Las mujeres que hay en mí (16 page)

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Authors: María de la Pau Janer

A Ramón le gustaba esta historia. Servía para recordarle aquel amor que la muerte le robó. También él había querido a una mujer casada, justo en el momento de verla. No la había encontrado en un mercado, sino en una fiesta de bodas. Era la fiesta más brillante que había visto, cuando era aún un adolescente. Se servían comidas deliciosas, pero no probó ninguna, y eso que llevaba hambre atrasada. Se limitó a contemplarla, silencioso, maravillado de que fuese real. Le habría querido decir que se había producido un milagro, que el mundo era bello porque ella existía, pero no encontraba los gestos ni las palabras. Si hubiera sido capaz de mirarla a la cara, entonces se habría encontrado con la torpeza en cada movimiento de las manos, en la postura del cuerpo, en la inclinación de la cabeza. Si hubiera sabido dirigirse a ella, las palabras se habrían sucedido en una retahila de balbuceos imposibles de descifrar. Por eso había escogido una ventana, el único camino para volverla a ver. Una ventana que se perdía en la memoria por las calles estrechas de Agrá.

El emperador mandó a la guerra al marido de la mujer a la que amaba. Como el rey David, ordenó que luchara en primera línea, para que lo mataran. Deseaba su muerte. Un pájaro negro que se lo llevara para siempre a recorrer cielos llenos de nubes. Quería que fuese para él, que no hubiera estorbos entre sus dos vidas. Ramón había deseado, alguna vez, la muerte de Mateo. Era un deseo que aparecía como un fantasma sin que pudiera ahuyentarlo. Surgía cuando tenía que abandonar la ventana, alejarse de ella para que el marido no los sorprendiese. Le deseaba una muerte dulce, como de azúcar de cristal, que se deshace en la boca y deja un gusto amable. A veces, pensaba que la muerte que había conjurado se equivocó de destino. En definitiva, una broma grotesca. Cuando fue ella quien emprendió el vuelo por espacios nublados, se sintió cerca de Mateo. Era curioso, pero las sensaciones no se miden ni se controlan. Simplemente, surgen en el fondo del corazón o en un punto indefinido que nos cubre de sombras la mirada.

El emperador y ella vivieron juntos dieciocho años. Como era una mujer inteligente y hábil, lo aconsejaba en los asuntos de gobierno. Tuvieron muchos hijos. Al nacer el decimocuarto, la mujer murió. El hombre no lo podía creer. Maldecía el cielo y la tierra. Lloraba lágrimas vivas. Poco antes, le preguntó qué quería. Cuáles eran las pruebas de amor que requería para marcharse convencida de la intensidad de lo que habían vivido. Ella le rogó que construyese un monumento que mostrara su historia a la eternidad. Así, surgió el Taj-Mahal, la tumba que el emperador alzó para la esposa que había amado. Un edificio de mármol blanco, todo esbeltez. Un mármol que era pureza absoluta, pero que adquiría una tonalidad distinta cuando el sol lo iluminaba.

Cuentan que tras la muerte de ella, él enloqueció. Le tocó vivir tiempos difíciles. Los hijos se enfrentaban para conseguir el poder. Uno de ellos le envió la cabeza del que era su predilecto. Entonces fue encarcelado en un palacio. Había soñado construir otro Taj-Mahal, una tumba de mármol negro en donde reposaría cuando se le escapara la vida. Se imaginaba ambos templos unidos por un arco perfecto que sirviera de puente, pero no llegó a tiempo. Murió observando desde la ventana la silueta del Taj-Mahal. Ramón pensaba en la tumba de Sofía. Volaba hacia ella, de noche, mientras contemplaba la de aquella otra mujer. Habría querido ser un pájaro y llegar, las alas tendidas, hasta posarse en la copa de un árbol y convertirse en la sombra que acompañara su reposo.

Ser un viajero significaba descubrir las vueltas del camino. Lo entendió durante aquel tiempo. Fue una sensación curiosa: no había nada definitivo, todo era transitorio. Eran transitorias sus estancias en ciudades en las que abundaban los lagos, los edificios de piedra sin techo, los minaretes. Eran huidizas las horas que dedicaba a caminar de un sitio a otro, a liberar su espíritu, abierto el corazón. Escapaban los espacios que acababa de conocer, aquellos lugares en los que permanecía algunas semanas, antes de seguir la ruta. Huían el aire y las nubes. Pasaban de largo las historias que protagonizaban mujeres y hombres a los que conocía pero dejaba que se marcharan. No era capaz de retener muchos instantes. Acumulaba impresiones, que se desintegraban y se vinculaban, llegando a formar una materia única, ligada al pozo de la memoria. Nada era sobrero ni sucedía en vano. Nada, sin embargo, conseguía retenerlo en ninguna parte.

Habría querido que también los sentimientos fueran transitorios. Poderlos vivir con la certeza de que estaban condenados a morirse, de la misma manera que se mueren los animales y las plantas. Si una persona muere, ¿por qué no ha de tener fecha de caducidad todo lo que experimenta? Se lo preguntaba, mientras observaba las formas de las nubes o el rostro de un hombre descubierto en el borde del camino. Habría deseado que los sentimientos fueran como las hojas que se caen todos los otoños, que se renuevan todas las primaveras. Saberlo lo habría aliviado, le habría hecho la vida más fácil. Pero no lo creía. Era un incrédulo que sentía el peso de la vida vivida. Había sentimientos que se parecían a los árboles que extienden sus raíces por la tierra. Poco a poco, se vuelven gruesas y se multiplican.

Comprendió que la voluntad no ha aprendido la forma de retener la vida. Podemos desear detener un instante, que el tiempo pare su rueda y nos permita saborear lo que huye, pero eso no es posible. Podemos suspirar para que una situación sea breve, para que pase un mal trago de prisa. Aunque nos esforcemos, no lo conseguiremos. Las cosas llevan siempre un ritmo propio. No hay que obsesionarse en acelerarlo o frenarlo. Nos tenemos que adaptar, como si fuésemos un cuerpo que se mueve a merced de las olas. Ser dóciles a los embates del mundo no significa mostrarnos sumisos. Saber doblegarnos, cuando soplan malos vientos, sólo indica la decisión de sobrevivir.

Algunas mañanas se despertaba con el cuerpo entumecido. Había recorrido un largo trayecto o había subido por caminos empinados. Las piedras del desierto se clavan en los pies, aunque lleves zapatos gruesos y tengas el ánimo despierto. Entonces se preguntaba qué dolor era más agudo, si el del cuerpo o el del alma. Nunca lo dudó: el cuerpo está hecho de una materia concreta, que se mide y se palpa, con unos límites establecidos. El alma, en cambio, es territorio desconocido. Lo que desconocemos es la guarida de las penas más hondas. Por eso le gustaba imaginarse que volvía a la isla. Allá, en la casa en donde siempre había vivido, las cosas eran fáciles de controlar. No había distancias que recorrer. Todo era previsible y sencillo. Cada vez que lo pensaba, se entristecía un poco. Había escogido la inmensidad de un lugar en donde cada paso tenía el precio de la sorpresa y del desconcierto. Había dejado atrás una isla minúscula, que a menudo añoraba.

Encontraba hombres capaces de estar muchas horas quietos, observando el agua de un lago o las altiplanicies del terreno. Llevaban todas sus pertenencias encima porque no tenían muchas. Se habían desprendido de los bienes que poseían con el deseo de estar poco ligados a las cosas. Su existencia consistía en seguir el camino. Tan sólo se detenían en los templos en los que la gente se reunía. A Ramón le costaba entender aquella actitud distanciada que hacía que no fuesen de ningún lugar. No comprendía su capacidad para renunciar a todo lo que era material, ya que él guardaba los objetos que lo acompañaban como si fueran tesoros. En la mochila llevaba media vida.

Aquellos hombres tenían la mirada profunda de quienes saben muchas historias que podrían explicar. En cambio, casi no hablaban. Habían convertido el silencio en un aliado cómplice y feliz. Era su mérito: tener el pensamiento lleno de palabras y medir cada vocablo que pronunciaban. No les gustaba el parloteo inútil. Conocedores del poder de las palabras, medían su uso. No querían desperdiciar aquella fuerza que podría haber movido montañas y voluntades. Estaban convencidos de que el silencio permite oír mejor los sonidos del mundo.

Ramón aprendió mucho de ellos. Observándolos, ya que apenas mantuvo conversaciones. Su postura le ayudaba a vivir. Le gustaba, sobre todo, la calma con la que se enfrentaban a las dudas. Dejaban que todo transcurriera con fluidez, sin oponer obstáculos. No se interponían a la vida. Desconocían la impaciencia, el afán, la angustia. Resolvían los interrogantes con la simple observación de los detalles, de los momentos pequeños que lo explican todo. Se reconcilió con el recuerdo de Sofía, aquella parte de la vida que llevaba como un peso en la espalda. Se acostumbró a pensar en la ventana como si fuese un espacio recuperado. Un lugar donde fue feliz, que le había permitido conocer el amor. Intuía que aquel amor lo acompañaría siempre, que nunca olvidaría su rostro. Ahora, que vivía en un contacto absoluto con las cosas, se sorprendía al pensar que nunca la había tocado. Era extraño reconocer que se había sentido muy cerca de una mujer con quien nunca tuvo una relación física real. La había sentido tan próxima que le parecía mentira. A veces, de noche, soñaba con ella. Se le presentaba su cuerpo para que lo pudiera recorrer con sus dedos. El tacto era importante, algo que olvidó durante su relación. Pensaba que era suficiente con mirarla. Todas las miradas puestas en un cuerpo.

En la India aprendió a valorar el sentido del tacto. Los objetos pasaban a formar parte del mundo conocido, desde el momento en que sus manos los tocaban. Una cara era percibida en una caricia. Capturaba la suavidad del cabello, la piel tersa o cansada, los brazos predispuestos. Recorrer el mundo con las puntas de los dedos significaba conocer sus bordes, sus meandros, sus líneas. Había líneas rectas que atravesaban el mundo como una flecha. Otras eran sinuosas y formaban lazos como si fueran a llegar a la cima de una montaña. Las había que se cerraban en un círculo perfecto. Otras tomaban la forma de una nube. Le gustaba la sensación de tocar las piedras, la tierra, la hierba. Permitir que la mano se perdiera por las paredes de una fachada, meterla en el agua, ponerla en contacto con el fango o el polvo. Sentir en el rostro el polvo del camino. Notarlo como una presencia que nos rodea por entero y forma otra piel, abrazada a la nuestra.

En aquellas tierras, Ramón aprendió a observar las cosas de forma tranquila y reposada. Le agradaba saber que la tierra puede ser grande como un pañuelo que se extiende y cubre los vacíos. Antes de volver a la isla visitó un lugar remoto del norte de la India, Khajuraho. Era un lugar de difícil acceso. El avión que recorría la ruta Jaipur-Benarés hacía escala cuando la meteorología se lo permitía. Las tempestades eran frecuentes y los pilotos a menudo tenían que pasar de largo. Después de intentar aterrizar infructuosamente, seguían la ruta hacia Benarés. Estaban el pueblo viejo y el pueblo nuevo, situados a unos cinco kilómetros del aeropuerto. Contando los alrededores, se podían calcular unas nueve mil almas. Le sorprendió el contraste con la pestilencia de Agrá. La vegetación era más generosa, la gente afable, las calles tranquilas. Le parecía que habían reducido el espacio, en un punto en el que los turistas no se quedaban mucho, porque estaban sólo de paso. La gente iba para ver sus templos magníficos, maravillas arquitectónicas profusamente decoradas. Abundaban las figuras humanas y de parejas en posturas eróticas. Le sorprendió ver cómo la sensualidad podía surgir de la piedra y obrar el prodigio: dotarla de vida, de sinuosidad, de movimientos cadenciosos y sugestivos. Le gustó la minuciosidad de los detalles. Ver la espalda que se dobla como un arco, los brazos que se alzan, las manos cuando rasgan la ropa, sólo insinuada, de un sari, las acrobacias, casi funambulescas, de los amantes. Aprendió a detener la mirada en cada gesto que se recortaba en la piedra. Era un placer para sus ojos, poco acostumbrados a reconocer sensualidades detenidas para siempre. Había cinturas insinuando movimientos, pechos erguidos, nalgas rotundas. Se preguntó cómo era posible que, mil años atrás, el sexo fuera ya pura belleza y artificio. Encontró todas las variantes de un juego amoroso intenso. Los templos se alzaban, majestuosos, ofreciendo la diversidad del sexo.

Se adentró aún más por la región, hasta llegar a las cataratas. El agua brotaba pardusca de tierra; la naturaleza era plácida. Cuando caía la lluvia, se embarraban los caminos. Entretanto, pasó por pueblos minúsculos que no aparecían en ningún mapa. Había dos docenas de casas mal contadas, una fuente donde las mujeres, vestidas con colores brillantes, iban a buscar agua, hombres que observaban su paso desde el portal de casa. Le gustaban, sobre todo, los niños. Los niños indios tenían una belleza particular, extraña entre tanta miseria. Los ojos eran pozos hondos, oscuros, capturadores de miradas. Planteaban preguntas, interrogaban, llenos de curiosidad. Las adolescentes lucían sus esbeltos cuerpos, sus cuellos largos, las sonrisas seductoras. Les gustaba perseguir a los pocos viajeros que veían pasar. Sus carreras tenían algo de huida y de búsqueda a la vez. Algunos niños iban descalzos, los pies negros de suciedad. Huían, puede que sin siquiera saberlo, de su realidad empobrecida. Al menos, esto pensaba Ramón al verlos. Eran como bandadas de pájaros persiguiéndolo, voraces. Tenía que pedirles que se fueran, con una sensación que mezclaba el desconcierto y la impotencia.

Una niña de ojos inmensos, con el pelo al viento, el cuerpo delgado y dulce, lo siguió. Corría sola, cuando los demás ya habían abandonado la carrera. Llevaba un pequeño collar de piedras de colores, humildes, sin nada de valor. En su cuello parecían esmeraldas. Llevaba una falda vieja y un corpino verde que le descubría, en un relámpago, trozos de piel morena. Extenuada, con el aliento roto en medio del camino, la perdió de vista. Entonces fue él quien habría querido seguirla. Fijó sus ojos en aquel punto, cada vez más pequeño, que borró la distancia. Cuando se desvaneció, aún perduraba la imagen en su retina. Hizo un esfuerzo por memorizarla.

Durante mucho tiempo, los días transcurrieron sin prisa. Tan sólo contaban sus ganas de continuar la ruta, la pasión por los descubrimientos. Era un hombre joven que recorría el mundo con el ánimo lleno de curiosidad. Habría querido llevarse todo lo que le salía al encuentro, llenar un hatillo como si se tratase de un tesoro. Había salido de un jardín tranquilo para encontrarse con la diversidad y los contrastes. Había abandonado una isla pequeña para perderse en la inmensidad de una tierra que nunca dejaba de sorprenderlo. Aprendió a ser paciente y a estar vivo, a recobrar la alegría y a valorar el silencio. Un día añoró Mallorca. No era una nostalgia punzante, amarga, sino que tenía matices de gozo. Tenía la sensación de que empezaba a recuperar un bien perdido. Aquel tesoro preciado que le arrebató la muerte. Poco a poco, aprendió a reconciliarse con la vida. Entonces quiso volver. Decidió dejar atrás todos los paisajes que aún le poblaban los ojos para regresar al paisaje conocido, que podía medir y sentir próximo. Cogió un papel y escribió una carta al señor de La Casa de Albarca. Le decía que había recorrido un pedazo de mundo, que lo había descubierto ancho y diverso, pero que quería iniciar el camino de vuelta. Esperó la respuesta, ansioso, porque las buenas noticias a veces tardan por los caminos del viento.

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