en el cielo oscuro del momento que precedía al despertar del alba, se cernía sobre el borde occidental lejano; era apenas un recuerdo de su esplendor anterior. Pero nada interrumpía la belleza ultraterrena del vasto desierto de agua helada; no había árboles, ni rocas, ni movimientos de ningún género que mancillasen la majestad de la superficie aparentemente uniforme.
Ayla expulsó explosivamente su aliento. No había advertido que estaba conteniéndolo.
–¡Jondalar! ¡Esto es grandioso! ¿Por qué no me lo habías dicho? Habría viajado el doble de distancia para ver esto –dijo con voz cargada de reverencia.
–Es espectacular –dijo él, sonriendo ante la reacción de la joven, pero igualmente impresionado–. Sin embargo, no podía decírtelo. Nunca lo había visto antes. No es frecuente esta serenidad. Aquí las ventiscas también pueden ser espectaculares. Avancemos mientras podamos ver el camino. No es tan sólido como parece, y con este cielo claro y el sol luminoso, puede abrirse una grieta o ceder una cornisa que sobresale.
Comenzaron a atravesar la planicie de hielo, precedidos por sus propias sombras alargadas. Antes de que el sol estuviese muy alto, ya habían comenzado a transpirar dentro de sus pesadas ropas. Ayla comenzó a quitarse la chaqueta de piel con capucha.
–Quítate la ropa, si lo deseas –dijo Jondalar–, pero mantén cubierto el cuerpo. Aquí puedes sufrir una grave quemadura, y no sólo por el sol. Cuando el sol brilla así, también el hielo puede quemarte.
Durante la mañana comenzaron a formarse pequeños cúmulos. Hacia el mediodía se habían agrupado para formar grandes nubes del mismo tipo. El viento comenzó a acentuarse en el transcurso de la tarde. Aproximadamente a la hora en que Ayla y Jondalar decidieron detenerse para derretir nieve y hielo con el fin de conseguir agua, ella se sintió más que feliz de ponerse de nuevo el cálido chaquetón de piel. Los cúmulos nimbus cargados de humedad ocultaban el sol, y rociaban a los viajeros con una leve polvareda de nieve seca. El glaciar se ensanchaba.
La meseta que estaban cruzando había nacido en los picos de las accidentadas montañas que se levantaban muy al sur. El aire húmedo, que se elevaba y desbordaba los altos obstáculos, se condensaba en gotitas de agua, pero era la temperatura la que decidía si adoptaría la forma de lluvia fría o, si tras un descenso relativo, formaría nieve. No era la congelación perpetua la que formaba los glaciares; era más bien la acumulación de nieve de un año sobre la del siguiente lo que originaba los glaciares, que, poco a poco, se convertían en láminas de hielo que, con el tiempo, abarcaban continentes enteros. A pesar de unos pocos días cálidos, los inviernos de intenso frío combinados con los veranos nublados y frescos, que no atinaban a derretir del todo el resto de nieve y hielo que persistía al final del invierno –es decir, una temperatura anual media baja–, inclinaban la balanza en favor de una época glaciar.
Exactamente debajo de las altas cumbres de las montañas meridionales, demasiado abruptas ellas mismas para permitir que la nieve se posara, se formaban pequeñas cuencas, anfiteatros que se apoyaban en las faldas de las cumbres; estos anfiteatros eran la cuna de los glaciares. Cuando los copos de nieve livianos, secos y esponjosos, derivaban hacia las depresiones que se formaban arriba en las montañas y que habían sido provocadas por minúsculas proporciones de agua que se congelaba en las grietas y después se expandían y arrojaban toneladas de roca, terminaban apilándose. Con el tiempo, el peso de la masa de agua helada convertía los delicados copos en fragmentos que se agrupaban en pequeñas esferas redondas de hielo: la nieve granulada.