Las llanuras del tránsito (134 page)

Como viajaban hacia el final del invierno, Ayla y Jondalar no podían apreciar la belleza que la meseta presentaba en primavera y en verano. Ni los rosales silvestres ni los rododendros coloreaban el paisaje con flores rosadas; no había azafranes ni anémonas, ni bellas gencianas azules; tampoco los narcisos amarillos se sentían tentados de desafiar el áspero viento, y las prímulas o las violetas no estallarían con su esplendor policromo hasta la primera tibieza de la primavera. No había campánulas, rapánchigos, hierbas canas, margaritas, lirios, saxífragas, claveles, acónitos o hermosos y pequeños edelweiss que aliviaran la cruel y fría monotonía de aquellos campos invernales helados.

Lo que sí atrajo la atención de los dos fue un espectáculo más impresionante. Una deslumbrante fortaleza de reluciente hielo se cruzaba en su camino. Resplandecía al sol como un diamante grandioso y multifacético. Su misma blancura cristalina relucía con sombras azules luminosas que ocultaban sus fallas: las grietas, los túneles, las cavernas y las depresiones que recorrían aquella joya gigantesca.

Habían llegado al glaciar.

Cuando los viajeros se aproximaron a la cresta del gastado tocón de la montaña primordial que sostenía la lisa corona de hielo, ni siquiera estaban seguros de que el estrecho río de montaña que corría al costado siguiera siendo el mismo río que había sido su acompañante durante tanto tiempo. No era posible distinguir la diminuta huella de hielo de los muchos y pequeños cursos de agua helados que esperaban la primavera para liberar sus cascadas, que descenderían entre las rocas cristalinas de la alta meseta.

El Río de la Gran Madre, cuyo curso habían seguido todo el camino desde su ancho delta, donde desembocaba en el mar interior, la gran vía de agua que había guiado sus pasos la mayor parte del arduo viaje, ya no existía. Incluso el atisbo bloqueado por el hielo de un arroyuelo irregular pronto quedaría atrás. Los viajeros ya no contarían con la reconfortante seguridad del río que les señalaba el camino. Tendrían que continuar su viaje hacia el oeste, simplemente reconociendo el terreno, contando sólo con el sol y las estrellas que cumplirían la función de guías y con señales que Jondalar esperaba recordar.

En el alto prado, la vegetación era más intermitente. Sólo las algas, los líquenes y los musgos que eran típicos de las rocas y los peñascos podían sobrevivir en dura lucha, más allá de las plantas xerófilas y alpinas y algunas raras especies más. Ayla había comenzado a suministrar a los caballos parte del pasto que habían traído consigo. Sin el pelaje espeso y desordenado y la gruesa pelambre interior, ni el lobo ni los caballos habrían sobrevivido, pero la naturaleza los había adaptado al frío. Como carecían de pelaje propio, los seres humanos habían puesto en juego su propia adaptación. Aprovechaban las pieles de los animales que ellos mismos cazaban; sin esa protección, no habrían sobrevivido. Pero, por otra parte, sin la protección de las pieles y el fuego, sus antepasados jamás habrían podido acercarse al norte.

El íbice, la gamuza y el musmón se sentían cómodos en los prados de la montaña, incluidos los que correspondían a las regiones más accidentadas y agrestes, y frecuentaban los terrenos más altos, aunque generalmente no en el período tan avanzado de la estación, pero los caballos eran una anomalía a aquellas alturas. Ni siquiera las pendientes más suaves del macizo animaban precisamente a estos animales a trepar a tanta altura; de todos modos, Whinney y Corredor marchaban con paso seguro.

Los caballos, con las cabezas gachas, atacaban la pendiente desde la base del hielo, cargando los suministros y las piedras de quemar negro-parduscas que representaban la divisoria entre la vida y la muerte para todos. Los humanos, que conducían a los caballos hacia lugares en los que éstos generalmente no entraban, buscaban un lugar llano para armar una tienda y organizar el campamento.

Todos estaban cansados de combatir el frío intenso y el viento áspero y de trepar las laderas empinadas. Era un esfuerzo agotador. Incluso el lobo prefería permanecer cerca antes que alejarse y explorar.

–Estoy muy cansada –dijo Ayla, cuando intentaban organizar el campamento mientras soportaban el azote del intenso viento–. Estoy cansada del viento y cansada del frío. Creo que jamás volveré a sentir calor. Ignoraba que pudiera hacer tanto frío.

Jondalar asintió y reconoció la existencia del frío; pero sabía que la temperatura que aún debían afrontar sería todavía peor. Vio que ella miraba la gran masa de hielo y después apartaba los ojos, como si no deseara verla, y sospechó que la inquietaba algo más que el frío.

–¿Realmente debemos cruzar todo ese hielo? –preguntó Ayla, que al fin decidió admitir sus temores–. ¿Es posible? Ni siquiera sé cómo llegaremos a la cima.

–No es fácil, pero es posible –dijo Jondalar–. Thonolan y yo lo hicimos. Mientras haya luz, me gustaría encontrar el mejor modo de llegar hasta allí con los caballos.

–Tengo la sensación de que hemos estado viajando eternamente. Jondalar, ¿cuánto más debemos avanzar?

–Todavía falta un trecho para la Novena Caverna, pero no está demasiado lejos, nada parecido a lo que hemos recorrido; y una vez que crucemos el hielo, la distancia que nos separará de la caverna de Dalanar es corta. Nos detendremos allí algún tiempo; de ese modo podrás conocerla y ver a Jerika y a todos; no veo el momento de mostrar a Dalanar y Joplaya algunas de las técnicas de tallado del pedernal que aprendí de Wymez, pero incluso si nos quedamos allí y prolongamos la visita, llegaremos a casa antes del verano.

Ayla se sobresaltó. ¡El verano! ¡Pero si estamos en invierno!, pensó. Reconoció que si hubiese sabido realmente cuán prolongado iba a ser el viaje, quizá no se hubiera mostrado tan ansiosa de recorrer con Jondalar todo el camino de regreso al hogar del hombre. Tal vez se hubiese esforzado más por persuadirle de que permaneciesen con los mamutoi.

–Echemos una mirada a ese glaciar –dijo Jondalar–, y veamos cuál es el mejor modo de subir. Después veremos si tenemos todo lo necesario, si estamos preparados para cruzar el hielo.

–Tendremos que usar esta noche algunas de las piedras de quemar si queremos encender fuego –dijo Ayla–. Por aquí no hay combustible. Y habrá que derretir hielo para obtener agua..., seguro que no sufriremos escasez de hielo.

Salvo unos pocos bolsones protegidos en los que la acumulación era escasa, no había nieve en el sector en que acampaban, y habían visto muy poca durante la marcha cuesta arriba. Jondalar había estado allí antes una sola vez, pero ahora todo el sector parecía mucho más seco de lo que él recordaba. Y no se equivocaba. Se encontraban en el sector de la meseta protegido de las lluvias, es decir, sobre el lado posterior; las escasas nevadas que de hecho caían en la región solían llegar poco después, cuando la estación ya había comenzado a cambiar. Él y Thonolan habían soportado una tormenta de nieve en el tramo por el que descendían.

Durante el invierno, el aire más tibio y cargado de agua, arrastrado por los vientos predominantes que venían del océano occidental, trepaba por las laderas hasta que alcanzaba la gran planicie de hielo glaciar con una zona de alta presión en el centro. Como producía el efecto de un túnel gigantesco que apuntaba al alto macizo, el aire húmedo se enfriaba, se condensaba y se convertía en nieve, que caía únicamente sobre el hielo que estaba debajo, alimentando las hambrientas fauces del exigente glaciar.

El hielo que cubría toda la cima gastada del antiguo macizo distribuía la precipitación por toda la zona, formando una superficie casi llana, excepto en la periferia. El aire enfriado, despojado de humedad, descendía a escasa altura y batía los costados, de modo que no caía nieve más allá de los bordes del hielo.

Mientras Jondalar y Ayla se desplazaban alrededor de la base del hielo buscando el mejor modo de proseguir, descubrieron lugares que parecían modificados poco antes, con tierra y rocas arrastradas por las lenguas del hielo que avanzaba. El glaciar estaba creciendo.

En muchas áreas, la antigua roca de la meseta aparecía desnuda al pie del glaciar. El macizo, plegado y elevado por las inmensas presiones que habían originado las montañas del sur, había sido antaño un sólido bloque de granito cristalino que enlazaba con una meseta análoga hacia el oeste. Las fuerzas que presionaban contra la vieja e inconmovible montaña, la roca más antigua sobre la tierra, dejaban sus huellas en forma de una gran abertura, una falla que escindía el bloque.

Directamente hacia el oeste, sobre el lado opuesto del glaciar, la pendiente occidental del macizo era empinada y se correspondía con un borde paralelo que daba al este y atravesaba el valle. Las aguas de un río corrían por el centro del ancho valle de la falla, protegido por los altos costados paralelos del macizo agrietado. Pero Jondalar planeaba dirigirse hacia el sudoeste, para cruzar en diagonal el glaciar y descender por una pendiente más gradual. Debía cruzar el río más cerca de su fuente, a gran altura en las montañas sureñas, antes de que éste descendiera alrededor del macizo helado y atravesara el valle.

–¿De dónde viene esto? –preguntó Ayla, sosteniendo el objeto en cuestión. Eran dos discos ovalados de madera montados en un marco que los mantenía en una posición fija y unidos bastante cerca uno del otro, con cuerdas de cuero atadas a los bordes externos. Una delgada ranura recorría por el centro casi toda la extensión de los óvalos de madera, y casi los dividía en dos.

–Lo hice antes de partir. Tengo también uno para ti. Lo usaremos para proteger los ojos. A veces el resplandor del hielo en el glaciar es tan intenso que uno lo ve todo blanco; la gente dice que uno sufre la ceguera de la nieve. Esa ceguera generalmente desaparece al cabo de un rato, pero es posible que los ojos te queden terriblemente enrojecidos y doloridos. Esto te los protegerá. Adelante, póntelos –dijo Jondalar. Después, al ver que ella los manipulaba torpemente, agregó–: Mira, te haré una demostración. –Se puso los extraños protectores y ató las dos cuerdas sobre la nuca.

–¿Cómo puedes ver? –preguntó Ayla. Apenas conseguía acomodar los ojos detrás de las largas ranuras horizontales, pero, de todos modos, se puso el par que él le entregó–. ¡Sí, puedes verlo casi todo! Solamente hay que mover la cabeza para ver a los lados. –Estaba sorprendida, y ahora sonrió–. Pareces tan cómico con tus grandes ojos vacíos, como una especie de espíritu extraño... o un fantasma. Tal vez el espíritu de un fantasma.

–Tú también tienes un aspecto cómico –dijo Jondalar, sonriendo–, pero estos ojos te pueden salvar la vida. Necesitas ver dónde pones el pie cuando caminas sobre el hielo.

–Ha sido estupendo contar con esos forros de lana de musmón para las botas, los que nos regaló la madre de Madenia –comentó Ayla, mientras los situaba al alcance de la mano para poder usarlos en cuanto lo deseara–. Incluso cuando están húmedos te calientan los pies.

–Podemos dar gracias de que también tenemos el par suplementario ahora que caminamos sobre el hielo –dijo Jondalar.

–Yo solía rellenar mi calzado con tallos de juncia, cuando vivía con el clan.

–¿Tallos de juncia?

–Sí. Te mantiene calientes los pies y se seca muy rápido.

–Es bueno saberlo –dijo Jondalar, y después levantó una bota–. Usa las botas con las suelas de cuero de mamut. Son casi impermeables, y resisten mucho. A veces el hielo puede tener puntas cortantes, y este calzado es bastante áspero, de modo que no resbalará, sobre todo al subir. Veamos, necesitaremos la azuela para cortar el hielo. –Puso la herramienta sobre una pila que estaba formando–. Y cuerdas. Cuerdas fuertes. Tendremos que llevar la tienda, las pieles para dormir y, por supuesto, la comida. ¿Podemos dejar parte de los utensilios para cocinar? No necesitaremos muchas cosas cuando estemos sobre el hielo y los lanzadonii podrán proporcionarnos algunos.

–Estamos usando el alimento para los viajes. No cocinaré y he decidido utilizar la gran vasija de cuero prendida del armazón, la que nos regaló Solandia, para derretir el hielo y obtener agua; debemos ponerla directamente sobre el fuego. Es el modo más rápido, y no habrá necesidad de hervir el agua. Sólo derretir el hielo –dijo Ayla.

–No olvides llevar una lanza.

–¿Para qué? Sobre el hielo no hay animales, ¿verdad?

–No, pero puedes usarla para clavarla delante de ti y comprobar que el hielo es sólido. ¿Y este cuero de mamut? –preguntó Jondalar–. Lo tenemos desde que comenzó el viaje, pero, ¿es necesario? Es pesado.

–Es un buen cuero, sólido y ahora flexible, y una buena protección impermeable para el bote redondo. Has dicho que sobre el hielo nieva.

En realidad, detestaba la idea de abandonarlo.

–Pero podemos usar la tienda como cubierta.

–Es cierto..., pero –dijo Ayla, y apretó los labios, pensativa... De pronto vio otra cosa–. ¿Dónde conseguiste esas antorchas?

–Me las dio Laduni. Nos levantaremos antes del amanecer y necesitaremos luz para empacar. Quiero llegar a la cumbre de la meseta antes de que el sol esté muy alto, cuando todo está aún completamente congelado –dijo Jondalar–. Incluso con este frío, el sol puede fundir un poco el hielo y será bastante difícil llegar a la cima.

Se acostaron temprano, pero Ayla no podía dormir. Estaba nerviosa y excitada. Éste era el glaciar acerca del cual Jondalar había hablado desde el principio.

–¿Qué..., qué pasa? –dijo Ayla, que se despertó sobresaltada.

–No pasa nada. Es hora de levantarse –indicó Jondalar, sosteniendo en alto la antorcha. Hundió el mango en la grava para sostenerla; después entregó a Ayla una taza humeante–. Encendí fuego. Aquí tienes algo de beber.

Ella sonrió y él pareció complacido. Ayla había preparado esa infusión matutina casi todos los días del viaje, y Jondalar se sentía complacido porque, al menos una vez, se había levantado primero y lo había preparado para Ayla. En realidad, no había conseguido dormir. No había logrado conciliar el sueño. Estaba demasiado nervioso, demasiado excitado e inquieto.

Lobo observaba a «sus» humanos y sus ojos reflejaban la luz. Adivinando que sucedía algo extraño, se movía y brincaba hacia delante y hacia atrás. Los caballos también estaban nerviosos; relinchaban, gemían y resoplaban lanzando nubes de vapor. Gracias a las piedras de quemar, Ayla derritió hielo para obtener agua y alimentó a los caballos con granos. Dio a Lobo una torta del alimento para viajes de los losadunai, y reservó una para ella y otra para Jondalar. A la luz de la antorcha, plegaron la tienda y las pieles de dormir y guardaron unos pocos objetos complementarios. Dejaron detrás algunas cosas sueltas, un contenedor de granos que ahora estaba vacío y herramientas de piedra; pero, en el último momento, Ayla puso el cuero de mamut sobre el carbón pardo guardado en el bote redondo.

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