Apresurándose tanto como pudo, Irene llegó al pueblo cuando el disco del sol ya se había sumergido totalmente en el horizonte. Las calles estaban desiertas y las pocas siluetas que las recorrían lo hacían en silencio, como sombras sin dueño. La muchacha dejó la bicicleta junto a un viejo farol que alumbraba el pie del callejón, donde se ubicaba el hogar de los tíos de Ismael. La casa era una construcción sencilla y sin pretensiones, un hogar de pescadores junto a la bahía. La última mano de pintura acusaba décadas, y la cálida luz de dos faroles de aceite desentrañaba los rasgos de una fachada labrada por el viento del mar y el salitre.
Irene, con el estómago encogido, se acercó al umbral de la casa, temerosa de llamar a la puerta. ¿Con qué derecho osaba turbar el dolor de la familia en un momento así? ¿En qué estaba pensando?
De pronto detuvo sus pasos, incapaz de avanzar ni de retroceder, varada entre la duda y la necesidad de ver a Ismael, de estar a su lado en un momento como aquél. En ese instante, la puerta de la casa se abrió, y la silueta oronda y severa del doctor Giraud, el galeno local, descendió calle abajo. Los ojos brillantes y escudados en lentes del médico advirtieron la presencia de Irene en la penumbra.
—Tú eres la hija de madame Sauvelle, ¿verdad?
Ella asintió.
—Si has venido a ver a Ismael, no está en la casa —explicó Giraud—. Cuando ha sabido lo de su prima, ha tomado su velero y ha partido.
El médico detectó que el rostro de la muchacha se tornaba blanco.
—Es un buen marinero. Volverá.
Irene caminó hasta la punta del muelle. La silueta solitaria del Kyaneos se recortaba sobre las brumas, iluminado por la luna. La muchacha se sentó sobre la cornisa del dique y contempló cómo el velero de Ismael ponía rumbo hacia el islote del faro. Nada ni nadie podían rescatarlo ahora de la soledad que había escogido. Irene sintió deseos de coger un bote y perseguir al chico hasta los confines de su mundo secreto, pero sabía que cualquier esfuerzo era inútil ya.
Sintiendo cómo el verdadero impacto de la noticia empezaba a abrirse camino en su propia mente, Irene advirtió que sus ojos se llenaban de lágrimas. Cuando el Kyaneos se hubo desvanecido en la oscuridad, tomó de nuevo la bicicleta y emprendió el camino de vuelta a casa.
Mientras recorría la carretera de la playa, podía imaginar a Ismael sentado en silencio en la torre del faro, a solas consigo mismo. Recordó las incontables ocasiones en que ella misma había hecho ese viaje hacia su propio interior, y se prometió que, pasara lo que pasase, no dejaría que el muchacho se extraviase en aquel camino de sombras.
Aquella noche la cena fue breve. Un ritual de silencios y miradas extraviadas hizo las veces de anfitrión, mientras Simone y sus dos hijos fingían tomar un bocado antes de retirarse a sus respectivas habitaciones. Al filo de las once, ni una alma recorría ya los pasillos, y tan sólo una lámpara permanecía encendida en toda la casa: la lamparilla de noche de Dorian.
Una brisa fría penetraba por la ventana abierta de su habitación. Dorian, tendido en su lecho, escuchaba las voces fantasmales del bosque con la mirada perdida en las tinieblas. Poco antes de la medianoche, el muchacho apagó la luz y se acercó hasta la ventana. Un mar oscuro de hojas se agitaba al viento en la espesura. Dorian clavó sus ojos en el remolino de sombras que danzaba en la espesura. Podía sentir aquella presencia merodeando en la oscuridad.
Más allá del bosque se distinguía la silueta sinuosa de Cravenmoore y un rectángulo dorado en la última ventana del ala norte. Súbitamente, de la floresta brotó un halo parpadeante y áureo. Luces en el bosque. Las luces de un farol o una linterna en la maleza. El muchacho tragó saliva. El rastro de pequeños destellos aparecía y desaparecía trazando círculos en el interior del bosque.
Un minuto más tarde, enfundado en un grueso jersey y con sus botas de piel, Dorian se deslizó escaleras abajo, de puntillas, y con infinita delicadeza, abrió la puerta del porche. La noche era fría y el mar rugía en la oscuridad, al pie de los acantilados. Sus ojos siguieron el rastro que dibujaba la luna, una cinta plateada serpenteando hacia el interior del bosque. Un cosquilleo en el estómago lo hizo recordar la cálida seguridad de su habitación. Dorian suspiró.
Las luces horadaban las brumas, como alfileres blancos, entre el umbral del bosque. El muchacho puso un pie frente al otro y así sucesivamente. Antes de darse cuenta, las sombras del bosque lo rodearon y la Casa del Cabo, a sus espaldas, le pareció lejana, infinitamente lejana.
Ni toda la oscuridad ni todo el silencio del mundo podían hacer conciliar el sueño a Irene aquella noche. Finalmente, al filo de las doce, renunció al descanso y encendió la pequeña luz de su mesita de noche. El diario de Alma Maltisse reposaba junto al diminuto medallón que su padre le había regalado años atrás, una efigie de un ángel labrada en plata. Irene cogió el diario entre las manos y lo abrió de nuevo por la primera página.
La caligrafía afilada y ondulante le dio la bienvenida. La hoja, impregnada de un tono ocre y mortecino, parecía un campo de centeno agitándose al viento. Lentamente, mientras sus ojos acariciaban línea a línea, Irene emprendió de nuevo su viaje a la memoria secreta de Alma Maltisse.
Tan pronto volvió la primera página, el embrujo de las palabras la llevó lejos de allí. No podía oír el batir de las olas, ni el viento en el bosque. Su mente estaba en otro mundo…
… Anoche los oí pelear en la biblioteca. Él le gritaba y le suplicaba que lo dejase en paz, que abandonase la casa para siempre. Le dijo que no tenía ningún derecho a hacer lo que estaba haciendo con nuestras vidas. Nunca olvidaré el sonido de aquella risa, un aullido animal de rabia y odio que estalló tras los muros. El estruendo de miles de libros volando desde los estantes se oyó en toda la casa. Su ira es cada día mayor. Desde el momento en que liberé a esa bestia de su confinamiento, ha ido ganando fuerza sin cesar.
Él hace guardia al pie de mi lecho todas las noches. Sé que teme que, si me deja sola un instante, la sombra vendrá a por mí. Hace días que no me dice qué pensamientos ocupan su mente, pero no me hace falta. No ha dormido en semanas. Cada noche es una espera terrible e interminable. Coloca cientos de velas en toda la casa, tratando de sembrar de luz cada rincón, para evitar que la oscuridad sirva de amparo a la sombra. Su rostro ha envejecido diez años en apenas un mes.
A veces creo que es todo culpa mía, que si yo desapareciese, su maldición se esfumaría conmigo. Tal vez es eso lo que debo hacer, alejarme de él y acudir a mi cita inevitable con la sombra. Sólo eso nos dará la paz. Lo único que me impide dar ese paso es que no soporto la idea de dejarlo. Sin él, nada tiene sentido. Ni la vida, ni la muerte…
Irene levantó la vista del diario. El laberinto de dudas de Alma Maltisse se le antojaba desconcertante y, al tiempo, inquietantemente cercano. La línea entre la culpa y el deseo de vivir parecía afilada, como una cuchilla envenenada. Irene apagó la luz. La imagen no se desvanecía de su mente. Una cuchilla envenenada.
Dorian se adentró en el bosque siguiendo el rastro de las luces que veía brillar entre la maleza, reflejos que podían venir de cualquier lugar de la espesura. Las hojas humedecidas por la neblina se transformaban en un abanico de espejismos indescifrable. El sonido de sus propias pisadas se había convertido ahora en un angustioso reclamo hacia sí mismo. Por fin, inspiró profundamente y se recordó su propósito: no iba a salir de allí hasta saber qué era lo que se ocultaba en el bosque. Eso era todo y no había más.
El muchacho se detuvo a la entrada del claro donde había encontrado las pisadas el día anterior. El rastro ahora era borroso y apenas reconocible. Se acercó hasta el tronco lacerado y palpó las muescas. La idea de una criatura trepando a toda velocidad entre los árboles, como un felino salido del infierno, se filtró en su imaginación. Dos segundos más tarde, el primer crujido a sus espaldas le advirtió de la proximidad de alguien. O algo.
Dorian se ocultó entre la maleza. Las puntas afiladas de los arbustos lo arañaban como alfileres. Contuvo la respiración y rezó para que quien fuera que se estaba acercando no oyese el martilleo de su propio corazón como él lo oía en aquel momento. Al poco, las luces parpadeantes que había avistado a lo lejos se abrieron camino entre los resquicios de la maleza, transformando la neblina flotante en un aliento rojizo.
Se oyeron pasos al otro lado de los arbustos. El muchacho cerró los ojos, inmóvil como una estatua. Las pisadas se detuvieron. Dorian sintió la falta de oxígeno, pero, por lo que a él respectaba, podía pasarse los próximos diez años sin respirar. Finalmente, cuando creía que sus pulmones iban a estallar, dos manos apartaron las ramas de los arbustos que lo ocultaban. Sus rodillas se transformaron en gelatina. La luz de un farol cegó sus pupilas. Tras un intervalo que al chico se le hizo infinito, el extraño posó el farol sobre el suelo y se arrodilló frente a él. Un rostro vagamente familiar brillaba a su lado, pero el pánico le impedía reconocerlo. El extraño sonrió.
—Vamos a ver. ¿Se puede saber qué es lo que estás haciendo tú aquí? —dijo la voz, serena y amable.
En algún momento Dorian comprendió que quien estaba frente a él era simplemente Lazarus. Sólo entonces respiró.
Hubo de pasar un buen cuarto de hora antes de que el tembleque desapareciese de las manos de Dorian. Fue entonces cuando Lazarus puso en ellas un tazón de chocolate caliente y se sentó frente a él. Lazarus lo había acompañado hasta el cobertizo contiguo a la fábrica de juguetes. Una vez allí, había preparado sendos tazones de chocolate sin prisa.
Mientras ambos sorbían ruidosamente y se observaban por encima de la taza, Lazarus se echó a reír.
—Me has dado un susto de muerte, hijo —aseguró.
—Si le sirve de consuelo, no ha sido nada comparado con el que usted me ha dado a mí —añadió Dorian, sintiendo cómo el chocolate caliente irradiaba en su estómago una cálida sensación de calma.
—De eso no me cabe duda —rió Lazarus—. Ahora, dime qué hacías ahí fuera.
—Vi luces.
—Viste mi farol. ¿Y por eso saliste? ¿A medianoche? ¿Acaso has olvidado lo que le sucedió a Hannah?
Dorian tragó saliva, aunque a él le pareció una canica de plomo, de alto calibre.
—No, señor.
—Bien. Pues no lo olvides. Es peligroso andar por ahí en la oscuridad. Hace días que tengo la impresión de que alguien merodea por el bosque.
—¿Usted también ha visto las marcas?
—¿Qué marcas?
Dorian le relató sus temores e inquietudes respecto a aquella extraña presencia que intuía en el bosque. Al principio creía que no sería capaz, pero Lazarus inspiraba la tranquilidad y la confianza necesarias para que su lengua se soltase. Mientras el muchacho desgranaba su relato, Lazarus lo escuchaba con atención, pero sin ocultar cierta extrañeza e incluso alguna sonrisa ante los detalles más fantásticos del recuento.
—¿Una sombra? —preguntó de pronto Lazarus sobriamente.
—No cree usted ni una palabra de lo que le he dicho —apuntó Dorian.
—No, no. Te creo. O intento creerte. Comprende que lo que me dices es un tanto… peculiar —dijo Lazarus.
—Pero usted también ha visto algo. Por eso estaba en el bosque. ¿No es cierto?
Lazarus sonrió.
—Sí. También me ha parecido ver algo, pero no puedo dar tantos detalles como tú.
Dorian apuró su chocolate.
—¿Más? —ofreció Lazarus.
El chico asintió. La compañía del fabricante de juguetes le resultaba agradable. La idea de compartir una taza de chocolate con él, de madrugada, se le antojaba una experiencia excitante y educativa.
Echando un vistazo al taller en el que se encontraban, Dorian advirtió, en una de las mesas de trabajo, una silueta poderosa y de gran envergadura tendida bajo un manto que la cubría.
—¿Está trabajando en algo nuevo?
Lazarus asintió.
—¿Quieres que te lo muestre?
Los ojos de Dorian se abrieron como platos. No era necesaria respuesta.
—Bueno, debes tener en cuenta que es una pieza inacabada… —dijo el hombre, aproximándose al manto y acercando un farol.
—¿Es un autómata? —inquirió el chico.
—A su modo, sí. En realidad, es una pieza un tanto extravagante, supongo. La idea me ha rondado por la cabeza durante años. De hecho, fue un muchacho más o menos de tu edad quien me la sugirió hace mucho.
—¿Un amigo suyo?
Lazarus sonrió, nostálgico.
—¿Listo? —preguntó.
Dorian asintió con la cabeza enérgicamente. Lazarus retiró el velo que cubría la pieza…, y el chico, sobrecogido, dio un paso atrás.
—Es sólo una máquina, Dorian. No debe asustarte…
Dorian contempló aquella poderosa silueta. Lazarus había forjado un ángel de metal, un coloso de casi dos metros de altura dotado de dos grandes alas. El rostro de acero brillaba cincelado bajo una capucha. Sus manos eran inmensas, capaces de rodear su cabeza con el puño.
Lazarus tocó algún resorte en la base de la nuca del ángel y la criatura mecánica abrió los ojos, dos rubíes encendidos como carbones ardientes. Estaban mirándolo. A él.
Dorian sintió que las entrañas se le retorcían.
—Por favor, párelo… —suplicó.
Lazarus advirtió la mirada aterrorizada del muchacho y se apresuró a cubrir de nuevo al autómata.
Dorian suspiró de alivio al perder de vista aquel ángel demoníaco.
—Lo siento —dijo Lazarus—. No debería habértelo mostrado. Es tan sólo una máquina, Dorian. Metal. No dejes que su apariencia te asuste. Es sólo un juguete.
El chico asintió sin convicción alguna.
Lazarus se apresuró a servirle una nueva taza repleta de chocolate humeante. Dorian sorbió ruidosamente el líquido espeso y reconfortante bajo la atenta mirada del fabricante de juguetes. Al apurar media taza, observó a Lazarus y ambos intercambiaron una sonrisa.
—Menudo susto, ¿eh? —preguntó el hombre.
El chiquillo rió nerviosamente.
—Debe de pensar que soy un gallina.
—Al contrario. Muy pocos se atreverían a salir a investigar por el bosque después de lo que ha pasado con Hannah.
—¿Qué cree usted que pasó?
Lazarus se encogió de hombros.
—Es difícil de decir. Supongo que tendremos que esperar a que la policía acabe su investigación.