Las llanuras del tránsito (123 page)

Después, al final, cuando Ayla se le acercó, Jondalar apenas podía creerlo. La depositó cuidadosamente sobre la plataforma para dormir, la miró y vio el amor que se expresaba en los ojos de la joven; sintió una sensación dolorosa en la garganta, mientras contenía las lágrimas. Había hecho todo lo que Losaduna le había indicado, le había ofrecido todas las oportunidades e incluso había tratado de alentarla; pero al fin, Ayla acudió a él. Se preguntó si ése era un signo de la Madre que le indicaba que si Ayla quedaba embarazada, sería un hijo del espíritu de Jondalar.

Cambió la posición de los tabiques móviles que les separaban del resto, y cuando ella comenzó a incorporarse y a despojarse de las ropas, él la ayudó suavemente a acostarse otra vez.

–Esta noche es mía –dijo–. Yo quiero hacerlo todo.

Ella se recostó y asintió con una leve sonrisa, experimentando un sentimiento de expectativa. Jondalar pasó al otro lado de los tabiques, trajo un palito ardiendo, encendió una lamparita y la depositó en un nicho. No proyectaba mucha luz, sólo la suficiente para apenas ver. Jondalar comenzó a desnudarse y después se detuvo.

–¿Crees que podríamos encontrar el camino que lleva a la fuente de agua caliente utilizando esto? –preguntó, señalando la lámpara.

–Dicen que agota a un hombre, que ablanda su virilidad –dijo Ayla.

–Créeme, eso no sucederá esta noche –rebatió Jondalar, con una sonrisa.

–En ese caso, creo que podría ser divertido –dijo Ayla.

Se pusieron las chaquetas, recogieron la lámpara y salieron deprisa. Losaduna se preguntó si su intención sería aliviar una necesidad, pero después reflexionó un momento y sonrió. Las fuentes de agua caliente jamás le habían aplacado mucho tiempo. Sólo le proporcionaban a veces un pequeño suplemento de control. Pero Losaduna no fue el único que les vio salir.

Nunca se excluía a los niños de los Festivales de la Madre. Aprendían las habilidades y las actividades que debían conocer cuando fueran adultos observando a los adultos. Cuando organizaban juegos, a menudo imitaban a los mayores, y antes de que fuesen realmente capaces de realizar actos sexuales serios los varones se arrojaban sobre las niñas imitando a los padres y las niñas fingían que daban a luz muñecas, y en eso imitaban a sus madres. Poco después que adquirían la capacidad necesaria, entraban en la edad adulta con ritos que no sólo les conferían la categoría, sino también las responsabilidades del adulto, aunque no siempre elegían pareja estable durante los años siguientes.

Los niños nacían a su debido tiempo, cuando la Madre decidía bendecir a una mujer, pero, por extraño que pudiera parecer, rara vez eran hijos de mujeres muy jóvenes. Se acogía con satisfacción a todos los niños, y la familia grande y los amigos íntimos que formaban una caverna los acogían de buen grado, los cuidaban y criaban.

Madenia había presenciado los Festivales de la Madre desde cuando podía recordar, pero esta vez el asunto tenía un significado distinto. Había observado a varias parejas –al parecer, eso no lastimaba a nadie, por lo menos no como a ella la habían herido, a pesar de que algunas mujeres elegían a varios hombres–, pero a ella le interesaban sobre todo Ayla y Jondalar. Apenas los dos viajeros salieron de la caverna, Madenia se puso la chaqueta y les siguió.

Ayla y Jondalar llegaron a la tienda de paredes dobles, entraron en el segundo recinto y sintieron complacidos el efecto del vapor tibio. Permanecieron de pie dentro, mirando alrededor, y después depositaron la lámpara sobre el altar de tierra que se elevaba a cierta altura. Se quitaron las chaquetas y se sentaron sobre los colchones de lana afelpada que cubrían el suelo.

Jondalar comenzó por quitarle las botas a Ayla; después se quitó las suyas. Besó a la joven prolongada y afectuosamente, mientras desataba los lazos de su túnica y de su prenda interior y las pasaba por encima de la cabeza de la mujer; después se inclinó para besarle los pezones. Desató también los calzones revestidos de piel y la prenda interior parecida a una braga y las retiró, deteniéndose para acariciar el montículo cubierto de suave vello –no se habían molestado en ponerse los calzones externos, con la piel hacia fuera–. Después se desnudó él mismo y abrazó a Ayla, deleitándose al sentir la piel femenina junto a la suya; y en ese mismo instante la deseó.

La condujo al estanque de cuyas aguas se desprendía vapor. Se sumergieron una vez y después pasaron al sector donde debían lavarse. Jondalar extrajo del cuenco un puñado de suave jabón y comenzó a frotarlo sobre la espalda de Ayla y sus dos redondeces iguales, evitando por el momento los lugares sugestivamente tibios y húmedos. El contacto era suave y resbaladizo, y a él le encantaba el roce con la piel femenina. Ayla cerró los ojos, sintió que las manos de Jondalar la acariciaban del modo en que, como él sabía muy bien, más le gustaba, y ella se entregó a ese contacto maravillosamente dulce y experimentó las sensaciones más intensas.

Jondalar cogió otro puñado de jabón y lo deslizó sobre las piernas de Ayla, que fue levantando cada pie y sintiendo un leve espasmo cuando él le hacía cosquillas en la planta. Después la obligó a volverse y la miró de frente, pero no se apresuró a besarla, explorando lenta y suavemente los labios y la lengua, sintiendo su reacción. Su propia reacción ya se estaba manifestando y su virilidad parecía moverse por propia voluntad, mientras pugnaba por entrar en contacto con la mujer.

Con otra pequeña porción de jabón comenzó bajo los brazos de Ayla, acariciándola con la espuma deliciosa y resbaladiza hasta llegar a los pechos llenos y firmes y sintiendo que los pezones se endurecían bajo sus palmas. Un estremecimiento casi fulgurante recorrió el cuerpo de Ayla cuando él le tocó los pezones extrañamente sensibles hasta llegar a ese lugar profundo de Ayla que esperaba a Jondalar. Cuando descendió por el estómago y los muslos, ella gimió expectante. Con las manos todavía jabonosas, él le acarició los pliegues, encontró el lugar femenino de los placeres y lo frotó ligeramente. Después cogió el cuenco de enjuagar, lo llenó con agua del estanque caliente y comenzó a verter el líquido sobre ella. Derramó otros cuencos sobre Ayla antes de llevarla de nuevo al agua caliente.

Se sentaron en los asientos de piedra, muy cerca el uno del otro, presionando la piel tibia contra la piel tibia y sumergiéndose hasta que sólo sus cabezas quedaron fuera de la superficie del agua. Después, cogiéndola de la mano, Jondalar condujo a Ayla de nuevo fuera del agua. La acostó sobre las esteras blandas y se limitó a mirarla un momento, reluciente y húmeda, y esperándole.

Ayla vio sorprendida que, primero, le abría los muslos y pasaba su lengua sobre toda la extensión de los pliegues. No percibió el gusto de la sal; y el sabor especial de Ayla había desaparecido; era una experiencia nueva, gustarla sin saborearla, pero mientras gozaba con la novedad del caso, oyó que ella comenzaba a gemir y a proferir exclamaciones. Parecía como si hubiera llegado de repente, pero Ayla comprendió que estaba demasiado a punto. Sintió que su propia excitación se acentuaba y alcanzaba una cima; después los espasmos de placer la recorrieron una y otra vez y, de pronto, él percibió el sabor de Ayla.

Ella extendió las manos hacia Jondalar y, cuando él la montó y penetró, la joven le guio hacia su propio interior. Ayla elevó las caderas en el momento mismo en que él presionaba y ambos suspiraron con profunda satisfacción. Cuando él se retiró, Ayla sintió el deseo doloroso de recuperarlo. Jondalar sintió que la caricia plena y tibia aprisionaba por completo su miembro y casi alcanzó una incontenible explosión. Cuando retrocedió de nuevo, comprendió que él mismo estaba a punto, y en ese momento un gemido agudo escapó de sus labios. Ayla se elevó hacia él; Jondalar culminó en el momento en que el impulso explosivo se manifestó y llenó el pozo profundo de Ayla y se mezcló con su propia y tibia humedad. En ese instante, él manifestó en un grito la plenitud de su goce.

Descansó sobre ella un momento, porque sabía que a Ayla le encantaba en esas circunstancias sentir el peso del cuerpo masculino. Cuando, al fin, rodó de costado, la miró, vio su sonrisa lánguida y tuvo que besarla. Las lenguas de ambos exploraron, suave y dulcemente, sin apremio, y ella comenzó a sentir de nuevo un atisbo de excitación. Jondalar advirtió esa respuesta más intensa y reaccionó del mismo modo. Esta vez sin la misma urgencia de antes, le besó la boca, después cada uno de los ojos, y encontró sus orejas y los lugares más tiernos y sensibles de su cuello. Descendió y encontró el pezón. Sin prisa, sorbió y mordisqueó uno, mientras acariciaba y pellizcaba el otro; después invirtió el orden hasta que Ayla presionó sobre él, deseando más y más a medida que la sensación se intensificaba.

Y la de Jondalar también. Su virilidad agotada comenzaba a hincharse otra vez y, cuando ella la sintió, se sentó bruscamente y se inclinó para recibirla en su boca y ayudarla a crecer. Él se recostó para gozar de las sensaciones que ella le provocaba en todo el cuerpo, mientras Ayla recibía todo lo que podía del miembro, sorbiéndolo con fuerza, soltándolo y dejándolo que se deslizara. Ayla encontró el reborde duro que estaba debajo y lo frotó rápidamente con la lengua; después, retrayendo un poco el prepucio, rodeó la cabeza suave, cada vez más rápidamente, con su lengua. Él gimió cuando las oleadas de fuego le recorrieron el cuerpo; después la obligó a girar hasta que quedó a horcajadas; Jondalar alzó un poco la cabeza para saborear el pétalo caliente de la flor de Ayla.

Casi en el mismo momento, ambos sintieron que se elevaban más y más y, cuando él la saboreó de nuevo, se retiró un poco, la obligó a girar de modo que quedó de rodillas, dirigió su propia penetración y sintió de nuevo el pozo íntegro y profundo. Ella retrocedía con cada golpe, balanceándose, moviéndose, hundiendo la virilidad y retirándola, sintiendo cada avance y cada retirada y, después, cuando todo se repitió, primero ella y en el golpe siguiente él, sintieron el impulso maravilloso del gran Don de los Placeres de la Madre.

Ambos se derrumbaron, exhaustos, grata, maravillosa y lánguidamente exhaustos. Durante un momento sintieron una corriente de aire, pero no se movieron; incluso se quedaron adormecidos. Cuando despertaron, se incorporaron y se lavaron de nuevo; después se sumergieron en el agua caliente. Para su sorpresa, cuando salieron encontraron mantas de cuero suave, limpio, seco y aterciopelado para secarse; estaban junto a la entrada.

Madenia retornó a la caverna, experimentando sentimientos que nunca había conocido. La había impresionado la pasión intensa pero controlada, la afectuosa ternura de Jondalar y la entusiasta respuesta de Ayla y su inclinación sin reservas a entregarse a Jondalar, a confiar completamente en él. La experiencia de ambos en nada se parecía a la que ella había soportado. Los placeres de los dos habían sido intensos y físicos, pero no brutales; no se trataba de arrebatar a uno para satisfacer la lascivia del otro; sino de dar y compartir para complacerse y gratificarse mutuamente. Ayla le había dicho la verdad; los placeres de la Madre podían ser una cosa sugestiva y sensual, una alegre y placentera celebración del amor mutuo.

Y aunque no sabía muy bien qué hacer al respecto, estaba excitada física y emocionalmente. Tenía los ojos llenos de lágrimas. En ese momento, deseaba a Jondalar. Deseaba que él pudiera ser el hombre con quien compartiría los ritos de feminidad, si bien sabía que eso no era posible. En ese momento llegó a la conclusión de que si podía tener a alguien como él, aceptaría pasar por la ceremonia y afrontar sus ritos de los Primeros Placeres en la siguiente Reunión de Verano.

Nadie se sentía demasiado animado a la mañana siguiente. Ayla preparó la bebida «para la mañana siguiente» que había ideado para las jaquecas que sobrevenían después de las celebraciones del Campamento del León, aunque sólo disponía de ingredientes para la gente del hogar ceremonial. Examinó con cuidado su reserva de infusión anticonceptiva que tomaba todas las mañanas y decidió que debía durarle hasta la nueva estación, hasta el momento en que podría recoger más elementos. Afortunadamente, no era necesario emplear mucho.

Antes del mediodía, Madenia fue a ver a los visitantes. Sonrió tímidamente a Jondalar y anunció que había decidido tener sus Primeros Ritos.

–Maravilloso, Madenia. No lo lamentarás –dijo el hombre de elevada estatura, apuesto y maravillosamente gentil. Ella le miró con una expresión de tanta adoración que él se inclinó y la besó en la mejilla, después se apoyó en el cuello de la joven y respiró en su oído. Jondalar volvió a enderezarse y le sonrió; ella sintió que se perdía en aquellos extraordinarios ojos azules. El corazón le latía tan deprisa que apenas podía respirar. En ese momento, el principal deseo de Madenia era que Jondalar fuese el elegido para el rito de los Primeros Placeres que le esperaban. Después se sintió perturbada y temerosa, porque seguramente él adivinaba lo que ella estaba pensando. De pronto, huyó del sector ocupado por el hogar.

–Lástima que no vivamos más cerca de los losadunai –dijo Jondalar, mirando a la joven que se alejaba–. Me gustaría ayudar a esa joven, pero estoy seguro de que ya encontrarán a alguien.

–Sí, estoy segura de que lo encontrarán, pero ojalá no esté alimentando esperanzas demasiado vivas. Le he dicho que algún día ella podría encontrar a alguien como tú, Jondalar, que ya había sufrido bastante y se lo merecía. Así lo espero por su bien –dijo Ayla–, pero no hay muchos como tú.

–Todas las jóvenes tienen esperanzas y aspiraciones elevadas –dijo Jondalar–, pero antes de la primera vez todo es imaginación.

–Pero ella tiene algo en que basar su imaginación.

–Por supuesto, todas saben más o menos lo que pueden esperar. No se trata de que nunca haya estado cerca de los hombres y las mujeres –replicó él.

–Jondalar, es algo más que eso. ¿Quién crees que nos dejó anoche aquellas mantas secas?

–Pensé que era Losaduna o quizá Solandia.

–Fueron a acostarse antes que nosotros; tenían que ofrecer sus propias honras. Se lo he preguntado. Ni siquiera sabían que habíamos ido a las aguas sagradas. –Aunque Losaduna pareció particularmente complacido por ello.

–Si no fueron ellos, ¿entonces quién..., Madenia?

–Estoy casi segura de que fue ella.

Jondalar frunció el entrecejo, tratando de concentrarse.

–Hemos estado viajando solos y juntos tanto tiempo que... Nunca lo he dicho antes, pero... me siento un poco..., no sé..., creo que renuente a mostrarme tan impetuoso, tan libre cuando estamos con gente. Anoche creí que estábamos solos. Si hubiera sabido que ella estaba allí, tal vez no me habría mostrado tan... desenfrenado –dijo.

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