Las mujeres que hay en mí (12 page)

Read Las mujeres que hay en mí Online

Authors: María de la Pau Janer

A veces, tan sólo buscamos que alguien se dé cuenta de que existimos. Nos importa más que cualquier otra cosa en el mundo. Queremos que unos ojos se detengan en nosotros y nos reconozcan. Sentir la consideración de los demás o, como mínimo, su aprobación es lo mismo que respirar, nos hace sentir vivos. A los cinco años, ya me lo sabía de memoria. Por eso adopté la actitud seria de las situaciones importantes. Lo miré. Ramón abandonó su trabajo y me volvió a mirar de un modo distinto, como si esperase que hiciera una pregunta o un comentario. Pero no le dije nada. Me levanté la falda del vestido hasta la barbilla, la altura justa para que se diese cuenta de que llevaba las bragas del mismo color. Fue un gesto de orgullo, de satisfacción, interrogante. Buscaba una respuesta a mi alegría.

Hay ciertas caras que casi nunca cambian de expresión. Mantienen los músculos con una tirantez idéntica cuando han de reírse o cuando han de llorar. Las cejas conservan la curvatura exacta en la ira y en el miedo. Son rostros que viven enmascarados. Hacen pensar que alguien decidió fijarles una determinada forma: los labios sellados, sin insinuar nada, los pómulos firmes, los ojos con una mirada que no permite adivinar estados de ánimo. Son rostros que no acostumbran a llenarse de arrugas con los años. La inexpresividad los preserva de aquellos pequeños surcos que son el indicio de una vida vivida. Se van secando, en cambio, como si fueran la fruta de una bandeja olvidada en la cocina. Pierden brillo, transparencia. Se van volviendo pequeños y opacos hasta recordarnos objetos sin vida.

Hay otros rostros que reflejan las sensaciones con gestos distintos. Los movimientos de los labios, de los ojos, de las cejas, y de la frente ofrecen mil combinaciones. Entonces, una cara puede transformarse en una frase, una carta o un poema. Nos llega a decir tantas cosas, que no hacen falta palabras. Precisamente porque las palabras se han puesto en cada uno de los rasgos y les han dado fuerza. Entonces ni siquiera debemos esforzarnos en leer qué dice aquel rostro, porque lo captamos de un solo vistazo, sin preámbulos.

Ramón me miró y comprendí que no le gustaba lo que había hecho. En su rostro, había una confusión de sensaciones. Estaba sorprendido y las cejas le dibujaban un arco enorme que recordaba la entrada de una cueva oscura. Estaba también enfadado, y los labios se cerraban con rabia, mientras clavaba sus dientes. Le adiviné la dureza de los pómulos, convertidos en roca. Noté que la barbilla le temblaba un poco. Entonces yo era como una hoja arrastrada por todos los vientos. De repente, me sentí muy ridicula. Allá, con mi vestidito y mis bragas, esperando la aprobación de un hombre que lo único que hacía era echarme de su lado. Aflojé las manos que sujetaban los bordes del vestido y la tela cayó poco a poco, hasta cubrirme las bragas, los muslos y las rodillas. A pesar de haber recuperado una apariencia de normalidad, no me podía mover. La vergüenza había echado raíces y yo no podía levantar los pies del suelo.

Nos quedamos quietos, el uno junto al otro, un largo rato. Ninguno de los dos se esforzó en pronunciar palabra, mientras la tarde se fundía en una luz de melaza. Lo sé por que, de pronto, el azul de la ropa empezó a diluirse. Habría querido decirle que no lo entendía. No comprendía aquel rostro de rechazo, el aspecto amenazador, cuando yo sólo había querido enseñarle mi vestido. Tenía cinco años y quién sabe el tiempo que me habría quedado inmóvil, silenciosa, de no haber oído una voz que me llamaba desde la casa. Tomé impulso para empezar a correr. Corría como si me persiguiera el miedo y estuviese a punto de tomarme por la cintura.

Desde aquel día lo evité. Procuraba no coincidir nunca con él. Si intuía su presencia en una parte del jardín, escogía rutas alternativas para no encontrármelo. Así durante una infancia sin muchas nubes. Pasaron los años y el susto inicial se diluyó. Un día, me lo encontré sin querer. Nos miramos, distraídos ambos en nuestras preocupaciones. Verlo ya no me hacía temblar, porque el episodio perdió fuerza. Se desdibujaron los contornos, hasta que quedó sumergido en una serie de anécdotas infantiles. Hay recuerdos que se olvidan sólo aparentemente. Podemos pasar mucho tiempo intentando rescatar una imagen que vivimos. Somos capaces de perseguir toda una escena a partir de uno de sus matices. Nos acordamos muy bien de un detalle, pero no podemos reconstruir el resto. Pensamos en ello una y otra vez, aunque siempre retornamos al punto inicial, a la sensación de blanco. Aveces, yo pensaba en un vestido de color cielo. Recordaba vagamente lo que había sucedido, pero nunca me detenía en ello demasiado. Tuvo que transcurrir el tiempo para que el episodio fuera rescatado de la niebla.

Mi infancia fue tranquila. Viví protegida por mi abuelo y por los fantasmas de mis madres, que siempre estaban cerca. Fueron días felices, cuando aún no había conocido la inquietud, ni el miedo, ni el dolor. El dolor no vino hasta mucho más tarde, cuando era una mujer que descubre los secretos del pasado, que se obsesiona en hurgar en ellos, porque intuye que ocultan la clave de su presente, que no podrá vivir si no conoce su propia historia. Aquella tarde en el jardín, junto a un Ramón hostil y en silencio, ignoraba todo lo que llegaría a saber de aquel hombre. Ignoraba también que las relaciones humanas suelen ser un entresijo finísimo de vínculos que se tejen y se destejen, a medida que avanza la vida. En una ocasión, la abuela Margarita, que era muy discreta y pretendía evitarme sufrimientos inútiles, me dijo:

—No te esfuerces en explorar el pasado, Carlota. Todo lo que ha sido y ya ha dejado de ser... olvídalo.

—Lo dices porque quieres que sea como tú, que te pasas la vida callada, pero somos diferentes. Yo tengo curiosidad por las cosas.

—La curiosidad es mala consejera. No vas a ganar nada hurgando en historias que no te pertenecen.

—Las historias que ha vivido gente de mi familia me pertenecen un poco.

—No, a ti sólo te pertenece tu propia historia. Esfuérzate en vivirla como te parezca mejor, pero no te entretengas en hurgar en el pasado.

—Nunca nos pondremos de acuerdo. Para mí, la historia de mi abuela es mi pasado. También lo es la historia de mi madre. Siempre he vivido pensando en ellas como si fueran fantasmas, una especie de seres de mentira que me ayudaban a vivir y a ser feliz. De repente, cuando aparecen las dudas, cuando descubro que sólo conocía una pequeña parte de sus existencias, tú me echas.

—Yo no tengo derecho a echarte de ningún sitio —sonrió levemente—. Además, soy la última que se ha añadido a esta comparsa. Tan sólo quiero ahorrarte sufrimiento y ahorrárselo a tu abuelo, si puedo. Él no es un hombre fuerte. Una parte de su alma vive en aquel pasado que tú pretendes rescatar. Déjalo que lo sueñe como le venga en gana. No lo inquietes con descubrimientos que lo hacen sufrir.

—Lo proteges. Me gusta que lo hagas, pero no evitarás que yo quiera saber la verdad. Todo lo que le sucedió realmente a mi madre.

—La conocí cuando era muy joven. Siempre pensé que era bellísima.

—¿Como en el retrato?

—Más que en el retrato. Cuando tu abuelo me pidió que me casara con él, pensé que no podía ser verdad. Había tenido una esposa y una hija espléndidas. ¿Por qué razón iba a querer casarse conmigo?

—Al principio tampoco yo lo entendí. Ahora, en cambio, pienso que hizo una elección magnífica.

Viví muchos años sin saber siquiera que existía un pasado por explorar. Cuando el pasado eran sólo dos cuadros y las palabras del abuelo que me hablaba de ellos, vivía sin altibajos. En La Casa de Albarca el mundo era un reducto de paz. Atravesar las verjas y entrar en la finca significaba dejar atrás cualquier preocupación. Los árboles crecían, aunque no nos deteníamos a contemplarlo. Las estaciones se sucedían y cada una nos aportaba brisas suaves o ventadas, colores intensos o una suavidad de tonalidades nuevas. Fui a un colegio donde nos vestían con un uniforme que me recordaba la tierra en las manos del jardinero, con unas medias de lana verde que nos llegaban hasta debajo de las rodillas. En aquella época predominaba en mí la timidez. La vanidad era aún un estadio al que tardaría en llegar. Era una niña vergonzosa que no sabía moverse con mucha agilidad. Mis movimientos eran torpes porque siempre intentaba pasar desapercibida. No dominaba el espacio, más allá de los límites de la casa donde me sentía todopoderosa, y parecía un animalillo que busca esconderse de los demás.

Aprendí medias verdades y medias mentiras, que suele ser lo que nos enseñan en la escuela. Allí, tenía un par de amigas que me duraron lo que duró el colegio. Eran mucho más decididas que yo, aunque sólo en apariencia. La timidez solía jugarme malas pasadas. Me hacía parecer insegura, dubitativa, poco arriesgada. De seguridad, firmeza y capacidad de riesgo, mi carácter tenía dosis bastante elevadas, aunque me apresuraba a ocultarlas. La reserva con la que me enfrentaba al mundo era un especie de escudo protector que me ayudaba a ir construyendo mi propio universo. Un universo hecho de sorpresas y de silencios, de historias inventadas y de juegos.

Aquel colegio tenía un jardín que me recordaba un poco al de mi casa. Había unas verjas que eran la entrada principal. Para entrar, había que hacer sonar una campanilla de metal. Repicaba con dificultades, ya que estaba oxidada por la lluvia. Contaban que habían hecho pruebas para cambiarla por un timbre, pero que los resultados nunca fueron muy satisfactorios. La verdad es que a los alumnos nos gustaba más el sonido oxidado de resonancias graves. El jardín daba a una explanada de césped en la que, en verano, nos echábamos al sol. Eso sí, el cuerpo bien cubierto por el uniforme terroso. Me gustaba permanecer quieta mucho rato, los ojos fijos en el cielo. Si era claro, me recordaba los colores de mi paleta. Si aparecían las nubes, me distraía buscando formas conocidas: la espalda de un elefante o el perfil de una ballena. Una vez me pareció ver dibujados los rostros de los retratos. Las nubes y la neblina se habían combinado para trazar los rizos de Sofía y la mirada de Elisa. Me alegró descubrirlas tan cerca de donde yo estaba. A menudo me sentía muy sola sin su compañía.

Me quedé un rato inmóvil, contemplándolas. De pronto, en un movimiento del cielo, las facciones de cada una se dibujaron con nitidez. Vi el cuello esbelto, los pómulos altos, aquellos ojos que siempre me perseguían. Yo estaba apoyada en la hierba, recorriendo con el dedo las formas que iba capturando. Me sentía feliz, mientras las recuperaba. Pensé que, al llegar a casa, tenía que contarle a mi abuelo aquel descubrimiento.

Los años del colegio se prolongan como un hilo dorado en mi pensamiento. Nada lo deshace ni lo rompe, ya que no hubo grandes contratiempos ni sustos mayores, en una existencia tranquila donde todo se perfilaba con la misma nitidez que las nubes del patio. Después fui al instituto. Conseguir que el abuelo me lo permitiera no fue una tarea fácil, más bien tuvo aires de proeza. Él habría preferido que escogiera un colegio de monjas en donde el hilo dorado tuviera su adecuada continuación. Así, habría crecido en un reducto de algodón que me habría permitido contemplar el mundo por un agujero, pero nada más. Como, a medida que me hacía mayor, había ido rechazando las visiones parciales de la vida, elegí un instituto, lleno de arcos y palmeras, en el que los alumnos nos sentábamos en la escalera a tomar el sol de la mañana. Un instituto en donde nos sentíamos adultos antes de tiempo y en donde mi timidez —incongruencias de la existencia humana— empezó a disminuir a un ritmo sorprendente.

En aquella época se produjo una curiosa metamorfosis en mi cuerpo. La aparente desproporción que había entre unas piernas demasiado largas y unos brazos que nunca sabía dónde debía colocar fue encontrando remedio. Gané en esbeltez y en altura, mientras mis extremidades ocupaban una parte proporcional del conjunto. Dejé que me creciera el pelo, que llevaba por encima de los hombros. Continuaba teniendo los ojos y la boca demasiado grandes, pero nadie —ni yo misma— pensaba ya en la abuela de Caperucita Roja, al verlos. La falda y el jersey de mi antiguo uniforme desaparecieron del armario. Ocuparon su lugar pantalones vaqueros, camisetas de hilo que se pegaban a los pechos y a la cintura, faldas que descubrían la redondez de las rodillas.

La vanidad, que siempre había habitado un reducto minúsculo de mi carácter, creció en proporción al grado en que fue disminuyendo la timidez. No es que me considerase más importante que los demás. Simplemente, me daba cuenta de que no era la figura insignificante de antes. De esta forma, empecé a relacionarme con muchachos de mi edad. Salíamos al cine, nos pasábamos la tarde en el bar de detrás del instituto, o discutíamos sobre el bien y el mal entre clase y clase.

La primera vez que un compañero de curso me besó no vi chiribitas en el cielo. Su abrazo me dejó sin respiración —no porque me emocionara especialmente, sino porque él tenía el gesto de un oso con garras en vez de brazos— y con la cara llena de saliva. Una sensación, en conjunto, muy desagradable. Alguien que me quería bien me contó que esto de los besos exige práctica. Me esmeré en el intento. Aunque puse voluntad y esfuerzo, los resultados no fueron muy buenos. Mejoró la técnica, pero no las sensaciones que producía su ejercicio. A veces, si tomaba dos copas, un beso podía convertirse en un intercambio agradable de ternura y de buena voluntad. En algún caso, el roce de dos lenguas, que exploraban caminos, nos excitaba de cintura para abajo. Pero poca cosa más. Llegué a sentirme francamente decepcionada con aquella historia que el resto del mundo se había encargado de mitificar para mí.

Me habían hecho creer que un beso puede ser profundo como el agua de un pozo o del mar, que hay que saborearlo lentamente para encontrar el gusto del otro, sabores inexplorados que nos hacen amar la vida. Creía que besarse parecía a levantar la cabeza bajo la lluvia y a permitir que las gotas caigan en nuestro rostro, convertido en tejado, mientras las acogen los labios y se las tragan poco a poco. Me imaginaba el beso vuelto temblor de hoja en el cuerpo, cuando el mundo entero se detiene. Me inventaba unos brazos que me permitirían reposar y sufrir, reír y llorar, perderme en un beso que fuera eterno, pero que sólo durase un instante, siempre con sabor a poco. Pasaron los años y pasó la vida. Hasta que un día encontré aquel beso. Fue cuando ya estaba convencida de que era una mentira y no lo podía creer. Sucedió y mi vida fue otra. Todo empezó a complicarse desde que él me besó.

Other books

Tori Amos: Piece by Piece by Amos, Tori, Powers, Ann
Honoring Sergeant Carter by Allene Carter
Camp Wild by Pam Withers
One Reckless Night by Stephanie Morris
The Colossus of Maroussi by Miller, Henry
The Trouble with Chickens by Doreen Cronin
Fast Courting by Barbara Delinsky