Las llanuras del tránsito (132 page)

Jondalar aceptó, y tras algunos preliminares para fijar las formas, abordaron la discusión más seria.

–Ayla es mi compañera, me pertenece –dijo, mientras Ayla traducía con una gama completa de sutilezas–. Soy responsable por ella; lo que se le debe a ella a mí se me debe. –Después, ante la sorpresa de Ayla, Jondalar agregó–: Yo también tengo una obligación que agobia mi espíritu. Tengo una deuda de parentesco con el clan.

Guban manifestó curiosidad.

–Esa deuda ha gravitado pesadamente en mi espíritu, porque no he sabido cómo saldarla.

–Háblame de eso –dijo Guban con gestos y signos–. Quizá yo te pueda ayudar.

–Como dijo Ayla, me atacó un león de las cavernas. Fui marcado, elegido por el León de las Cavernas, que ahora es mi tótem. Ayla me encontró. Yo estaba a un paso de la muerte y mi hermano, que me acompañaba, ya caminaba por el mundo de los espíritus.

–Lamento saberlo. Es duro perder un hermano.

Jondalar se limitó a asentir.

–Si Ayla no me hubiese descubierto, yo también estaría muerto, pero cuando Ayla era niña y estaba en peligro de muerte, el clan la recogió y la crio. Si el clan no hubiese recogido a Ayla cuando era una niña, no habría podido sobrevivir. Si Ayla no hubiese vivido y una hechicera del clan no le hubiese enseñado a curar, yo no estaría vivo. Ahora estaría caminando por el otro mundo. Debo mi vida al clan, pero no sé cómo pagar esa deuda y a quién.

Guban asintió con mucha simpatía. Era un problema grave y una deuda considerable.

–Quiero hacer una petición a Guban –continuó Jondalar–. Puesto que Guban tiene conmigo una deuda de parentesco, le pido que acepte a cambio mi deuda de parentesco con el clan.

El hombre del clan consideró seriamente la petición, pero, de todos modos, le satisfizo conocer el problema. Canjear una deuda de parentesco era mucho más aceptable que sencillamente deber su vida a un hombre de los Otros y entregarle una parte de su espíritu. Finalmente, asintió.

–Guban aceptará el canje –dijo, y se sintió muy aliviado.

Guban retiró el amuleto que llevaba colgado del cuello y lo abrió. Depositó el contenido en la palma de su mano y tomó uno de los objetos, un diente, uno de sus primeros molares. Aunque no tenía cavidades, esa pieza estaba gastada de un modo peculiar, debido principalmente a que él solía usar la dentadura como herramienta. La pieza dental que tenía en la mano estaba gastada, pero no tanto como su dentadura permanente.

–Por favor, acepta esto como prenda de parentesco –dijo Guban.

Jondalar se sintió incómodo. No había previsto que habría un intercambio de algunos efectos personales para refrendar el intercambio de deudas, y no sabía qué dar al hombre del clan que tuviese la misma importancia. Viajaban con muy pocas cosas, de modo que Jondalar no tenía mucho que dar. De pronto, tuvo una idea.

Retiró un saquito de un cordel atado a su cinturón y volcó el contenido en la mano. Guban miró sorprendido. En la mano de Jondalar había varias garras y dos caninos de un oso de las cavernas, el mismo animal que había cazado el verano precedente, poco después de iniciar el largo viaje. Mostró uno de los caninos.

–Por favor, acepta esto como prenda de parentesco.

Guban moderó su interés. Un diente de oso de las cavernas era un símbolo poderoso. Confería elevada jerarquía, y regalar uno significaba un gran honor. Le halagó pensar que aquel hombre perteneciente al pueblo de los Otros había reconocido de un modo tan apropiado la posición del propio Guban y la deuda que tenía con todo el clan. El episodio produciría una impresión positiva cuando explicase a los demás este intercambio. Aceptó el símbolo de parentesco, lo encerró en su puño y lo sostuvo con firmeza.

–¡Bien! –dijo Guban, como si hubiese cerrado un trato. Después formuló una petición–: Como ahora somos parientes, quizá cada uno deba conocer dónde está el clan del otro y el territorio que ocupa.

Jondalar describió el área general de su territorio. La mayor parte de aquella área que se extendía más allá del glaciar era zelandonii o estaba ocupada por pueblos afines, y después describió específicamente la Novena Caverna de los zelandonii. Guban describió su territorio, y Ayla sacó la impresión de que no estaban tan lejos unos de otros como ella había creído.

Antes de que hubiesen concluido se mencionó el nombre de Charoli. Jondalar explicó los problemas que el joven había provocado a todos, y describió con cierto detalle lo que se proponían hacer para detenerle. Guban consideró que la información era tan importante que convenía transmitirla a otros clanes, e incluso se dijo que quizá, en última instancia, su pierna rota podía ser el punto de partida de una situación afortunada.

Guban tendría mucho que contar en su clan. No sólo que también los Otros tenían problemas con aquel hombre y se proponían hacer algo para remediar la situación, sino que algunos individuos de los Otros estaban dispuestos a luchar contra su propia gente para ayudar a la gente del clan. También había algunos que sabían hablar bien. Una mujer que podía comunicarse muy bien y un hombre de capacidad limitada pero útil, lo cual, en ciertos aspectos, podía ser más valioso porque él era varón y ahora pariente. Ese contacto con los Otros y las percepciones y el conocimiento de dichas personas podían aportarle incluso más jerarquía, sobre todo si recuperaba el uso pleno de su pierna.

Ayla aplicó la envoltura de corteza de alerce aquella misma tarde. Guban fue a acostarse sintiéndose muy bien y la pierna apenas le dolía.

Cuando Ayla se despertó por la mañana, se sentía muy inquieta. De nuevo había tenido un sueño extraño, algo muy real, con las cavernas y la figura de Creb. Mencionó el asunto a Jondalar; después hablaron de cómo conseguirían que Guban regresase a su pueblo. Jondalar propuso los caballos, si bien le preocupaba mucho la posibilidad de que aumentase el retraso. Ayla pensó que Guban jamás aceptaría. Los caballos domesticados le inquietaban.

Cuando se levantaron, ayudaron a Guban a salir de la tienda, y mientras Ayla y Yorga prepararon una comida matutina, Jondalar hizo una demostración de cómo usar las muletas. Guban insistió en probar, a pesar de las objeciones de Ayla, y después de practicar un poco, se sorprendió al comprobar lo eficaces que eran. De hecho, podía caminar sin cargar el más mínimo peso sobre la pierna.

–Yorga –dijo Guban a su mujer, una vez hubo dejado las muletas–, prepárate para partir. Después de la comida nos iremos. Es hora de regresar al clan.

–Es demasiado pronto –dijo Ayla, utilizando simultáneamente los gestos del clan–. Necesitas descansar la pierna, porque, de lo contrario, no curará bien.

–Mi pierna descansará mientras camino con esto –hizo un gesto para aludir a las muletas.

–Si tienes que partir ahora, puedes montar uno de los caballos –dijo Jondalar.

Guban se sobresaltó.

–¡No! Guban camina sobre sus propias piernas. Con la ayuda de estos objetos. Compartiremos una comida más con los nuevos parientes y después nos marcharemos.

Capítulo 41

Después de compartir la comida, las dos parejas se prepararon para seguir cada una su propio camino. Cuando Guban y Yorga estuvieron listos, se limitaron a mirar un momento a Jondalar y Ayla, evitando al lobo y a los dos caballos cargados de bultos. Después, apoyándose en las muletas, Guban empezó a alejarse. Yorga caminó detrás.

No hubo adioses ni agradecimientos; tales conceptos eran ajenos al pueblo del clan. No era normal comentar una partida; era un acto evidente, y los gestos de ayuda o bondad, sobre todo de los parientes, parecían naturales. Las obligaciones aceptadas no requerían agradecimientos, sólo reciprocidad, si se hacía necesario. Ayla sabía cuán difícil podía ser que Guban cediese a la necesidad de demostrar reciprocidad. De acuerdo con el concepto del propio Guban, les debía más de lo que jamás podría pagar. Le habían dado más que la vida; le habían proporcionado la posibilidad de conservar su posición, su jerarquía, que para él significaba más que el mero hecho de estar vivo; sobre todo si eso significaba vivir como un inválido.

–Ojalá no tengáis que andar mucho camino. Recorrer una distancia larga con esas muletas no es fácil –dijo Jondalar–. Espero que lo consigas.

–Lo conseguirá –dijo Ayla–, por muy lejos que sea. Incluso sin las muletas, se las ingeniaría para regresar, aunque tuviera que arrastrarse todo el camino. No te preocupes, Jondalar. Guban es un hombre del clan. Lo conseguirá... o perecerá en el intento.

Jondalar frunció el entrecejo en una expresión pensativa. Vio que Ayla recogía la rienda de Whinney; después meneó la cabeza y buscó la de Corredor. A pesar de las dificultades que Guban tendría que afrontar, Jondalar tenía que reconocer que le alegraba que hubiese rechazado su ofrecimiento de cabalgar para volver al clan. Ya habían perdido demasiado tiempo.

Cuando salieron del campamento, continuaron cabalgando a través de los bosques abiertos, hasta que llegaron a un lugar elevado. Allí se detuvieron y pasearon la mirada sobre el camino que habían recorrido. Los altos pinos, que se elevaban rectos como centinelas, protegían durante un largo trecho las orillas del Río de la Madre; una columna serpenteante de árboles se desgajaba de la legión de coníferas que podían ver más abajo y que se extendía por los flancos de las montañas que se aproximaban desde el sur.

Al frente, la pendiente, cuesta arriba, se alisó temporalmente, y una prolongación del bosque de pinos, que partía del río, atravesó un pequeño valle. Desmontaron para guiar a los caballos a través del denso bosque, y penetraron en un espacio penumbroso, de profundo y sobrecogedor silencio. Los troncos rectos y oscuros sostenían un dosel bajo formado por muchas ramas que terminaban en agujas bajas que bloqueaban el paso de la luz del sol y reducían el crecimiento de los matorrales y los arbustos. Una capa de agujas pardas, que se había acumulado a lo largo de siglos, amortiguaba el ruido de los pasos y los cascos.

Ayla vio un grupo de setas en la base de un árbol y se arrodilló para examinarlas. Estaban completamente congeladas, atacadas por una súbita helada durante el otoño anterior. Pero la nieve no había llegado allí para dar testimonio de la nueva temporada. Era como si el tiempo de la cosecha se hubiese detenido y mantenido en suspenso, preservado en la foresta todavía fría. Lobo apareció junto a Ayla y acercó el hocico a la mano sin guante. Ella le frotó la cabeza, vio el vapor que se desprendía de sus fauces, después el que ella misma exhalaba y tuvo la fugaz impresión de que el pequeño grupo de viajeros representaba los únicos seres vivientes.

Sobre el extremo más lejano del valle, la ladera ascendía bruscamente y aparecían los relucientes abetos plateados, que contrastaban con el majestuoso verde oscuro de los pinos. Los pinos de agujas largas estaban representados por ejemplares cada vez más achaparrados a medida que aumentaba la altura, y finalmente desaparecían, dejando al abeto y al pino común que continuaran la marcha junto al curso medio de la Madre.

Mientras cabalgaba, los pensamientos de Jondalar retornaban a la gente del clan que habían conocido poco antes; nunca podría volver a pensar en ellos de otro modo que como personas. Necesito convencer a mi hermano. Quizá él podría tratar de relacionarse con esta gente, si todavía es el líder. Cuando se detuvieron a descansar y a preparar una infusión, Jondalar expresó en voz alta sus pensamientos.

–Cuando lleguemos a casa, hablaré con Joharran acerca de la gente del clan, Ayla. Si otras personas pueden traficar con ellos, también podremos hacerlo nosotros; él debería enterarse de que están reuniéndose con clanes lejanos para discutir los problemas que se suscitan con nosotros –dijo Jondalar–. Esto podría crear dificultades y no quisiera combatir contra hombres como Guban.

–No creo que haya ninguna prisa. Tendrá que pasar mucho tiempo antes de que adopten decisiones. Para ellos, los cambios son difíciles –explicó Ayla.

–¿Qué me dices del intercambio? ¿Te parece que estarían dispuestos a iniciarlo?

–Creo que Guban se mostraría más dispuesto que la mayoría. Le interesa saber más de nosotros y mostró buena voluntad para probar las muletas, aunque debo reconocer que no aceptó usar los caballos. Que haya llevado a su hogar a una mujer tan poco común, traída de un clan lejano, revela también algo de su personalidad. En eso corrió cierto riesgo, si bien debe tenerse en cuenta que ella es hermosa.

–¿La crees hermosa?

–¿No piensas lo mismo?

–En todo caso, comprendo por qué a Guban le parece que es hermosa –dijo Jondalar.

–Creo que lo que un hombre considera bello depende de su propio carácter –dijo Ayla.

–Sí, y opino que tú eres hermosa.

Ayla sonrió, y él se sintió aún más convencido de su belleza.

–Me alegro de que pienses así.

–Ya sabes que es cierto. ¿Recuerdas toda la atención que te dispensaron en la Ceremonia de la Madre? ¿Te he dicho alguna vez cuánto me alegró que me eligieses? –preguntó Jondalar, sonriendo al recordar el episodio.

Ayla recordó algo que él había dicho a Guban.

–Bien, te pertenezco, ¿verdad? –dijo, y después sonrió–. Me alegro de que no conozcas del todo bien el lenguaje del clan. Guban habría advertido que no estabas diciendo la verdad cuando afirmaste que yo era tu compañera.

–No, no lo habría advertido. Todavía no hemos tenido una Ceremonia Matrimonial, pero en mi corazón estamos unidos. No fue una mentira –dijo Jondalar.

Ayla se sintió conmovida.

–Yo también siento lo mismo –agregó en voz baja, mirando al suelo porque deseaba demostrar deferencia hacia los sentimientos que la colmaban–. Siento eso mismo desde que estábamos en el valle.

Jondalar experimentó un impulso de amor tan intenso que creyó que estallaría. La buscó y la abrazó, sintiendo en ese momento, con esas pocas palabras, que había pasado por una Ceremonia de Unión. No importaba si alguna vez participaba en una ceremonia aceptada por su pueblo. Intervendría en eso para complacer a Ayla, pero no lo necesitaba. Sólo necesitaba volver sano y salvo a su hogar.

Una súbita ráfaga de viento provocó una sensación de frío en Jondalar, disipando el flujo de calor que había sentido, dejándole en un estado de extraña ambivalencia. Se levantó y, apartándose del calor del pequeño fuego, respiró hondo. Quedó anhelante, cuando el aire muy frío y muy seco le llenó los pulmones. Se cubrió con la capucha de piel y se la apretó contra la cara para permitir que su cuerpo caliente entiviase el aire que respiraba. Aunque lo que menos deseaba sentir era un viento tibio, comprendió que ese frío tan intenso era sumamente peligroso.

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