Las llanuras del tránsito (101 page)

–S’Armuna, no te atribuyas toda la culpa –dijo Ayla–. Tal vez lo permitieras, e incluso lo fomentases, pero no asumas toda la responsabilidad. Attaroa es perversa, y quizá lo fueran también los que la trataron tan mal. –Ayla movió la cabeza–. La crueldad engendra crueldad, el dolor trae dolor, el abuso promueve el abuso.

–¿Y cuántos de los jóvenes a quienes ella lastimó se vengarán en la próxima generación? –exclamó la mujer, como si el sufrimiento lacerase su propio cuerpo. Comenzó a balancearse hacia delante y hacia atrás, abrumada por el pesar–. ¿A cuántos de los niños que están detrás de esa empalizada habrá condenado a transmitir su terrible legado? ¿Y cuántas de las niñas que ahora presencian los actos de Attaroa querrán ser como ella? Cuando vi aquí a Jondalar recordé mi propia instrucción. Precisamente yo jamás debí permitirlo. Por eso soy responsable. ¡Oh, Madre! ¿Qué hice?

–La cuestión no es lo que hiciste, sino lo que puedes hacer ahora –dijo Ayla.

–Tengo que ayudarles. No sé cómo, pero tengo que ayudarles. Pero, ¿qué puedo hacer?

–Es demasiado tarde para ayudar a Attaroa; sin embargo, hay que detenerla. Debemos ayudar a los niños y a los hombres que están en el cercado, pero primero es preciso liberarlos. Después, ya pensaremos en la forma de ayudarles.

S’Armuna miró a la joven, cuya actitud era tan firme y resuelta, y se preguntó quién era realmente. Había logrado que La Que Servía a la Madre viera el daño que había provocado, además de darse cuenta de haber abusado de su propio poder. S’Armuna temía por su propio espíritu, así como por la vida del campamento.

Reinó el silencio en la vivienda. Ayla se puso de pie y recogió el cuenco utilizado para preparar la infusión.

–Yo prepararé la bebida esta vez. He traído una mezcla muy agradable de hierbas –dijo.

S’Armuna asintió sin pronunciar palabra, y Ayla extrajo su bolsito de piel de nutria.

–He pensado en esos dos muchachos lisiados que están en el cercado –intervino Jondalar–. Aunque no puedan caminar bien, convendría que aprendieran a tallar el pedernal, o hacer otras cosas; necesitan que alguien les enseñe. Sin duda, alguno de los s’armunai podrá enseñarles. Tal vez podrías encontrar a alguien, durante la Reunión de Verano, que esté dispuesto a ayudar.

–Ya no asistimos a las Reuniones de Verano con los restantes s’armunai.

–¿Por qué no? –preguntó Jondalar.

–Attaroa no quiere. –La voz de S’Armuna sonaba monótona–. Algunos de los asistentes nunca fueron demasiado amables con ella. Su propio campamento apenas la toleraba. Una vez asumida la jefatura, no quiso tener nada que ver con el resto. Poco después de hacerse con el poder, algunos campamentos enviaron una delegación para invitarnos a una reunión con ellos. Se habían enterado de que aquí había muchas mujeres sin compañero. Attaroa les insultó y les expulsó, y en pocos años consiguió distanciar a todos. Ahora no viene nadie, ni parientes ni amigos. Todos nos evitan.

–Ser atado a un poste es más grave que un insulto –dijo Jondalar.

–Ya te he dicho que está cada vez peor. Tú no has sido el primero. Lo que te hizo, ya lo había hecho antes. Hace pocos años llegó un hombre, un visitante que estaba de viaje. Al ver a tantas mujeres que parecían estar solas, adoptó un aire arrogante de superioridad. Supuso que no sólo se le ofrecería una bienvenida, sino que se vería muy solicitado. Attaroa jugó con él, como un león juega con su presa; luego le mató. Este juego le agradó tanto que empezó a apresar a todos los visitantes. Se complacía en torturarlos, les hacía falsas promesas, les atormentaba y acababa eliminándolos. Jondalar, ése era el destino que te tenía reservado.

Ayla se estremeció mientras agregaba algunas sustancias calmantes y suavizantes a los ingredientes de la infusión de S’Armuna.

–Tenías razón cuando dijiste que no es humana –fue el comentario de la joven–. Mog-Ur me habló a veces de los malos espíritus, pero siempre pensé que se trataba de leyendas, de historias destinadas a atemorizar a los niños para que se portaran bien y para provocar miedo en todos. Pero Attaroa no es una leyenda. Es la personificación del mal.

–Sí; y cuando ya no llegaron visitantes, comenzó a jugar con los hombres del cercado. –S’Armuna continuó hablando, como si no pudiera interrumpirse una vez que había comenzado a relatar lo que había visto y oído–. Primero se apoderó de los más fuertes, los jefes o los rebeldes. El número de hombres es cada vez más reducido y los que quedan ya ni siquiera intentan rebelarse. Los mantiene a todos medio muertos, expuestos a las inclemencias del tiempo. Los mete en jaulas o los mantiene atados. Ni siquiera pueden lavarse. Muchos han muerto a causa de tan horrible cautiverio, y no nacen muchos niños para reemplazarlos. A medida que perecen los hombres, el campamento se muere. Todos nos sorprendimos cuando Cavoa quedó embarazada.

–Lo más seguro es que entrara en el cercado para yacer con un hombre –dijo Ayla–. Probablemente el hombre de quien estaba enamorada. Estoy convencida de que tú lo sabes.

S’Armuna, en efecto, lo sabía, pero le llamó la atención el tono de convicción de Ayla.

–Sí, algunas mujeres se deslizan dentro del cercado para ver a los hombres, y a veces les llevan alimentos. Jondalar ha debido decírtelo –comentó.

–No, no se lo he dicho –observó Jondalar–. Lo que no comprendo es por qué las mujeres permiten que se mantenga prisioneros a los hombres.

–Temen a Attaroa. Algunas la siguen de buen grado, pero la mayoría preferiría recuperar a sus hombres. Y ahora, ella amenaza con lisiar a sus hijos.

–Debes decir a las mujeres que es necesario liberar a los hombres, porque de lo contrario, no nacerán más niños –afirmó Ayla, en un tono que provocó un escalofrío tanto en Jondalar como en S’Armuna. Ambos la miraron con atención. Jondalar reconoció en el rostro de Ayla la expresión distante habitual en ella cuando su mente se concentraba en un enfermo o un herido, aunque en este caso Jondalar veía algo más que la necesidad de ayudar que sentía Ayla. Veía también una cólera fría y dura que nunca había observado antes.

Pero a los ojos de la mujer de más edad Ayla era otra cosa, y ahora interpretó su afirmación como una profecía o como un juicio.

Después de que Ayla sirviera la bebida caliente permanecieron en silencio, cada cual sumido en sus pensamientos. De pronto, Ayla sintió la intensa necesidad de salir de la vivienda y respirar el aire limpio y frío, así como el vivo deseo de ver cómo estaban los animales; sin embargo, al observar discretamente a S’Armuna, llegó a la conclusión de que no era el momento más apropiado para marcharse. Aquella mujer estaba desolada y comprendió que necesitaba algo importante a lo que aferrarse.

Entretanto, Jondalar pensaba en los hombres a quienes había dejado en el cercado y en lo que estarían planeando. Sin duda sabían que él había regresado, pero les extrañaría que no le hubieran encerrado de nuevo en el cercado con ellos. Hubiese deseado hablar con Ebulan y S’Amodun, y tranquilizar a Doban, pero a su vez también necesitaba ser tranquilizado. Estaban en una situación peligrosa, y hasta ese momento no habían hecho otra cosa que hablar. Se sentía impulsado a salir de allí a la mayor velocidad posible, pero parte de su ser quería quedarse y ayudar. Jondalar pensaba que, si estaban dispuestos a hacer algo, debían actuar cuanto antes. Detestaba la idea de permanecer allí sentado, inmóvil.

Finalmente, movido por la desesperación, Jondalar dijo:

–Quiero hacer algo por esos hombres del cercado. ¿En qué puedo ayudar?

–Ya lo hiciste, Jondalar –trató de tranquilizarle S’Armuna, quien también sentía la necesidad de planear algún tipo de estrategia–. Cuando la rechazaste, reanimaste a los hombres, aunque eso solo no habría bastado. Durante cierto tiempo los hombres se resistieron a Attaroa, pero ésta ha sido la primera vez que un hombre ha escapado de ella, y lo que es aún más importante, regresó. Attaroa ha perdido fuerza, y eso renueva las esperanzas de los otros.

–Pero la esperanza no les ayuda a salir de aquí –replicó Jondalar.

–No; y desde luego Attaroa no consentirá que se marchen. Ningún hombre sale vivo de aquí si ella puede evitarlo, aunque unos pocos lograran escapar; pero no es frecuente que las mujeres emprendan viajes. Ayla, eres la primera que ha llegado así al campamento.

–¿Ella podría matar a una mujer? –preguntó Jondalar, y sin advertirlo se acercó más para proteger a la mujer amada.

–Para ella es más difícil justificar la ejecución de una mujer, o incluso su envío al cercado, aunque muchas de las mujeres que están aquí continúan en este pueblo contra su voluntad..., a pesar de que ninguna empalizada les cierra el paso. Attaroa ha amenazado a los seres queridos de esas mujeres y, en consecuencia, están atadas por el amor que profesan a sus hijos o compañeros. Por eso tu vida corre peligro –dijo S’Armuna, mirando directamente a Ayla–. No tienes parientes en este lugar, no puede influir sobre ti, y si consigue matarte, después le será más fácil matar a otras mujeres. Te digo esto no sólo para advertirte, sino por el peligro que corre el campamento entero. Los dos podéis marcharos, y quizá sea lo que deberíais hacer.

–No, no puedo irme –dijo Ayla–. ¿Cómo puedo abandonar a esos niños? ¿O a esos hombres? Las mujeres también necesitan ayuda. Escucha, S’Armuna, Brugar afirmó que tú eras hechicera. No sé si sabes lo que eso significa, pero yo soy hechicera del clan.

–¿Eres hechicera? Debí comprenderlo –afirmó S’Armuna. No estaba muy segura de lo que quería decir ser hechicera, pero había recibido tantas muestras de respeto de Brugar después de que él mismo le diera esa clasificación, que la propia S’Armuna había atribuido a su título el más alto significado.

–Por eso no puedo irme –continuó Ayla–. No se trata de lo que yo haya decidido hacer, sino de lo que una hechicera debe hacer, de lo que es. Es algo que uno lleva dentro. Una parte de mi espíritu ya está en el más allá. –Ayla llevó la mano al amuleto que colgaba de su cuello–. Y fue cedida a cambio del compromiso espiritual de las personas que necesitasen mi ayuda. Es difícil explicarlo, pero no puedo permitir que Attaroa continúe con sus abusos. Además, este campamento precisará ayuda una vez liberados los que están en el cercado. Debo permanecer aquí, mientras sea necesario.

S’Armuna asintió, pues creía haber entendido. No era un concepto fácil de explicar. Comparaba la fascinación que sentía Ayla por ejercer sus dotes curativas y ayudar al prójimo, con sus propios sentimientos referentes a la vocación de Servir a La Madre, y en ese sentido S’Armuna se identificaba con la joven.

–Permaneceremos aquí todo lo que podamos –corrigió Jondalar a la joven, recordando que aún tenían que cruzar el glaciar ese invierno–. Pero ¿cómo lograremos persuadir a Attaroa para que deje en libertad a los hombres?

–Ayla, ella te teme –dijo la chamán–, y yo creo que lo mismo le sucede a la mayoría de las Lobas. Los que no te temen, te miran con profundo respeto. Los s’armunai son pueblos cazadores de caballos. También cazamos otros animales, entre ellos los mamuts, pero conocemos a los caballos. Al norte hay un precipicio a cuyas profundidades hemos empujado a los caballos durante generaciones. No puedes negar que el control que ejerces sobre los caballos es una magia poderosa. Tan poderosa que resulta difícil de creer, incluso viéndolo.

–La cosa nada tiene de misteriosa –replicó Ayla–. Crie a la yegua desde que era una potrilla. Yo vivía sola, y ella era mi única amiga. Whinney hace lo que yo le pido porque quiere hacerlo, porque somos amigas –dijo, tratando de explicarse.

El modo de pronunciar el nombre de Whinney recordaba el suave resoplido emitido por un caballo. Durante el período en el que había viajado largo tiempo con la única compañía de Jondalar y los animales, Ayla había recuperado la costumbre de pronunciar el nombre de Whinney en su forma original. El relincho surgido de labios de la mujer sobresaltó a S’Armuna, y la idea de ser la amiga de un caballo le pareció incomprensible. Poco importaba que Ayla hubiera dicho que en todo aquello no había nada de magia. S’Armuna estaba ahora convencida de que para obtener tales resultados tenía por fuerza que apelar a recursos mágicos.

–Es posible –dijo la mujer, aunque pensaba que por sencillo que intentara que pareciese, no podía impedir que la gente se preguntara quién era en realidad y por qué se había presentado allí–. La gente desea pensar y confiar en que viniste para ayudar –continuó en voz alta–. Temen a Attaroa, pero creo que con tu ayuda y la de Jondalar, todos estarán dispuestos a enfrentarse a ella y liberar a los hombres. Quizá se nieguen a permitir que ella continúe intimidándoles.

De nuevo Ayla experimentó la profunda necesidad de salir de la morada.

–He bebido demasiado –indicó, poniéndose en pie–. Necesito orinar. S’Armuna, ¿puedes indicarme un lugar? –Después de escuchar las instrucciones, agregó–: Tenemos que atender a los caballos y asegurarnos de que están cómodos. ¿Podemos dejar aquí un rato estos recipientes? –Había retirado una tapa y observaba el contenido–. Está enfriándose. Lástima que no sea posible servirlo caliente. Sería mejor.

–Por supuesto, dejadlos donde os parezca –dijo S’Armuna, tomando su taza y bebiendo el último sorbo, mientras observaba la salida de los dos visitantes.

Quizá Ayla no fuera una encarnación de la Gran Madre y Jondalar fuese en efecto el hijo de Marthona, pero la idea de que un día u otro la Madre impondría Su Castigo había influido poderosamente en La Que Servía a La Madre. Al fin y al cabo, ella era S’Armuna. Había trocado su identidad personal por el poder del mundo de los espíritus, y aquel campamento constituía su misión, con todos sus habitantes, hombres y mujeres. Le había sido confiado el cuidado de la esencia espiritual del campamento, y Sus hijos dependían de ella. Al enfocar el asunto desde el punto de vista de los forasteros, el hombre que había afrontado la tarea de recordarle su vocación y la mujer dotada de insólitos poderes, S’Armuna comprendió que les había fallado. Solamente abrigaba la esperanza de que aún fuera posible redimirse, cosa que sólo podría lograr si ayudaba al campamento a recobrar una vida normal y sana.

Capítulo 32

S’Armuna salió de su morada para observar a los dos visitantes que se alejaban hacia la linde del campamento. Vio entonces que Attaroa y Epadoa, de pie frente a la residencia de la jefa, también se habían vuelto a mirarles. La hechicera se disponía a entrar en casa, cuando advirtió que de pronto Ayla cambiaba de dirección y se acercaba a la empalizada. Attaroa y su subordinada, la jefa de las Lobas, también la vieron desviarse, y ambas avanzaron deprisa para cerrar el paso de la mujer rubia. Llegaron casi simultáneamente junto al cercado. La mujer mayor lo hizo un momento después.

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