Las mujeres que hay en mí (22 page)

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Authors: María de la Pau Janer

Tras la columna, recordaba sus besos. Besos escasos, precarios. Le habría gustado poder guardar otros recuerdos, pero la vida no se transforma. Las cosas son como sucedieron, aunque el paso de los años pruebe a dulcificarlas. La visión de Elisa y el jardinero le tenía el corazón robado. La cautivaron el entusiasmo y la lejanía. Los intuía lejos del jardín, aislados de lo que los rodeaba. Sonreía. Suspiraba. Mientras tanto, los labios de Ramón recorrían poco a poco el contorno de los labios de Elisa. Eran unos labios que se entreabrían, húmedos y acogedores. Aquél era el espacio en el que había decidido quedarse para siempre: el rincón de mundo donde quería ser feliz.

XVII

Subía hasta la redondez de los hombros y ascendía al cuello, en donde podía intuir el latido del corazón, justo debajo de los lóbulos. Se detenía con pasión. Luego, un recorrido descendente en vertical hasta los pechos. Cada pezón, una cereza oscura, erecta. Tenían el color de la sangre fijada en un lienzo blanco. Le gustaba morderlos poco a poco, mientras los dedos de ella se perdían entre sus cabellos. Se enamoró del olor de Elisa. Era un conjunto de aromas que descubría en los rincones de su cuerpo: el aroma del pelo, que parecía la hierba en verano, la fragancia del nacimiento del escote, los efluvios que surgían de las palmas y del sexo. Eran olores distintos que acababan acoplándose a un solo aroma. Lo aspiraba en un trago profundo y se saciaba por entero.

Sus cuerpos entre el desorden de las sábanas, ocultos del mundo, habían convertido la habitación de Ramón en un refugio. Las cortinas medio cerradas descubrían un resquicio fino de luz. Tamizada, difuminaba el contorno de los cuerpos. Había una cama ancha, que los acogía. Ellos se exploraban la piel y se buscaban los labios. El tacto del otro, la dureza de las piernas y del vientre, el contacto pleno. Se abrazaban y las manos iniciaban caminos. Seguían rutas inciertas que recorrían sus brazos, se detenían en el interior del codo, en el punto preciso en que la piel tiem bla si los labios la tocan. Continuaban hacia el principio del vientre y volvían a sentir que la luna ocupaba un lugar en sus sexos. Tenían el sexo de luna, hambrientos y felices.

Entendieron que el placer tiene un punto de dolor. Es una cuestión de intensidades. Depende de encontrar el grado, la justa medida. Cuando supera ciertos límites, cualquier intento de contención es imposible. Se desbordan los sentidos, como salen los ríos de sus cauces, después de una tempestad. Entonces también desaparecían las distancias. No hay ni un milímetro que separe los cuerpos, porque ambas pieles forman otra piel. Un único tacto, un solo aroma, un mismo sabor marino. Los cuerpos tienen sabor a sal, de aquella que queda depositada en las cuencas de la rocas, cerca del mar. Como las manos recogen la sal y la guardan, así la lengua percibe su sabor y lo hace suyo.

Ramón se volvía para apoyar la espalda sobre la almohada. Estiraba los brazos y abría las piernas. Quieto, con un punto de ansiedad, la esperaba. Ella se ponía encima poco a poco. El cabello en desorden se esparcía por los hombros de él, le acariciaba la barbilla. Durante unos minutos se quedaban inmóviles. Lo único que importaba era sentir las formas del cuerpo, la proximidad amiga. Los pechos en el pecho; los vientres uniéndose. Fuera, el día empezaba a adormecerse. La luz se diluía y comenzaba la noche. Percibían el cambio de tonalidades, porque surgían las sombras. Eran sombras amables, que los acunaban. Recortes de una noche que se les volvía cómplice. Lentamente, Elisa se movía. Trazaba líneas y curvas sobre la piel que la esperaba. Era como si escribiese con su propia piel sobre la del otro. Hacía dibujos geométricos, ondulaciones sinuosas, movimientos anchos o pequeños. Ramón se alzaba en un arco para acoplarse a los gestos de su cuerpo. La sincronía era perfecta.

Él estaba dentro; o ella lo tomaba. No importaba. Olas cálidas se esparcían por todas partes, mientras la habitación se teñía del color de los árboles del jardín. Se movían a la vez, en una combinación de prisas y de ganas de hacer que durase el placer. Las sábanas se oscurecían, como oscurecía el aire. Olía a pieles que se encuentran, que se palpan, que se reconocen. El deseo, convertido en criatura volátil, no se saciaba nunca. Se cogían las manos, entrelazados los dedos que apretaban con fuerza. Murmuraban palabras de amor, palabras que se volvían nuevas porque ellos las pronunciaban. De repente, el estallido de los cuerpos.

Se prolongaba el placer. Habrían querido que durase una eternidad, porque la eternidad existe, precisamente, en el abrazo. Volvían a besarse y los labios tenían un punto amargo. Entrelazados los cuerpos, pensaban que no podía ser, que era imposible. Cuesta reconocer la felicidad, cuando nos ofrece su rostro de lleno. En el primer momento, no lo acabamos de creer. Ellos se miraban a los ojos y se preguntaban dónde estaba la poca fe de antes. Se había fundido en el aire. Entre las sábanas húmedas de efluvios, constataban que todo sucedía de una forma muy elemental. El deseo se imponía a los pensamientos, a las palabras, a las normas. No había nada en el mundo que tuviera aquella fuerza.

Aprendieron a dejarse llevar por los sentidos. Cada uno se agudizaba a medida que duraba el amor. El sentido del sabor, por ejemplo, incorporaba nuevas texturas a aquellas que ya les eran familiares. Había una mezcla de sensaciones. Por un lado, reconocían sabores próximos en la piel del otro. Por otro, encontraban sabores nuevos. Los probaban con una curiosidad que iba ligada a la sorpresa. Era sorprendente aquel gusto a miel o a ola. Les inundaban la boca de sensaciones inesperadas. Elisa se deleitaba en aquel hallazgo. Ramón prefería explorar otro sentido, el del tacto. Nunca se cansaba de tocarla. Se entretenía mientras entrelazaba los dedos en sus cabellos. Jugaba a recorrer el perfil de su cuerpo, desde los hombros hasta los pies. Era un tacto cálido, una caricia de las manos abiertas. Entonces las palmas se llenaban de su olor. Cerraba los puños para que no se escapara su rastro.

Descubrieron que amarse era una forma de existir distinta. Ya no tenían un cuerpo que los delimitaba, con el que se reconocían en un espejo, o en las pupilas de la gente, sino que su cuerpo era el de otro. La sensación era extraña. Les sorprendió la rapidez con que se acostumbraron, sobre todo porque venían de un pasado solitario. Ambos habían vivido siempre solos, aunque estuviesen rodeados de gente. Pasar del singular al plural no fue un ejercicio complicado, porque se les fundía en la boca el nosotros. Ramón miraba a Elisa y tenía la sensación de que podía percibir sus humores. Si ella hacía un gesto de placer o un rictus de dolor, él se convertía en su eco. Lo prolongaba. Elisa contemplaba el rostro de Ramón y captaba cualquier pequeña modulación. Si se dibujaba en él un gesto de alegría o estaba preocupado. Si había una sombra de agotamiento en los párpados o aquel punto de entusiasmo que le cambiaba las facciones, sólo con mirarlo.

La lengua de Ramón recorría la zona interior de sus rodillas. Ella tenía las piernas dobladas. Se tensaban en forma de dos arcos, apoyados en la espalda y los pies. El le alzaba una pierna por el tobillo y formaba un camino de agua salada. Lo mismo sucedía con los muslos, que se movían a un ritmo inquieto. Era como si la piel presintiera el beso, instantes antes de que se produjera. Primero venía la intuición del tacto, que la estremecía entera; luego, casi en seguida, la realidad del acto físico, multiplicándole la capacidad de sentir. Las sensaciones surgen de la mente y se esparcen por todos los rincones que la boca explora. Ramón hundía la cabeza entre los muslos de ella. Sus labios buscaban otros labios, que lo esperaban. Elisa alargaba las manos y tomaba las suyas. Había un encuentro de dedos que se entrelazaban.

Amarse era sentir con la propia piel y con la piel del otro. Codiciar los instantes, porque no había tiempo que perder. El tiempo sin abrazos era un paréntesis absurdo, que se perdía en la nada. Las horas que transcurrían entre dos encuentros estaban muertas, minutos que se sucedían casi inmóviles. Por eso debían aprovechar los momentos de amor. No necesitaban esfuerzos de concentración ni afanes. Todo se detenía, cuando se encontraban. Les parecía que el mundo existía sólo para que se amaran. A veces, abrían la ventana de la habitación para que entrara la luz a chorro. Con la única protección de las cortinas, permitían que la vida les saliera al encuentro. Podrían haber alargado una mano y capturado una pizca de luz o detener el instante. No importaba nada más que sus alientos que se confundían.

Todas las tardes, cuando la casa se adormecía, sometida a la servidumbre del calor, ella abandonaba la protección de aquellas paredes y atravesaba el jardín. Lo cruzaba en un vuelo, empujada por todos los vientos. La ilusión por verle vencía la intensidad del sol que le quemaba la nuca. Daba un vistazo a su hija, que dormía vigilada por alguna de las tías, y emprendía la ruta hacia la casita de Ramón. Cruzaba la puerta como si llevara aire en los talones, luego se abrazaban. Sin preámbulos. Las palabras venían después. En un primer momento, la única certeza necesaria eran sus cuerpos. Se besaban poco a poco, reconociéndose con los labios. A ella, a veces, se le escapaba la risa

Ramón tenía la certeza de estrenar el amor. Aquel amor real, hecho de deseo y de verdades, aparecía en su vida por vez primera. Antes ni siquiera habría osado soñarlo. Siempre se había imaginado que la existencia era una fuente continuada de sorpresas pero, desde que volvió de la India, satisfacer los deleites del cuerpo se había convertido en un ejercicio ocasional, que le permitía aliviar ciertas necesidades físicas y no pensar más en ellas. No se entretenía mucho, porque no había reclamos que le capturasen la atención. Con Elisa, todo era diferente. Cuando parecía triste, le habría gustado detener el universo. Habría hecho que floreciesen todos los jardines del mundo por una sonrisa de ella. Si la veía contenta, también él se alegraba. Había una superposición de estados de ánimo, una suma de emociones que vivía como un hecho natural. Del mismo modo sucedía cuando la abrazaba, era el protagonista y el receptor, el que ofrecía y el que aceptaba.

Ella llamaba tres veces a la puerta para anunciar su llegada. Ramón abría. Llegaba con el aliento quebrado y un hilo de sudor recorriéndole el escote hasta el inicio del vestido. Aunque se hubiese recogido el cabello para liberarse del calor, siempre quedaba algún mechón suelto que le proyectaba sombras en la cara. Los labios expresaban la impaciencia. Las manos le empezaban a temblar como si fuesen pájaros. Era un estremecimiento sutil que sólo él comprendía. Se abrazaban en la misma entrada, mientras la puerta se cerraba tras sí. Podían rodar por el suelo, incapaces de dar tres pasos, vencidos por la prisa. Podían correr hacia la cama, donde caerían entre las sábanas que siempre guardaban el olor de sus cuerpos. Antes de oír los tres golpes, Ramón los presentía. Se inventaba que ya estaba allí y abría la puerta para comprobarlo. A menudo era una percepción engañosa, pues no había nadie. Volvía a cerrar y se revestía de una calma que era mentira. Entretanto, Elisa esperaba el momento propicio para el encuentro. Tenía que asegurarse de que la casa se quedaba tranquila, que nadie la espiaba a través del jardín. En su ánimo, se mezclaban el deseo de volar y la necesidad de mantener la calma. Cuando encontraba un momento oportuno, se convertía en un lebrel que salta las matas tras la presa.

Abrazados, miraban el techo de la habitación. Era un techo blanco en el que destacaban algunas manchas de humedad. Elisa decía que eran nubes, mientras él sonreía. Le recordaban al cielo del primer día en que se encontraron, en la terraza del jardín. Una tarde, Ramón le hizo una pregunta que desde hacía días le daba vueltas por la cabeza. La pronunció en voz baja, con algo de miedo, mientras la abrazaba:

—Elisa, ¿has pensado en tu padre?

—¿Si he pensado en él? No te entiendo. Mi padre es un hombre ocupado, tranquilo. No hay muchas cosas suyas que me preocupen.

—¿No has pensado cómo reaccionaría, si le dijésemos que nos amamos?

—No, no he pensado en ello. No quiero que nada nos estorbe. ¿Por qué debería hacerlo?

—Me siento como un ladrón que abusa de su confianza. Al fin y al cabo, vivo en su casa. Le escribí para pedirle permiso y me permitió volver. Han pasado muchos años. Tú eras aún una niña. Ninguno podíamos imaginar lo que iba a suceder.

—Claro. Nadie puede prever el futuro. Ni él ni nosotros.

—No lo podemos prever, pero ahora quiero imaginarlo. Pienso en ello a menudo.

—¿Y qué piensas?

—Pienso en un futuro a tu lado. Por eso creo que no debemos continuar engañándolo. Esta situación me incomoda.

—No hables de engaños. Tú y yo nunca hemos engañado a nadie. Simplemente, hacemos lo que nos conviene.

—Elisa, las cosas no son tan sencillas. No creo que nos convenga prolongar una situación así. No me gusta que vivamos escondidos. ¿De qué tenemos que escondernos?

—De cualquier cosa que pueda perjudicar a nuestro amor. Lo único que pretendo es protegerlo. Somos felices. Estamos juntos. ¿Para qué vamos a complicarnos la vida?

—¡No querrás vivir siempre de esta forma! Una historia clandestina, vivida como si fuese un secreto. Yo no tengo nada que ocultar.

—Te equivocas. De momento, tienes una cosa importante que esconder: nuestra historia. No seas impaciente, Ramón. El tiempo nos traerá una solución.

—No me gustaría que alguien nos descubriese. Imagínate que se lo cuentan a tu padre. Seguro que nos malinterpretaría. Se sentiría traicionado por mí.

—Somos cautos. Tomamos las precauciones adecuadas. El resto sólo consiste en saber esperar.

—No te entiendo. Quisiera saber qué es lo que esperamos.

—La ocasión oportuna. Cuando el tiempo pase, encontraré la forma de contárselo. Me quiere. Soy la niña de sus ojos.

—Por esta razón debes contarle la verdad.

—Es una simple cuestión de estrategia. No quiero ir demasiado de prisa. Creo que debo dar con las palabras y la forma adecuadas.

—Puedo decírselo yo mismo. De hecho, creo que debería dar la cara. No puedo cruzármelo por el jardín y hacer como si nada. Me siento un miserable.

—Eres un exagerado. Esta rigidez de conciencia nos traerá muchos quebraderos de cabeza —se reía ella.

—Te ríes de mí.

—No. Me río de una preocupación que me parece absurda. Querría que tú también te dieses cuenta. Tranquilízate. No debemos permitir que nada enturbie nuestro amor.

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