Read Las mujeres que hay en mí Online
Authors: María de la Pau Janer
Besarla era como mezclar la placidez y el afán. El recorrido tranquilo por la piel de unos labios que se abren y la prisa que nos provoca la aventura de explorarlos. Alas de mariposa, lluvia que queda retenida en las hojas de los árboles, dedos que trazan caminos en el aire. Todo eso junto y mucho más. ¿Cómo se puede explicar lo que nos resulta inexplicable? ¿Dónde están las palabras, que sabía poderosas? ¿Cuál es el adjetivo que sirve para definir con precisión la vida? Siempre había encontrado palabras que le resultaban útiles a la hora de definir sensaciones, estados de ánimo, el placer y el dolor. Las palabras, que aprendió a amar cuando se las oía a las mujeres y a los hombres, se diluían. Transformadas en un pálido reflejo de las emociones, tan sólo lo ayudaban a una aproximación remota. Lo acercaban de lejos al deseo, pero no lo explicaban.
Mientras tanto Elisa tenía miedo. La atemorizaba la posibilidad de que fuese un sueño. Los besos de Ramón no tenían nada que ver con los que recordaba: aquel encuentro de bocas que se buscan entre la torpeza y la precipitación. La saliva llenándole la cara como si fuesen las pisadas de un caracol que se paseaba por su rostro. La lengua inoportuna hurgando entre sus labios. De aquella suma de despropósitos, nació una hija que era un sol. Pensarlo la consolaba. Parecía imposible que dos besos pudieran ser tan diferentes. Por una parte, estaba el rechazo o, si quería ser benévola con el pasado, la indiferencia mezclada con una cierta curiosidad. Por otra, la atracción profunda, poderosa. Un sentimiento que lo borraba todo, haciendo desaparecer cualquier duda.
No recordaba cómo había saltado aquella baranda. Tal vez, él alargó sus brazos y la sostuvo. Quizá se lanzó sola, cautivada por sus ojos. Quién sabe si jamás habían existido la barandilla, ni la terraza, ni la lluvia. Todo excusas perfectas para su encuentro, después de tantos años con el decorado a punto. Lo único cierto eran los brazos de él ciñéndola, su aliento en el pelo, los labios muy cerca.
Al principio, estaba quieta. Era incapaz de hacer un movimiento, porque tenía la voluntad adormecida. El deseo era como una ave que se revuelve en su jaula. Tenía que esforzarse para abrirle las puertas y ventanas e invitarlo a volar. Llevaba demasiado tiempo con el espíritu inmóvil, sin levantar ruido. Lentamente, empezó a recobrar la vida entre sus brazos. Su boca se transformó en una forma dúctil que se movía al compás de otros labios. Pensó que besarse era como recorrer un lugar desconocido. Había dosis de inquietud, ganas de perderse en un giro, una sensación de alegría difícil de explicar, pero que nacía en el fondo del corazón.
Era verdad: con él, el jardín se volvía diferente. Lo observaba desde el refugio de sus brazos y le parecía un espacio desconocido. Veía las ramas de los árboles pobladas de hojas y pájaros, los senderos que serpenteaban, las avenidas de jazmines esparciendo buen olor. Estaban los eucaliptos, los pinos de copa redonda, las hiedras recorriendo fachadas y paredes. Era una explosión de verdes que nunca antes había descubierto. Los rosales formaban una dispersión de pétalos en el suelo. Le habría gustado recogerlos y comérselos uno tras otro. No había nadie excepto ellos dos, guarecidos entre las columnas, abrazados. El mundo se había ido desvaneciendo poco a poco. Perdió sus formas y colores, hasta que sólo quedaron los labios que ansiaban beberse otros labios.
Transcurrió un rato. Ninguno de los dos habría sido capaz de contabilizar los minutos. El tiempo era su cómplice y se escurría entre sus manos, sin darles oportunidad de capturarlo. Cuando el tiempo se para, la vida se detiene. Para ellos la vida era un inicio y un encuentro. No existía la posibilidad de cronometrarla. Quizá les habría gustado saber el momento exacto en el que quedaron presos el uno del otro. La hora en que se miraron y todo se paró. Lo úni co que podían hacer era dejarse llevar por aquella hora mágica, aprovechar el amor que nace, cuando la existencia es una gran hoja en blanco, cuando está todo por escribir. Podían esforzarse en retener la hora del atardecer. Corría un poco de aire entre las columnas de piedra, refrescando el ambiente. Se abrazaban con el ansia de no dejarse escapar. Cuesta dominar los impulsos. No es sencillo que la razón dé la orden de tranquilizarnos. Nos aferramos con la desesperación de quien sabe cómo era antes la vida y no quiere volver a ella. Deberá crecer, lenta, la confianza, para que el empuje inicial se calme. Al principio, no obstante, gana el deseo. El deseo, que es la incertidumbre en el abrazo, nos domina el pensamiento. Nos roba la voluntad.
Elisa quiso hablar. Habría querido empezar una conversación que no terminara hasta al cabo de muchas horas. Tenía la necesidad de convertir en palabras, materia volátil, aquellos sentimientos, que eran materia del corazón. Una conversación que no tuviese un principio y un final, sino que fuese continuación de lo que vivían. Le habría gustado que hablar fuera tan sencillo como abrazarse. En la aproximación de los cuerpos, se producía un encaje perfecto. Los brazos de él le enlazaban la cintura; ella escondía la frente en su pecho. Con ambas manos le acariciaba los hombros. Podían sentir la respiración del otro, la suavidad de la piel, la firmeza de la carne. No había espacio para la sorpresa, aunque el encuentro pudiera resultar extraño. Hacía años que se conocían. Nunca se habían dedicado mucha atención. Era como si siempre hubiesen pasado de largo. Tenían la sensación de empezar a vivir en aquel punto. Respiraban al unísono. Elisa dijo:
—Querría contarte muchas cosas y, sin embargo, no digo nada.
—¿De qué me quieres hablar?
—No lo sé. De muchas sensaciones. Estar contigo se me hace raro y, a la vez, me parece lo más natural del mundo. No puedo evitar preguntarme qué he hecho hasta hoy, cuando tengo la certeza de haber vivido para esperarte.
—Yo tengo el mismo sentimiento. De todas formas, no es necesario preguntar. En la India aprendí que el silencio es suficiente. Es bueno saber escuchar lo que dicen los silencios.
—¿Y qué dicen?
—Nuestro silencio habla de plenitud. Yo no era un hombre feliz, hasta que te encontré. Tenía una vida vacía, aunque lo ignorase.
—Tuve una hija. ¿Lo sabes?
—Sí.
—Nació de una noche apresurada y triste. La olvidé hace tiempo.
—No quieras olvidarla, si te dio una hija. Me gustaría explicarte el vacío de todos estos años. Creía que tenía una vida tranquila y que estaba en paz. Ahora entiendo que me faltabas tú.
—Hace mucho que volviste de la India. Habrás conocido a otras mujeres.
—Han sido encuentros sin importancia, que se borraban en seguida de mi mente. No me acuerdo de los rostros ni de sus nombres. Ahora sólo existe tu nombre.
—Mi hija es el resultado de un error. Nunca me habría imaginado que los errores pudiesen dar cosas buenas.
—¿Por qué no? En la India aprendí que lo bello puede nacer de lo feo, que los sabores más distantes se encuentran en una sola comida, que la riqueza y la pobreza están muy próximas.
—Quiero que me abraces fuerte. Abrázame con tanta intensidad que nadie nos pueda separar, que nada se interponga entre nosotros, que ni las palabras encuentren un resquicio para alejarnos.
—Te abrazaré fuerte, Elisa.
Tía Magdalena caminaba de una forma realmente curiosa. Todos los que la conocían se habían acostumbrado a sus saltos minúsculos. En vez de pasos, daba saltitos: juntaba las piernas y las separaba con rapidez como si quisiera darse impulso en una carrera, después alzaba el cuerpo y avanzaba unos pocos centímetros. Lo hacía desde que era una niña, lo que significaba un entreno perfecto. A su edad, lo había incorporado a su vida con una normalidad absoluta. Sus hermanas no perdían el tiempo en corregirla, porque habría resultado un esfuerzo inútil. Aquel día, tía Magdalena había salido a pasear a Carlota por el jardín. Era la más inquieta de las tías. No le gustaba pasar demasiado rato en un mismo sitio, ya que, decía, se le adormecían los músculos y las ideas. Así pues, preparó el cochecito de la niña, que se acababa de despertar, y colocó en él a la criatura con encajes y almohadas. Paseó por uno de los senderos del jardín. Había nubes en el cielo y tía Antonia intentó convencerla para que no saliese. Le advirtió que, si la sorprendía otro chaparrón, no tendría tiempo de refugiarse antes de mojarse. Tía Ricarda estaba distraída escribiendo una carta al cura del pueblo en la que le consultaba ciertas angustias espirituales y no se dio cuenta de nada.
A tía Magdalena le gustaba recorrer el jardín. Todos los días procuraba pasear un rato. El recorrido le mejoraba la circulación de las piernas y le facilitaba el sueño. Siempre había tenido problemas de insomnio. Se dormía tarde, cuando todo el mundo en la casa había perdido de vista el mundo desde hacía rato. Por eso tenía mucho tiempo para pensar. Estaba convencida de que pensar demasiado era un castigo, una mala cosa que le impedía vivir feliz. Lo decidió una mañana, cuando comprendió que Antonia, su hermana, no pensaba mucho. La mujer vivía contenta, concentrada en las pequeñas tareas de cada día. No se hacía preguntas ni reclamaba grandes cosas a la vida. Ella, en cambio, quería averiguar las razones de una situación. Se empecinaba en saberlo todo, aunque hubiese hechos que nunca respondieran a una explicación lógica. La mayoría de los episodios que protagonizaba no seguían el hilo de la razón, circunstancia que la angustiaba.
Caminaba dando pasitos de pájaro mientras Carlota le ofrecía su sonrisa plácida. El sol no había iniciado el descenso hacia el ocaso, aunque no tenía la fuerza de otros días. Iluminaba el jardín con una luz que no hería los ojos ni deslumhraba, porque las nubes apagaban su intensidad. Por eso resultaba grato el camino. Se acercó al estanque de los nenúfares, donde cada flor le recordaba a una barca pequeña, y siguió adelante. Se entretuvo bajo la sombra de los pinos, observando las mejillas regordetas de la niña. Giró alrededor de las plantas trepadoras que esparcían buen olor e inició el camino hacia el refugio que ofrecían las columnas de las terrazas. Era un lugar que le gustaba porque le hacía pensar en la plaza del pueblo. No sabía por qué motivo se la recordaba. El grosor de las columnas, que habría conseguido abrazar con dificultad, le llevaba a pensar en árboles de piedra.
Llegó con la tranquilidad de los otros días. Convencida de que no encontraría a nadie, iba empujando el coche a la vez que daba saltitos. Desde una cierta distancia, le pareció intuir una sombra. Era el perfil de un cuerpo inmóvil. Pensó que debía volver atrás, pero le ganaba la curiosidad. Espació todavía más sus pasos y se dirigió hacia la sombra poco a poco. ¿Quién se escondía tras las columnas? De pronto, se dio cuenta de que eran dos cuerpos en un abrazo. Una pareja había buscado esconderse en aquel sitio. Sintió ternura por la coincidencia de gustos. Ella también se ocultaba ahí a menudo, aunque fuera en soledad. Adivinó la espalda y los hombros de él; entrevio el vuelo de la falda de ella. No se movían, entretenidos en el beso. Buscó la protección de otra columna, situada a una distancia prudencial, para observarlos. Le habría gustado pasar desapercibida, espiar el abrazo sin interferencias. Dio una ojeada a la criatura que, justo en aquel momento, bendición del cielo, acababa de dormirse. Luego avanzó un par de pasos y se situó en una posición perfecta para mirar. Hacían buena pareja: eran Elisa y el jardinero de la casa. A tía Magdalena se le escapó una sonrisa cómplice. Le habría gustado aplaudirlos. Era un atardecer de verano y se abrazaban. Sintió una envidia sana, feliz.
Entonces tía Magdalena recordó. Su pensamiento se elevó por el cielo. Antes de empezar a volar, planeó entre las columnas. Se entretuvo un instante en perseguir latidos de felicidad robada, hasta que decidió elevarse. Los años son hojas de papel que se escurren entre nuestras manos en cuanto pasamos las páginas vividas. Se detuvo en la época remota de sus amores. Tuvo tres. Ninguno le duró mucho. Hubo un espacio de su vida que vivió con cierta intensidad. Vinieron luego años enteros para recordar el tiempo efímero. Manuel fue el primer pretendiente. Recordaba su juventud y su timidez, que llevaba escritas en los ojos. Ambos eran niños que recorrían los mismos caminos por las calles del pueblo. Se miraban de reojo, siempre desde la distancia. Un día, se dio cuenta de que la seguía. Cuatro pasos tras ella hasta el portal de su casa. Lo descubrió porque la sombra de él cubría la suya. A partir de aquel momento, los pasos se fueron acortando, hasta que se acostumbraron a caminar el uno junto al otro. No hablaban mucho e iban de prisa para que los vecinos no murmuraran. Un atardecer en que el aire tenía sabor a limón, le besó los labios tras una esquina. Aprovechó el nacimiento de la noche. Fue un beso corto, que supo a poco y que le hizo cosquillas. Se cubrió los labios con las dos manos, porque no lo quería dejar escapar, y corrió hacia su casa. Entonces se miró en un espejo, porque le parecía que llevaba el amor escrito en la cara.
Antonio era un adolescente alegre que caminaba con aires de rey. Era hijo de una de las casas más ricas del pueblo. Desde muyjoven tenía la actitud de un gallito que pretende entrar en todas las bregas. Llevaba la raya del pelo trazada casi con compás, reluciente, y unos pantalones recién planchados por la criada de turno. Cuando cruzaba la calle, pensaba que le pertenecía entera. Se conocían de siempre, pero un día decidió que Magdalena iba a ser su chica. Le gustaban sus ojos y su boca. Le robaba besos, cuando podía. Era un ladrón de besos que la pillaba siempre por sorpresa. Los labios de Antonio se posaban en los de Magdalena por un instante, ya que ella huía. Aunque le gustaban aquellos besos de miel, procuraba escapar de ellos. Le habían contado que los hombres se cansan, si la novia consiente demasiado. Ella quería hacerse un poco la estrecha, aunque fuese contra su voluntad. Siempre tenía la impresión de que no los saboreaba lo suficiente, como si los dejara pasar de largo. Luego pensaba en ello, por la noche, pero al día siguiente volvía a actuar de la misma forma. A tía Magdalena, las precauciones no le sirvieron de nada. Lo recordaba con un punto de rabia, pese a los años pasados. Antonio se cansó igualmente de ella y empezó a perseguir a otras chicas. Nunca olvidó aquellos besos tristes, apagados casi antes de nacer.
Con Aurelio fue otra historia. En este caso, el indeciso era él. No se atrevía ni a mirarla. Le daba miedo que la molestasen sus gestos, si eran demasiado atrevidos. Incluso se esforzaba en hablar bajito, para que las palabras no le hiriesen el oído. Empezaron a salir juntos casi por casualidad. Se conocieron en la estación de tren, cuando ella fue a recibir a unas amigas que llegaban de la ciudad. Él bajó del último vagón. Luego pensó que no había sido una casualidad: era un hombre que siempre llegaba tarde. Iniciaron una conversación tímida que les hizo compañía. Le contó que preparaba oposiciones para notario. Vivía encerrado en un gabinete que fue de su padre, en paz descanse, rodeado de libros de leyes. Había suspendido las pruebas hasta seis veces. Esperaba que la séptima fuese la buena, pero lo decía sin convicción, con un punto de derrota anticipada que le sabía mal. Tardó un año y siete meses en decidirse a besarla. Antes sólo le cogía sus manos que siempre llevaba húmedas de sudor y de dudas. La besó bajo un árbol de copa ancha que le recordaba a un campanario. Estaba situado a las afueras del pueblo, en el camino que llevaba a la estación en donde se conocieron. Fue un beso de lluvia tranquila que le llenó la boca de agua. Fue un beso lento, porque Aurelio todo lo hacía sin prisa ni pasión. Mientras él recorría sus labios, Magdalena tuvo la tentación de morderle la piel fría. Se retuvo a tiempo y al día siguiente le dijo que no quería continuar con aquella relación. Lo vio marcharse con los hombros inclinados, la cabeza baja, incapaz de hacerle reproches o de intentarla convencer.