Las mujeres que hay en mí (13 page)

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Authors: María de la Pau Janer

X

La ventana casi no destaca en la fachada. Con las persianas cerradas, sólo puede intuirla si se acerca mucho. Ha tenido que volver a la rama del almez, porque no hay ningún otro lugar donde sentarse cerca de la habitación. Ha vuelto a la época en la que se sentaba en las ramas bajas y esperaba a que las cortinas mostrasen un destello de luz. La única diferencia es que ahora sabe que ya no hay luz. Lo sabe, del mismo modo que puede asegurar que es negra noche y el aire frío. Ha tenido que ponerse una chaqueta gruesa, para que lo proteja de la helada. No sabe cuánto tiempo pasará, apoyado en el árbol. A veces sólo resiste un rato muy corto, el tiempo justo de levantar la mirada al aire. En otras ocasiones, se le van las horas. Sucede cuando también el pensamiento tiene la habilidad de alzar el vuelo. Querría evitarlo, porque el descenso suele ser doloroso, pero a veces no llega a tiempo. No llega a tiempo a capturarlo, antes de que emprenda el vuelo. Los caminos del aire están hechos de burbujas que conducen a la nada. Permitir que la mente vuele es una especie de pequeño suicidio que se combina con instantes de placer profundo.

Ramón aún ignora hacia dónde dirigirá sus pasos. Alguien dijo que los viajes sirven para curar las heridas de amor. Él no cree que nada pueda curar la suya, cuando tiene la vida marcada y el sufrimiento está vivo. Se siente como si le hubiesen robado el alma, que no sabe bien lo que debe ser, pero que duele. Es un sufrimiento que se parece a una herida de ortigas. Se imagina revolcándose, el cuerpo desnudo, sobre una zarza. Se refriega una y otra vez, hasta que su cuerpo sangra. Luego, cuando todo quema como si fuese de fuego, una mano esparce sal en cada una de sus heridas, para que se multiplique el padecimiento. Cuando lo piensa, llega a la conclusión de que no es exactamente así. Él soportaría el dolor de las ortigas, de la sal que salpica las heridas abiertas, pero no puede resistir este otro dolor. Prueba a imaginarse distintas formas de tortura. Se inventa las más terribles que su cerebro es capaz de pensar, pero ninguna superaría la pena que vive. Se abraza al tronco del almez y se pregunta qué va a hacer con los años que le quedan por vivir.

Ramón es un chaval joven. Está acostumbrado a encontrarse con dificultades que puede superar a través del esfuerzo y las ganas. Es de un natural voluntarioso que se entrega a la vida con la misma intensidad que al trabajo. Por primera vez, ha descubierto que se dan situaciones en las que no sirve la voluntad. No es suficiente desear las cosas con todas tus fuerzas. No es suficiente añadir dosis de realidad a los deseos. Es decir, hacer lo posible para que pasen a la esfera de lo que podemos conseguir. Hay un momento en la vida en el que descubrimos que hay situaciones que no tienen remedio. No sirven los deseos ni la voluntad. Obsesionarnos con ello es como darnos golpes con la cabeza contra una pared: doloroso e inútil. Como Ramón también es tozudo, no está dispuesto a aceptarlo fácilmente. No quiere admitir lo que le ocurre. Primero reacciona con un estallido de violencia incontrolada. Tiene las manos peladas de dar puñetazos al tronco del almez. Se despierta de repente con una tenaza que le oprime el pecho. Se ahoga en la respiración intermitente, mientras se descubre empapado de sudor. Entonces lo único que puede hacer es salir al jardín y empezar a correr. Correr kilómetros más allá de los últimos márgenes de piedra que señalan los límites de la finca. Parece un desalmado, un loco, un hombre perdido.

La segunda fase del dolor es más contenida. Ramón no puede evitar pegarse a una pared, como si buscase refugio. Entonces empieza a encogerse. Se vuelve, pequeño, doblado el cuerpo, flexionadas las piernas. Querría fundirse y convertirse en una piedra, insensible a todo, incapaz de experimentar nada. Se duerme con la cabeza entre los brazos, vencido por el agotamiento. Entonces sueña con Sofía. Sueña con su rostro rodeado de rizos, los ojos que lo miran sin pudor, el cuerpo esbelto que nunca pudo tomar entre sus brazos. La contempló tantas veces y con tal intensidad que se la sabe de memoria. ¿Qué más da el tacto de la piel, si los ojos la adivinan? ¿Qué valor puede tener una caricia, cuando las miradas envuelven con la mayor sabiduría? El deseo se puede volver tacto, pero también puede ser unos ojos.

Dicen que la distancia lo cura todo. Lo ha oído contar a los mayores, experimentados en casi todas las artes. Se pregunta si debería escucharlos. Le produce cierto reparo abandonar el espacio conocido, el jardín que ha aprendido a medir desde cada rincón. Aunque esté cerrada, la ventana le presta su compañía. Para todo el mundo puede parecer una ventana como cualquier otra. Él sabe que es única: es el lugar donde descubrió el amor, donde las horas pasaban, donde fue feliz. Sabe que no se puede resignar a la inmovilidad. Es incapaz de aceptar que la vida continúa, que tiene que repetir las mismas actividades de todos los días, de todas las semanas, de todas las estaciones. Así, una estación tras otra, hasta que se convierta en un viejo malhumorado y triste.

Nunca había pensado en marcharse. Hasta no hace mucho, el mundo se concentraba en el espacio inmediato que conoce y pisa. Le han dicho que no es verdad. Esto no es más que una parcela insignificante de lo que podría llegar a descubrir. Hay tierras remotas con nombres que ni siquiera sabría pronunciar. Hay mares que bañan las orillas que desconoce, puertos en los que las naves buscan refugio, olas que salpican el aire de espuma. Hay ríos de caudal amplio, donde puedes ver guijarros que han ido rodando, limadas las aristas por el roce con las otras piedras que han encontrado en el camino. Él sólo conoce los torrentes, casi siempre secos, de Mallorca. Si fuese capaz de dejar la isla, zarparía en un barco hacia tierras muy lejanas. Lugares donde la vida y la gente fueran muy distintos. La diferencia lo ayudaría a rehacerse. No podía aceptar que todo debía seguir igual, que cada día vería las mismas escenas, a la gente de siempre, las persianas cerradas. Irse significaría salvarse de una muerte cierta, ya que sumergirse en el dolor era como morirse poco a poco. Era aceptar una mentira, jugar a creer que podía salir adelante como si nunca hubiesen existido los encuentros, como si Sofía y su sonrisa nunca hubieran sido para él. Sabe que ella le perteneció durante muchas noches y no quiere que los recuerdos se desvanezcan. Prefiere guardarlos cerca del corazón, mientras busca nuevas sendas.

Había días en que Ramón tenía la impresión de que la pena era una planta inmensa que se bebía el agua de la maceta donde la habían sembrado. Él todas las mañanas cambiaba el agua a la pena. La regaba con agua limpia, transparente, para que la tristeza pudiera crecer sin obstáculos. No quería ponerle trabas, ni permitir que se fuera secando en su interior. Le hubiera gustado poder cerrar los ojos y olvidarse de ello.

Le enseñaron que los hombres no lloran. Aunque se les rompa el corazón o los devore la rabia, han de mantener el aspecto firme. Ramón llora. Lo hace sin querer, oculto de las miradas de los demás, muerto de vergüenza. Si pudiese evitarlo se sentiría mejor, menos vulnerable. Las lágrimas sólo son una mezcla de agua y de sal. Al fin y al cabo, muy poca cosa. Se lo repite muy a menudo, ya que la constatación lo calma un poco. Lo peor es que aparecen en el momento más inesperado. Son inoportunas e imprevisibles. Él se esfuerza en hacer como si nada ante los demás. Se pasea con la cabeza alta, mantiene las conversaciones de antes, repite inercias. En el momento más inadecuado, empiezan a caer una tras otra. Llegan sin aviso, mientras él habla con un vecino sobre la necesidad de podar los naranjos, por ejemplo. Cuando se da cuenta, pestañea con fuerza, dice que le ha entrado algo en el ojo, cuenta que el humo de los cigarrillos le enturbia la vista. Las lágrimas caen como una lluvia tranquila. No hay posibilidad de detener su camino. Derrotado, musita una excusa cualquiera, da la espalda a su interlocutor y vuelve a casa.

Marcharse lejos. Preparar el hatillo y recorrer muchos kilómetros. Sería como entablar un combate entre la distancia y la pena. Ahora ya sabe que, en el escenario del almez y la ventana, el dolor no sabe hallar consuelo. Una minucia sirve para reactivarlo. El comentario bien intencionado de alguien, la pregunta inocente de otro, incluso un silencio. Todo se junta para levantar una montaña que se interpone entre él y la vida. Intuye que aún no ha perdido la curiosidad por las cosas. A pesar de que vive días de desinterés por todo lo que le rodea, muy dentro hay una voluntad de saber, de conocer. Alguien le había dicho que, muy lejos, hay una tierra con extensiones de campo verde que trabajan mujeres esbeltas como cañas. Tienen la piel oscura de los que han padecido. Llevan pulseras de plata en los tobillos, porque dicen que traen buena suerte. Pero nunca se preguntan por qué les ha tocado vivir en la pobreza. Su miseria no invita a retirar la mirada del espanto. Se mueven con movimientos sinuosos, descalzos los pies. Los saris que llevan llenan la tierra de manchas de colores.

Sabe que irse no significa dejar una historia atrás. Aunque es muy joven, ya ha aprendido que llevará en el hatillo todo lo que ha vivido. La distancia no consigue que podamos desprendernos de la vida vivida, simplemente la cambia de lugar. Renueva el escenario, mezcla nuevos elementos. Cuando parta, se llevará con él el rostro de Sofía. Se llevará sus pies pequeños que se doblaban, cuando iba de puntillas. También los ojos inmensos que tenían un fondo de luz. Lo acompañará su cuerpo de funambulista. Ha leído una leyenda que se titula, precisamente,
La maldición de la funambulista.
Sucedió en Udaipur, una ciudad de la India, donde hay un lago que forma una bahía. La funambulista había hecho una apuesta con el marahá. Él le regalaría la mitad del reino si era capaz de cruzar el lago de extremo a extremo sobre una cuerda floja. La muchacha demostró un equilibrio impecable, mientras se movía con la agilidad de los pájaros. Cuantos la miraban contenían la respiración. Sólo le faltaba un palmo para cumplir la proeza, cuando un noble malvado cortó la cuerda. Ella cayó al lago. Antes de morir ahogada, tuvo tiempo para maldecir al marahá. «No vas a tener hijos», le dijo. Ramón piensa que ojalá alguien hubiera maldecido a Sofía con las mismas palabras.

La última vez que la vio oscurecía en el jardín. Las cortinas estaban abiertas de par en par y la ventana era un foco de luz que se proyectaba en los árboles. Sería una ilusión, creada por las ganas de asomarse a aquella luz, pero le pareció que la ventana desprendía olores de limón. Era un aroma intenso, que respiraba a fondo. Saber que la vería le alegraba. Era una alegría que le recordaba a un día soleado en el rostro. La calidez en las mejillas, en la nuca, en los párpados que tenía que cerrar para no deslumbrarse. El sol de la primavera que nace instalado en el rostro. La existencia se había convertido en una retahila de momentos de luz.

Se encaramó a la atalaya de la fachada. Miró a través de los cristales y le vio el vientre. Había observado cómo crecía durante semanas, a lo largo de los meses. Mientras se redondeaba, el cuerpo de Sofía adoptaba formas nuevas. Ganaba una gravidez serena de pájaro que reposa en la rama, de nave quieta en el embarcadero. Ella lo recibía con una sonrisa, el batín que, en aquellas últimas semanas, no se había vuelto a quitar y las manos que se cruzaban sobre el vientre, protectoras ante cualquier peligro imaginario. Aunque la sabía más ausente, concentrada en sí misma y en lo que sucedía en su interior, se sentía feliz.

No intuyó que jamás la volvería a ver. Después pensó que no era justo. Debería haber percibido que se les terminaba el tiempo. Debería haber sido capaz de adivinarlo, pero no supo. Las cosas que van a venir no se prevén, o quizá no había estado lo bastante atento. Distraído por el aroma de limones, desatendió aquel otro olor. Era menos intenso, sutil, hecho de partículas diminutas, de presentimientos. Pasó de largo, concentrado en los instantes felices que pueden convertirse en una trampa. La intensidad de emociones nos reclama una atención que impide que podamos pensar en otras cosas, quizá obvias, o incluso más inmediatas. El centro del universo era Sofía. Aquel vientre lleno constituía una simple anécdota, una variación de la belleza. Como todos los días, se despidieron con las manos a través del cristal. Se dio cuenta de que ella tenía las palmas sudadas, cuando comprobó la marca que dejaban. Era un perfil húmedo que quedó impreso en la ventana. Sus manos se apoyaron en la huella de las otras manos.

Aquella noche, Sofía empezó a sentir dolores de parto. Rompió aguas con la sensación de que se perdía en un río pequeño, piernas abajo. Aún no cantaban los primeros pájaros, cuando llegó la comadrona. Pidió agua caliente y toallas. Su frente era un pliegue, tensas las manos que se cerraban alrededor de los barrotes de la cabecera de la cama. A su lado, el marido médico se esforzaba por facilitar el nacimiento del primogénito. Fue muy largo y muy duro, y la noche se prolongó. Parecía que aquella criatura se había negado a nacer, mientras se bebía las fuerzas de su madre. Antes de morir, Sofía pidió que retirasen las cortinas de la ventana, que abriesen las puertas, los cristales, que encendieran todas las luces. Lo decía con un hilo de voz.

En el jardín, Ramón miraba la ventana encendida. Cuando se fue a dormir, descubrió la llegada de la comadrona y ya no hizo otra cosa que esperar. Durante horas, había una lámpara en el interior de la habitación. Un punto de luz que le hacía imaginar idas y venidas, el dolor de ella. Tenía la voluntad de acompañarla en el sufrimiento y sentir el dolor físico al compás del dolor de Sofía. No podía evitar aquella correlación de sensaciones. Su padecimiento se concretaba en las sienes, en la cabeza que le daba vueltas, en la garganta que le dificultaba el tragar saliva, en el temblor de las manos. Pasaron las horas. Cada una tensa como el bordón de un violín. Estaba sentado en el suelo, entre los árboles, abrigado con una manta, la frente apoyada en las manos. De vez en cuando, levantaba la cabeza hacia la ventana, y veía cómo temblaba aquella luz. Era una claridad incierta, que crecía y menguaba en un juego de intermitencias. Aquella vacilación lo hacía sufrir. Le parecía que el espíritu de Sofía se fortalecía un instante, pero que se debilitaba de pronto como la luz que lo acompañaba.

Habría deseado ir a la pared, pegarse a la fachada e iniciar el ascenso hacia la ventana, pero sabía que era un territorio prohibido. Sólo podía esperar que pasasen las horas.

Lo cegó el estallido de luz. Alguien habría encendido docenas de velas en el cuarto. La intensidad de las lámparas arrojaba una luz amarilla al jardín. Lo invadió el olor de limón, otra vez recuperado. Por un instante, se sintió el hombre más feliz de la tierra. Comprendió que era ella la que le enviaba un torrente de luz. Era una señal de amor. Lo supo cuando unas manos, intuidas desde la distancia, abrieron las cortinas y los postigos. La ventana desprendía más luz. Se tranquilizó, mientras pensaba que todo había terminado. Se imaginaba que el hijo de Sofía había nacido, que ella le hacía saber que podía reposar. Habría querido reír con fuerza, levantarse y abrazar los troncos de los árboles, correr entre los cipreses.

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