Las llanuras del tránsito (105 page)

–Al fin nos hemos librado de ella –dijo.

Ayla sonrió. Adivinó la inquietud de la mujer.

–Lobo no te lastimará –aseguró–. Atacó sólo para protegerme.

S’Armuna advirtió que Ayla no traducía al zelandoni el nombre del animal, y adivinó que usaba la palabra como nombre propio de la bestia.

–Es lógico que su muerte se haya producido por obra de un lobo. Sabía que habíais venido aquí por una razón concreta. Ya no estamos dominados por su fuerza, sojuzgados por su locura –dijo la mujer–. Pero ¿qué haremos ahora?

Era una pregunta retórica, que ella misma se hacía, en vez de estar dirigida a los oyentes.

Ayla contempló el cuerpo inmóvil de la mujer que tan sólo unos momentos antes había manifestado tanta malevolencia, pero también una vida tan vibrante, y la joven cobró conciencia de la fragilidad de la vida. De no haber sido por la intervención de Lobo, hubiera sido ella la que yacería muerta. Se estremeció al pensarlo.

–Creo que alguien debería retirar el cuerpo y prepararlo para la sepultura. –Ayla habló en mamutoi, con el fin de ser entendida sin que fuera necesaria la traducción.

–¿Merece que la enterremos? ¿Por qué no arrojamos su cuerpo a los comedores de carroña? –inquirió una voz masculina.

–¿Quién habla? –preguntó Ayla.

Jondalar conocía al hombre que se adelantó, un poco vacilante.

–Me llaman Olamun –dijo.

Ayla hizo un gesto de saludo.

–Olamun, tienes derecho a sentirte irritado, pero Attaroa fue empujada a la violencia por la violencia que otros ejercieron sobre ella. El mal que había en su espíritu ansía perdurar, quiere dejarte un legado de su violencia. Abandona eso. No permitas que tu justa cólera te lleve a caer en la trampa tendida por el espíritu inquieto de esta mujer. Es hora de poner fin a ese sistema. Attaroa era un ser humano. Enterrémosla con la dignidad que ella no pudo encontrar en vida y dejemos en paz su espíritu.

Jondalar se sorprendió ante la respuesta de Ayla, propia de un zelandonii, una respuesta sensata y moderada.

Olamun asintió en silencio.

–Pero ¿quién la enterrará? ¿Quién la preparará? –preguntó Ayla a continuación.

–Eso incumbe a La Que Sirve a la Madre –dijo S’Armuna.

–Quizá con la ayuda de quienes fueron sus cómplices en esta vida –propuso Ayla, en vista de que el cadáver era excesivamente pesado y la mujer mayor no podía manipularlo sola.

Todos se volvieron entonces para mirar a Epadoa y a las Lobas. Pareció que éstas estrechaban sus filas, como si cada una de ellas extrajera valor de las demás.

–Y después, que la acompañen al otro mundo –dijo otra voz masculina. Hubo gritos de aceptación entre la gente y se produjo un movimiento de amenaza hacia las cazadoras. Epadoa se mantuvo firme y blandió su lanza.

De pronto, una joven Loba se apartó de sus compañeras.

–Yo nunca quise ser Loba. Sólo deseaba aprender a cazar, porque no quería pasar hambre.

Epadoa la miró hostil, pero la joven adoptó una actitud desafiante.

–Que Epadoa descubra lo que significa tener hambre –dijo de nuevo la voz masculina–. Que esté sin comer hasta que llegue al otro mundo. De ese modo, también su espíritu sentirá el hambre.

La gente que avanzaba hacia las cazadoras y Ayla provocó en Lobo un gruñido de advertencia. Jondalar se arrodilló rápidamente para calmarlo, pero su reacción hizo que la gente retrocediera. Miraron con cierto sobresalto a la mujer y al animal.

–El espíritu de Attaroa todavía está entre nosotros –dijo Ayla sin preguntar esta vez quién había hablado–, alentando la violencia y la venganza.

–Pero Epadoa debe pagar el mal que hizo.

Ayla vio que la madre de Cavoa se adelantaba. Su joven hija embarazada estaba detrás, ofreciéndole apoyo moral.

Jondalar se incorporó y permaneció de pie al lado de Ayla. No podía evitar el pensamiento de que la mujer tenía derecho a la venganza por la muerte de su hijo. Miró a S’Armuna. La Que Servía a la Madre debía ser la que contestara, se dijo Jondalar, pero también ella esperaba la respuesta de Ayla.

–La mujer que mató a tu hijo ya se ha ido al otro mundo –habló Ayla–. Epadoa tendrá que pagar sólo por el mal que ella haya causado.

–Tiene que pagar por mucho más. ¿Qué me dices del daño que infligió a estos niños? –Ebulan era quien hablaba. Retrocedió un paso para permitir que Ayla viera a dos jovencitos apoyados en un anciano de expresión cadavérica.

Ayla se sobresaltó cuando vio al hombre; ¡por un instante pensó que estaba mirando a Creb! Era alto y delgado; en cambio, el santón del clan había sido bajo y robusto, pero su rostro arrugado y los ojos oscuros tenían el mismo aire de compasión y dignidad, y era evidente que despertaba la misma clase de respeto.

El primer pensamiento de Ayla fue brindarle el gesto de respeto usado en el clan, sentándose a sus pies y esperando que él la tocase el hombro, pero comprendió que esa actitud sería mal interpretada. Así pues, decidió ofrecerle la consideración de la cortesía formal. Se volvió hacia el hombre alto que se mantenía a su lado.

–Jondalar, no puedo hablar de forma adecuada con este hombre sin una presentación en regla –dijo.

Jondalar comprendió enseguida lo que ella sentía. También él experimentaba un sentimiento de especial respeto por el hombre. Se adelantó y condujo a Ayla junto al anciano.

–S’Amodun, el muy respetado de los s’armunai, te presento a Ayla, del Campamento del León de los mamutoi, hija del Hogar del Mamut, elegida por el Espíritu del León de la Caverna y protegida por el Oso de las Cavernas.

Ayla se sorprendió al oír que Jondalar agregaba la última parte. Nadie había designado al Oso de las Cavernas como protector de la joven, pero cuando pensó en ella, consideró que podía ser cierto, por lo menos a causa de Creb. El Oso de las Cavernas la había elegido –era el tótem de Mog-Ur– y Creb aparecía con tanta frecuencia en los sueños de Ayla que ella estaba segura de que la guiaba y protegía, quizá con la ayuda del Gran Oso de las Cavernas del clan.

–S’Amodun de los s’armunai da la bienvenida a la hija del Hogar del Mamut –dijo el anciano, mientras sostenía entre las suyas las manos de Ayla. No era el único que consideraba el Hogar del Mamut como el más impresionante de los antecedentes de Ayla. La mayoría de las personas que estaban allí comprendían la importancia del Hogar del Mamut para los mamutoi; la convertía en la igual de S’Armuna, La Que Servía a la Madre.

Ésta pensó que lo del Hogar del Mamut aclaraba muchos de los interrogantes que se había planteado. Pero ¿dónde estaba su tatuaje? ¿Acaso no se marcaba con un tatuaje a los que eran aceptados en el Hogar del Mamut?

–Me complace que me des la bienvenida, muy respetado S’Amodun –dijo Ayla, hablando en s’armunai.

–Conoces bien nuestra lengua –el hombre sonrió–, pero acabas de decir dos veces lo mismo. Mi nombre es Amodun. S’Amodun significa «Muy Respetado Amodun» o «Muy Honrado», o lo que desees expresar y sobre lo cual quieras llamar especialmente la atención –explicó–. Es un título impuesto por la voluntad del campamento. No estoy seguro de merecerlo.

Ella intuía el motivo por el que el anciano había hablado así.

–Te agradezco la aclaración, S’Amodun –contestó Ayla, mientras bajaba los ojos y asentía con gratitud. De cerca, le recordaba todavía más a Creb, con sus ojos profundos, oscuros y luminosos, la nariz prominente, las cejas espesas y los rasgos en general acentuados. Tuvo que imponerse conscientemente a la educación recibida en el clan: las mujeres no debían mirar directamente a los hombres, para alzar la cabeza y hablarle.

–Te haré una pregunta –dijo ella, en mamutoi, lengua en la que se expresaba mejor.

–Responderé si puedo –repuso S’Amodun.

Ayla miró a los dos muchachos que estaban de pie, uno a cada lado del anciano.

–La gente de este campamento quiere que Epadoa pague por el mal que hizo. Sobre todo estos niños han sufrido mucho por su causa. Mañana veré si puedo hacer algo para aliviarles. Pero ¿qué castigo debe sufrir Epadoa por haber cumplido los deseos de su jefa?

Involuntariamente, la mayoría de los presentes miró el cuerpo de Attaroa, todavía tendido donde Lobo lo había dejado; luego, centenares de ojos se clavaron en Epadoa. La mujer permanecía erguida inmutable, preparada para aceptar su castigo. En el fondo de su corazón, siempre había sabido que le llegaría el momento de pagar sus culpas.

Jondalar miró a Ayla, un tanto atemorizado, diciéndose que había hecho exactamente lo que correspondía. Cualquier cosa que pudiera decir, incluso con el temeroso respeto que se había granjeado, las palabras de una extraña nunca serían aceptadas por aquella gente tan fácilmente como las pronunciadas por S’Amodun.

–Creo que Epadoa debe pagar por el mal que hizo –dijo el hombre. Muchas personas asintieron satisfechas, en especial Cavoa y su madre–. Pero en este mundo, no en el otro. Tenías razón al decir que era hora de interrumpir la cadena de los acontecimientos infaustos. Ha habido un exceso de violencia y mucha maldad en este campamento durante demasiado tiempo. Los hombres han sufrido mucho en los últimos años, pero algunos de ellos lastimaron primero a las mujeres. Ha llegado el momento de terminar con todo eso.

–Entonces, ¿cómo pagará Epadoa sus culpas? –preguntó la dolorida madre–. ¿Cuál será su castigo?

–No será un castigo, Esadoa, será una restitución. Debe devolver todo lo que cogió e incluso más. Puede empezar por Doban. No importa lo que la hija del Hogar del Mamut pueda hacer por él, es improbable que Doban se recobre por completo. Sufrirá las consecuencias del mal por el resto de su vida. Odevan también padecerá, pero tiene madre y parientes. Doban no tiene madre ni parientes que lo cuiden, nadie que se ocupe de que aprenda un oficio o desarrolle una habilidad. Yo haría a Epadoa responsable de Doban, como si ella fuera su madre. Quizá nunca lo ame, y es posible que él la odie, pero ella debe asumir la responsabilidad.

Hubo gestos de aprobación. No todos estaban de acuerdo, pero alguien tenía que cuidar a Doban. Aunque todos habían lamentado su sufrimiento, no era un joven apreciado cuando vivía con Attaroa, y nadie deseaba acogerle en su hogar. La mayoría consideró que si se oponían a la idea de S’Amodun, tal vez se les pidiera que abriesen sus puertas al joven.

Ayla sonrió. Pensó que era una solución perfecta, y aunque al principio quizá existiera odio y falta de confianza, era posible que la relación llegara a ser más cordial. Era indudable que S’Amodun era un hombre sabio. La idea de la restitución parecía mucho más útil que el castigo, y además hizo que se le ocurriera algo.

–Yo propondría otra sugerencia –dijo–. Este campamento no está bien abastecido para el invierno y hacia la primavera todos podrían llegar a pasar hambre. Los hombres están débiles y hace muchos años que no han cazado. Lo más lógico es que muchos hayan perdido su destreza. En la actualidad, Epadoa y las mujeres adiestradas por ella son las mejores cazadoras del campamento. Creo que sería sensato que ellas continuaran cazando, pero deben compartir la carne con todos.

La gente asentía. La perspectiva de afrontar el hambre no era atractiva.

–Apenas algunos de los hombres hayan recobrado las fuerzas y quieran comenzar a cazar, será responsabilidad de Epadoa ayudarles y cazar con ellos. El único modo de evitar el hambre en la primavera próxima es que las mujeres y los hombres cooperen. Un campamento necesita la contribución de todos para prosperar. El resto de las mujeres y los hombres mayores o más débiles deben recoger la mayor cantidad posible de alimento.

–¡Es invierno! Ahora no hay nada que recoger –rebatió una de las jóvenes Lobas.

–Es cierto que en invierno no puede recogerse demasiado y que cosechar lo que haya exigirá trabajo; pero es posible hallar el alimento, y lo que se encuentre aliviará la situación –dijo Ayla.

–Tiene razón –confirmó Jondalar–. He visto y comido alimentos que Ayla encontró, incluso en invierno. Es más, esta noche habéis saboreado algunas cosas que ella recogió. Recogió los piñones de los pinos que están cerca del río.

–Los líquenes que les gustan a los renos son comestibles –dijo una de las mujeres más ancianas–, si se sabe cómo prepararlos.

–Y el trigo, el mijo y otras plantas y hierbas todavía tienen semillas –añadió Esadoa–. Podemos recolectarlas.

–Sí, pero tened cuidado con el raigrás. Puede contener elementos perjudiciales y a menudo fatales. Si tiene mal aspecto y huele mal, probablemente está repleto de hongos, y hay que evitarlos –aconsejó Ayla–. Pero ciertas bayas y frutos comestibles subsisten incluso hasta bien entrado el invierno; es más, descubrí un árbol que aún tenía algunas manzanas, y también es comestible la corteza interior de la mayor parte de los árboles.

–Necesitaremos cuchillos –se preocupó Esadoa–, los que tenemos no son demasiado buenos.

–Yo os fabricaré algunos –prometió Jondalar.

–Zelandoni, ¿me enseñarás a fabricar cuchillos? –preguntó Doban.

–Desde luego. –La pregunta complació a Jondalar–; lo haré con mucho gusto, y también te enseñaré a hacer otras herramientas.

–A mí también me gustaría aprender más acerca de eso –dijo Ebulan–. Nos harán falta armas para cazar.

–Le enseñaré a todo el que desee aprender, o por lo menos le iniciaré. Se necesitan muchos años para llegar a la maestría. Quizá el verano próximo, si asistís a la asamblea s’armunai, encontraréis a alguien que continuará enseñándoos.

La sonrisa del muchacho se convirtió en un gesto de contrariedad; comprendió que el hombre de elevada estatura no permanecería en el poblado.

–Mientras permanezca aquí os explicaré todo lo que pueda –dijo Jondalar–. En este viaje hemos tenido que fabricar muchas armas de caza.

–¿Qué me dices de ese... palo que arroja lanzas..., como el que ella usó para liberarte?

Era Epadoa quien había hablado, y todos se volvieron a mirarla. La jefa de las Lobas había permanecido en silencio y su repentino comentario les recordó que Ayla había liberado a Jondalar de sus ataduras con un tiro de lanza muy preciso desde bastante distancia. Les había parecido algo tan milagroso que la mayoría no creyó que se tratara de una habilidad que pudiera aprenderse.

–¿El lanzavenablos? Sí, les enseñaré a utilizarlo a todos los que estén interesados en ello.

–¿Incluidas las mujeres? –preguntó Epadoa.

–Desde luego. Cuando hayáis aprendido a usar buenas armas de caza, no tendréis que ir al Río de la Gran Madre a empujar caballos para que caigan al abismo. Aquí contáis con uno de los mejores territorios de caza que he visto jamás... y está allí, cerca del río.

Other books

Trouble in Paradise by Robert B. Parker
Halfskin by Tony Bertauski
Drink Deep by Neill, Chloe
Slipperless by Sloan Storm
The Recipient by Dean Mayes
Anything for Her by Jack Jordan