Las llanuras del tránsito (104 page)

La jefa retiró el báculo que Ayla había estado estudiando, y se volvió hacia ella con un cuenco en las manos.

–Como eres la visitante a quien honramos, y ya que has aportado a este banquete una contribución que está mereciendo tantos elogios –dijo Attaroa con evidente sarcasmo–, permíteme ofrecerte un poco de la especialidad de una de nuestras mujeres.

El cuenco estaba lleno de setas, pero como habían sido cortadas y cocidas, no había manera de identificar a qué variedad pertenecían.

S’Armuna tradujo, añadiendo en voz baja:

–Ten cuidado.

Ayla, sin embargo, no necesitaba la traducción ni la advertencia.

–Por el momento no deseo setas –dijo.

Attaroa rio tras escuchar, repetidas en su lengua, las palabras de Ayla, como si hubiera previsto una respuesta de ese estilo.

–¡Qué lástima! –exclamó, y acto seguido metió la mano en el cuenco y extrajo una porción generosa. Cuando hubo tragado lo suficiente para poder hablar, añadió–: ¡Están deliciosas!

Engulló varios bocados más; luego entregó el cuenco a Epadoa, sonrió con aire de suficiencia y vació su copa de brebaje de alerce.

A medida que avanzaba la comida, bebió varias copas más y comenzó a manifestar los efectos del brebaje; empezó a hablar en voz alta y a insultar. Una de las Lobas, que había quedado a cargo del cercado –se había turnado con otras guardianas, al objeto de que todas pudieran participar del festín–, se aproximó a Epadoa, quien, tras un breve intercambio de palabras, dio unos pasos hasta colocarse al lado de Attaroa y le habló en voz baja.

–Parece que Ardemun desea salir para expresar el agradecimiento de los hombres por este festín –dijo Attaroa, y rio burlonamente–. Estoy segura de que no es a mí a quien desean dar las gracias, sino a nuestra apreciada visitante. –Volviéndose hacia Epadoa ordenó–: Dile al viejo que venga.

La guardiana se retiró y pronto apareció Ardemun, quien avanzó cojeando hacia el fuego, desde la puerta de la empalizada de madera. A Jondalar le sorprendió su alegría al volver a ver a aquel hombre, dándose cuenta entonces de que no había sabido nada de él ni de sus compañeros después de salir del cercado. Se preguntó cómo estarían todos.

–¿Conque los hombres quieren agradecerme el festín? –preguntó la jefa.

–Sí, S’Attaroa. Me han pedido que viniera a decírtelo.

–Dime, viejo, ¿por qué me cuesta creerte?

Ardemun sabía que no debía contestar. Se limitó a permanecer en pie, con la vista baja, como si deseara que la tierra se lo tragara.

–¡Es un inútil! ¡Es un inútil! Ya no tiene fuerza para resistir –dijo disgustada Attaroa–. Como todos. Son todos unos inútiles. –Se volvió hacia Ayla–. ¿Por qué te mantienes atada a ese hombre? –señaló a Jondalar–. ¿Acaso no tienes suficiente valor para liberarte de él?

Ayla esperó la traducción de S’Armuna, y eso le dio tiempo para meditar su respuesta.

–Yo he elegido estar con él. He vivido sola demasiado tiempo –replicó Ayla.

–¿De qué te servirá cuando se convierta en un hombre débil y flojo como Ardemun? –dijo Attaroa, dirigiendo una mirada de burla al anciano–. Cuando su instrumento esté tan debilitado que no pueda darte placer y sea tan inútil como el resto de estos hombres...

De nuevo Ayla esperó la traducción de la mujer mayor, a pesar de que había entendido las palabras de la jefa.

–Nadie permanece eternamente joven. Un hombre es mucho más que un instrumento.

–Pero tú deberías desembarazarte de éste; no durará mucho tiempo –indicó con un gesto al hombre alto y rubio–. Da la impresión de ser fuerte, pero es pura apariencia. No tuvo la fuerza necesaria para poseer a Attaroa o quizá estuviera asustado –lanzó una carcajada y bebió otra taza de brebaje, encarándose a Jondalar–. Eso fue lo que pasó. Reconócelo, me temes, por eso no pudiste poseerme.

Jondalar también lo entendió y se encolerizó.

–Existe una gran diferencia entre miedo y falta de deseo, Attaroa –replicó–. No puedes imponer el deseo. No compartí el don de la Madre contigo porque no te deseaba.

S’Armuna miró a Attaroa, estremeciéndose antes de iniciar la traducción, y casi se obligó a abstenerse de modificar las palabras del hombre alto y rubio.

–¡Es mentira! –gritó Attaroa, irritada. Se puso de pie y se inclinó sobre él–. Me temías, zelandonii. Pude verlo claramente. He luchado antes contra otros hombres, y tú incluso temiste combatir conmigo.

También Jondalar se levantó, imitado por Ayla. Varias mujeres se colocaron a su alrededor.

–Estas personas son nuestros invitados –dijo S’Armuna, poniéndose a su vez en pie–. Fueron invitados a compartir nuestro festín. ¿Hemos olvidado el modo de tratar a los visitantes?

–Sí, por supuesto, son nuestros invitados. –El tono de Attaroa era despectivo–. Debemos mostrarnos corteses y hospitalarios con los visitantes, porque, de lo contrario, la mujer se formará una mala opinión de nosotros. Yo os demostraré cuánto me importa lo que penséis de nosotros. Salisteis de aquí sin mi permiso. ¿Sabéis lo que hacemos con las personas que huyen de aquí? ¡Las matamos! ¡Exactamente como te mataré a ti! –chilló la jefa, y se arrojó sobre Ayla blandiendo un afilado y puntiagudo peroné de caballo, el equivalente de una daga formidable.

Jondalar intentó intervenir, pero las Lobas de Attaroa le habían rodeado, y las puntas de sus lanzas presionaban sobre el pecho, el estómago y la espalda del hombre con tanta fuerza que perforaron la piel y brotó la sangre. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que sucedía, le ataron las manos a la espalda mientras Attaroa derribaba a Ayla, montaba a horcajadas sobre ella y acercaba la daga a su cuello, sin el más mínimo indicio de la embriaguez que hasta entonces parecía dominarla.

Jondalar comprendió que todo había sido una treta. Mientras ellos conversaban, tratando de idear el modo de reducir el poder de Attaroa, ésta planeaba matarlos. Se sintió muy estúpido, porque hubiera debido preverlo. Había jurado que protegería a Ayla. En cambio, se veía reducido, lleno de temor por ella, a mirar impotente cómo la mujer amada trataba de desprenderse de su atacante. Ésa era la razón por la que todos sentían pánico de Attaroa. Mataba sin vacilación ni remordimiento.

El ataque de la despiadada mujer había pillado a Ayla totalmente por sorpresa. No tuvo tiempo de desenfundar un cuchillo ni de sacar la honda, carecía de experiencia en el combate con personas. Jamás había luchado contra nadie en su vida. Pero Attaroa estaba encima de ella, con una afilada daga en la mano, tratando de matarla. Ayla aferró la muñeca de la jefa y trató de apartar el brazo amenazador. Ella era fuerte, pero Attaroa también lo era, al mismo tiempo astuta, y su brazo seguía descendiendo, pese a la resistencia de Ayla, con la afilada punta cada vez más cerca del cuello de la joven.

En un impulso instintivo, Ayla rodó de costado en el último momento, pero la daga le rozó el cuello, dejando una línea roja cada vez más ancha, antes de hundirse hasta la mitad de la hoja en el suelo. Ayla continuaba aferrada por la mujer, cuya cólera vesánica acentuaba su fuerza. Attaroa extrajo la daga del suelo, golpeó después a la mujer rubia, aturdiéndola, se le montó de nuevo a horcajadas y alzó el brazo para asestarle la puñalada definitiva.

Capítulo 33

Jondalar cerró los ojos, incapaz de presenciar el último y violento instante de la vida de Ayla. Su propia vida carecería de sentido para él cuando ella hubiese desaparecido... Entonces, ¿por qué estaba allí de pie, temeroso de las lanzas amenazadoras cuando no le importaba vivir o morir? Tenía las manos atadas, pero sus piernas estaban libres. Tal vez pudiera correr hacia allí y derribar de un golpe a Attaroa.

Oyó una conmoción cerca de la puerta del cercado, en el momento mismo en que decidió ignorar las afiladas lanzas y tratar de ayudar a Ayla. El ruido procedente del cercado distrajo a sus guardianas y entonces él se abalanzó repentinamente hacia delante, apartó las lanzas y corrió hacia las dos mujeres que se debatían en el suelo.

De pronto, una mancha oscura pasó frente a las personas que observaban la escena, rozó la pierna de Jondalar y saltó sobre Attaroa. El impulso del ataque echó hacia atrás a la jefa y unos afilados y poderosos colmillos se cerraron sobre el cuello de la mujer y atravesaron la piel. La jefa se encontró de espaldas en el suelo, tratando de rechazar a una furia de dientes y piel que gruñía con ferocidad. Consiguió asestar una puñalada al cuerpo pesado y peludo antes de soltar el arma, pero el único resultado fue un gruñido siniestro y una desgarradura más profunda provocada por las mandíbulas que presionaban más y más, en un apretón que la privaba del aire.

Attaroa trató de gritar mientras la oscuridad se cernía sobre ella, pero justo en ese momento un afilado canino seccionó una arteria y el sonido que todos oyeron fue un gorgoteo horrible y un espantoso estertor. Después, la mujer alta y hermosa quedó inerte y ya no luchó. Siempre gruñendo, Lobo la sacudió, para convencerse de que no ofrecía más resistencia.

–¡Lobo! –gritó Ayla, quien consiguió dominar su propia impresión y se sentó–. ¡Oh! ¡Lobo!

Cuando el lobo soltó la presa, un caño de sangre brotó de la arteria seccionada y le salpicó. El animal se arrastró hacia Ayla, con la cola entre las patas en actitud de disculpa, como si pidiera la aprobación de su ama. La mujer le había ordenado que permaneciese oculto y él sabía que había desobedecido sus deseos. Sin embargo, al ver el ataque de que ella era víctima, se precipitó a defenderla, porque comprendió que corría peligro. Pero ahora no estaba seguro de la reacción que su desobediencia provocaría. Más que cualquier otra cosa, detestaba que la joven le reprendiese.

Sin embargo, cuando Ayla abrió los brazos, tendiéndolos hacia él, comprendió enseguida que se había comportado bien y su transgresión le era perdonada, por lo que se arrojó alegremente sobre ella. Ayla le abrazó, hundiendo el rostro en el pelaje de Lobo, mientras lágrimas de alivio brotaban de sus ojos.

–Lobo, me has salvado la vida –sollozó. Él la lamió, manchándole la cara con la sangre tibia y húmeda de Attaroa que conservaba sobre el hocico.

Los habitantes del campamento retrocedieron ante aquel espectáculo, contemplando boquiabiertos, maravillados, a la mujer rubia que abrazaba a un corpulento lobo que acababa de matar a otra mujer en un furioso ataque. Ella se había dirigido al animal con la palabra mamutoi que significaba lobo, la cual era análoga al nombre con el que ellos designaban al cazador carnívoro, y sabían que estaba hablándole, exactamente como si él pudiera entenderla, del mismo modo que hablaba con los caballos.

Por consiguiente, no tenía nada de extraño que aquella forastera no hubiera demostrado temor ante Attaroa. Su magia era tan poderosa que no sólo conseguía imponerse a los caballos, sino también a los lobos. Advirtieron que tampoco el hombre daba muestras de preocupación, y le vieron arrodillarse al lado de la mujer y el lobo. Incluso había ignorado las lanzas de las Lobas, quienes, atónitas, habían retrocedido unos pasos y permanecían a la expectativa. De pronto, descubrieron a un hombre detrás de Jondalar, ¡un hombre con un cuchillo! ¿De dónde lo habría sacado?

–Jondalar, voy a quitarte las cuerdas –dijo Ebulan, mientras cortaba sus ligaduras.

Jondalar miró alrededor cuando sintió las manos libres. Otros hombres se habían mezclado con la gente, varios más se dirigían hacia la hoguera tras haber abandonado el cercado.

–¿Quién los ha puesto en libertad?

–Tú –afirmó Ebulan.

–¿Qué quieres decir? Yo estaba maniatado.

–Pero nos diste los cuchillos... y el coraje para intentarlo –dijo Ebulan–. Ardemun se deslizó detrás de la mujer que estaba de guardia a la entrada y la golpeó con su báculo. Después cortamos las cuerdas que cierran la entrada. Todos seguían con gran atención la lucha, y entonces apareció el lobo... –Su voz se apagó y sacudió la cabeza, mientras miraba a la mujer y al lobo.

Jondalar no advirtió que el hombre estaba demasiado impresionado para continuar hablando, ya que había algo que le importaba mucho más.

–¿Estás bien, Ayla? ¿Te hirió? –preguntó, abrazando tanto a la mujer como al lobo. El animal pasó de lamer a Ayla a lamer a Jondalar.

–Un pequeño rasguño en el cuello. No es nada –contestó ella, aferrándose al hombre y al excitado lobo–. Me parece que logró herir a Lobo, pero espero que no sea grave.

–Jamás habría permitido que regresaras si hubiera imaginado que intentaría matarte, Ayla, y nada menos que aquí, en el festín. Pero debería haberlo pensado. Fui un estúpido, porque no comprendí cuán peligrosa era –dijo Jondalar, abrazando con fuerza a Ayla.

–No, no eres ningún estúpido. Yo tampoco pensé que intentaría atacarme y no supe cómo defenderme. De no haber sido por Lobo...

Ambos miraron al animal, rebosantes de gratitud.

–Debo de reconocer que durante este viaje hubo ocasiones en que quise dejar atrás a Lobo. Pensé que era una carga excesiva, que dificultaba aún más nuestro viaje. Cuando descubrí que habías ido a buscarle después de cruzar el río de la Hermana me enojé mucho. La idea de que hubieras corrido peligro por causa suya me trastornó.

Jondalar abarcó con ambas manos la cabeza del lobo y le miró a los ojos.

–Lobo, lo prometo, jamás te dejaré atrás. Arriesgaré mi vida por salvar la tuya, bestia gloriosa y colérica –dijo el hombre, revolviendo el pelaje del animal y frotándole detrás de las orejas.

Lobo lamió el cuello y la cara de Jondalar, y aferró entre sus mandíbulas con infinita suavidad el cuello y el mentón del hombre, para demostrarle su afecto. Lobo experimentaba casi los mismos pensamientos por Jondalar que por Ayla, y gruñó satisfecho ante la atención y la aprobación de que era objeto por parte de los dos.

Pero la gente que estaba observando prorrumpió en exclamaciones, mezcla de asombro y temor cuando vio que el hombre exponía al animal su cuello vulnerable. Habían visto al mismo lobo apretar el cuello de Attaroa entre sus mandíbulas poderosas y matarla; por tanto, para ellos la actitud de Jondalar guardaba estrecha relación con la magia, puesto que revelaba un control inconcebible sobre los espíritus de los animales.

Ayla y Jondalar se incorporaron, con el lobo entre ellos, mientras la gente vacilante les contemplaba, indecisa acerca de lo que se avecinaba. Varias personas miraron a S’Armuna. La mujer se adelantó hacia los visitantes, observando con cautela al lobo.

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