Read Las mujeres que hay en mí Online
Authors: María de la Pau Janer
Es evidente que aquellas dos hermanas mías no saben hacer nada solas —iba diciéndose—. Mira que llamarme. Ésta no es forma de organizarse. ¿Qué vamos a hacer las tres en aquella casa? Ser un estorbo. Vamos a molestar a Mateo que, al fin y al cabo, es el padre de la niña, y vamos a acabar con su paciencia. Los hombres son todos iguales: malos de conformar. Él no nos tiene aprecio. ¿Cómo nos va a apreciar, si nos ha visto media docena de veces mal contadas en su vida? Nos acoge porque es educado, pero no le hace ninguna gracia. Habría sido mucho más hábil ir de una en una. Deberíamos saber que es más provechoso para la cría una presencia continuada que estas invasiones. Al fin y al cabo, tres tías... son muchas tías. Ay, Sofía, hija mía, no sabes el sacrificio que he tenido que hacer para irme del pueblo. Tener que dejar de ver a aquel hombre de Dios que es mi vida. No sé cómo se arreglará, en la iglesia, sin mí. ¿Quién le pondrá flores frescas en la capilla de los Dolores? ¿Quién colocará las sillas y quién le planchará la casulla? Aunque, en el fondo, quizá convenga que no me vea durante una temporadita. A ver si así me valora un poco más, que me he pasado los años haciéndole de criada. No hay derecho. La verdad es que lo hacía por él, no quiero mentir, pero Dios también podría estar contento por ello. Me he pasado muchos días en la iglesia: ¿cuántos rezos, cuántos oficios? ¿Y a cambio, qué? Me quita a la sobrina. ¡Ay, Dios mío, cómo me cuesta entenderos! Me sabe mal ver que somos tan poca cosa, que nadie me tiene en cuenta para nada. Fíjate las de casa del médico Munar, por ejemplo, siempre sanas y contentas, que parecen puercos, de tan gordas. Tienen unas hijas como soles, y yo nunca he tenido una hija, y mi pequeña, la única que he conocido, muerta y enterrada. Es que me vienen ganas de no volver a poner un pie en la iglesia. Si no fuese por él... está claro que no me verían el pelo. Pero ¿y él, qué? Como los demás. Ni una palabra de consuelo, ni un apretón de manos para acompañarme en la tristeza. Sólo supo decirme que tenía que aceptar los designios de Dios. ¿Qué designios? Dios mío, perdonadme, pero a veces pienso que habéis perdido el juicio o que os falta un tornillo.
Llegó a La Casa de Albarca mareada de tanto darle vueltas a la cabeza. Cuando bajó del carruaje, encontró a Mateo, que dibujaba una media sonrisa, al darle la bienvenida. Justo detrás de él estaban las hermanas, que daban saltitos de alegría para celebrar el encuentro. Antes de permitir cualquier comentario, les preguntó:
—¿Dónde está la niña?
—Ahora duerme —respondió Mateo.
—Pero podemos ir un segundo —añadió Magdalena—. Si no hacemos ruido, no se despertará. Tiene el sueño profundo.
Se dirigieron a la habitación donde Elisa estaba. Era una hermosa niña que dormía plácidamente. Una luz amarilla, matizada por las cortinas, favorecía el reposo. Dormía de lado y sólo pudieron verle el perfil: una nariz bien formada, las pestañas largas, los labios regordetes. Hubo un silencio contenido. Por un lado, no querían despertarla. Por otro, resultaba inevitable pensar en Sofía. Tía Antonia suspiró, tía Magdalena movió la cabeza con cierta consternación, a tía Ricarda, que llegaba tras un largo monólogo en solitario, se le cayó una lágrima.
—Se parece a su madre —era más una pregunta que una afirmación de tía Ricarda.
—Es idéntica a ella —exclamó tía Magdalena.
—Como dos gotas de agua —añadió tía Antonia.
—Sí —concluyó Mateo, menos contundente—, tiene un aire a Sofía. Aunque ya se sabe, los crios cambian mucho.
—Bueno —musitó Ricarda con satisfacción—. Al menos no lo hemos perdido todo.
Vestidas de negro y con la expresión triste, las tres tías parecían figuras sacadas de un retablo. Cuando se desplazaban a la vez, sin embargo, tenían un movimiento de abeja que resultaba ensordecedor. Pocos días después de la llegada de la última, las otras dos parecían levantar cabeza. Renovadas las energías y con ganas de actuar, se decidieron a intervenir en el buen funcionamiento de la casa. Por eso empezaron a perseguir a las criadas, a hurgar en la despensa, a mirar cada mueble buscando una mota de polvo. Eran activas, trabajadoras e insistentes. Formulaban mil preguntas cuando les parecía que una cuestión no quedaba lo bastante clara. No cesaban de expresar comentarios ni de manifestar opiniones, convencidas de que su presencia era imprescindible. A Mateo, a veces, le parecían las hadas de un cuento. Entonces las observaba con ternura. Era cuando le recordaban a su mujer muerta, cuando le contaban anécdotas de la infancia y le desvelaban algún aspecto nuevo de su personalidad. Entonces se sentía bien, arropado por la retahila de palabras que pronunciaban. Era como si trenzasen un círculo que lo protegía y le permitía recordarla en paz. En otras ocasiones, le resultaba evidente que se transformaban en brujas malvadas. La metamorfosis no era gradual, sino que se producía de repente. Podía suceder en una comida, cuando estaban sentados al fresco, o durante aquellas veladas interminables en el comedor. Observaba sus facciones desencajadas, el brillo de las pupilas, la gesticulación de las manos. Cuando las miraba, le costaba reconocer en sus rasgos a las parientas de Sofía.
A Mateo, todo se le volvía pesado. Le resultaba dura la soledad en aquella habitación que sólo él ocupaba. Había noches en que se despertaba con la sensación de percibir el aliento de su mujer. Le parecía que la oía respirar de una manera pausada, mientras él dormía intranquilo. Durante un instante, pensaba que Sofía había regresado de algún viaje remoto, que la podía rozar con su mano. Al darse cuenta de que la percepción era errónea, fruto del deseo, experimentaba siempre la misma decepción profunda. Luego ya no podía volver a conciliar el sueño. Se había acostumbrado a ver nacer el día, desde la cama. Estaba habituado a la gradación de tonos que anuncian el alba.
También le resultaba difícil concentrarse en su trabajo, cuando su pensamiento volaba hacia lugares desconocidos. Pensaba en su mujer y se preguntaba por qué habían tenido tan poco tiempo. Se culpaba de las horas que había dedicado a su profesión, lejos de ella, y pensaba que debería haber vivido más a su lado. La había amado sin altibajos ni dudas. La echaba de menos del mismo modo.
Cuando llegaban los primeros nenúfares, Elisa se ponía contenta. Era una alegría que le brillaba en los ojos y que se le escapaba por los labios. Una satisfacción constituida por manifestaciones sencillas, casi sin importancia, que alejaban la niebla. A su lado no existían los días grises. Tenía una gran capacidad para transmitir sus propios entusiasmos, una tozudez profunda, un carácter tenaz. Su padre se preguntaba de dónde había surgido aquella fuerza. A él, no se le parecía mucho. No había heredado sus dudas que a menudo motivaban que no se acabara de decidir a emprender un camino. Tampoco perpetuaba la discreción y la mesura de su madre. Aquellos rasgos que en sus progenitores sólo estaban insinuados se dibujaban en su propio carácter. El trazo se volvía firme, de una contundencia que sorprendía a los que vivían cerca de ella. A medida que crecía, se acentuaba una forma de ser independiente, un punto altiva. No significaba que mirase a los otros con aires de superioridad, sino que se había construido un mundo propio en el que no dejaba entrar a cualquiera. Era un ser solitario y voraz. Sentía voracidad por las cosas que iba descubriendo, que le salían al encuentro.
Creció con la sombra de la madre en el pensamiento. Aquella madre a la que sólo conoció en un retrato. Cuando era pequeña, cogía una silla y se sentaba delante del cuadro. Luego intentaba quedarse inmóvil durante un rato muy largo. En la quietud, repetía la postura de la figura pintada: la forma de colocar las manos, la inclinación del cuello y la barbilla. Insistió para que la modista del pueblo le cosiese un vestido idéntico al que llevaba su madre. Al principio, su padre se negó a ello, desconcertado. Cuando lo convenció, jugaba a vestirse con la ropa del retrato mientras imitaba sus gestos. Al hombre llegó a producirle cierta gracia la situación. Muchas tardes se entretenía espiando los juegos de su hija, mientras comprobaba la exactitud con la que había aprendido a imitar la elegancia del cuadro.
Las tres tías coincidían en reconocer que era una niña extraña. Ninguna habría admitido que, en el fondo, veían en ella a una Sofía más enérgica, más capaz de salirse con la suya. Tía Magdalena afirmaba que tenía la misma cara de la sobrina muerta. Adivinaba sus facciones, cosa que, afirmaba, le servía de consuelo. Tía Antonia, con su carácter más realista, siempre matizaba que no eran exactamente los mismos rasgos. Se daba un cambio que resultaba de la suma de proporciones diversas. La mayor diferencia se encontraba en la boca. Los labios gruesos de Elisa no se correspondían con la boca suavemente dibujada de Sofía. Concluyó que no había un parecido real, si uno se detenía en analizar las diferentes partes de los dos rostros. El conjunto, en cambio, misterios de la naturaleza, los dotaba de un aire similar. Tía Ricarda decía que era una cuestión de gestos. ¿Cómo podía haber aprendido a hacer aquel movimiento con la mano? ¿De qué manera era capaz de reproducir el mismo rictus de los labios, la inclinación de los hombros, o el movimiento de una ceja? No lo sabía, pero el calco resultaba exacto. Decidió que los gestos también se heredan, así como se reproduce el color de los ojos o la forma de la nariz.
Aparecen los nenúfares en el estanque y Elisa estrena su sonrisa. Es una sonrisa que recuerda al aire limpio de las mañanas, aquel que entra por la ventana y limpia el ambiente de olores rancios. Todo el mundo en la casa respira mejor, con el sentimiento de que vuelven los buenos tiempos. Le gusta sentarse y contemplarlos. Se pasa mucho rato sentada en el jardín. Son días plácidos, cuando aún no ha descubierto el amor.
Ramón volvió a casa. Todavía no sabía si la podía considerar su casa, aquella finca rodeada de unos jardines que no lo reconocerían. No recordarían sus manos inquietas hurgando entre las hierbas y los pedruscos, limpiando senderos, vertiendo el frescor del agua que mana muy clara. Había pasado demasiado tiempo y las flores son efímeras. En la India había conocido a mucha gente. En aquel país de contrastes, fue un nómada que huye y que busca. También él había sido un hombre lleno de contradicciones. Por una parte, su voluntad de escapar de unos recuerdos que aún le dolían, de la imagen de una ventana persiguiéndolo. Un rostro, un cuerpo. Por otra, la curiosidad que se despierta y nos empuja a recorrer caminos, a perdernos en un pueblo o en una ciudad. Estaba presente la avidez del viajero recién descubierta por un joven que nació en una pequeña isla, que nunca imaginó que el mundo pudiera ser tan grande.
Descubría que el mundo es ancho como los pensamientos, y que como ellos vuela. Nunca se habría imaginado un mundo volador. Un espacio siempre cambiante, en donde la vida se sucedía sin pausas y sin prisa. Era curiosa la mezcla de velocidad y de calma que le salía al encuentro. Tenía la urgencia de sobrevivir, la agilidad con que se mueven los días y la gente. A la vez, el tiempo se adormecía. Las persoñas vivían la vida lenta de los que no sienten la impaciencia, hecha de inquietudes. Aprendió a esperar. Seguía una ruta itinerante en solitario. Si daba con una aldea acogedora, se quedaba ahí unos meses. Cuando llegaba la época de las lluvias, buscaba un refugio. Lo mejor era caminar. Le gustaba la sensación de tener muchas rutas abiertas por delante. En alguna ocasión, encontraba un compañero de viaje. Personas que le hablaban de la necesidad de recorrer la tierra. Cada uno le contaba una obsesión distinta que lo acercaba a la diversidad del mundo.
Había prostitutas en el camino, cerca de Agrá. Las cabanas estaban abiertas, con lechos a la vista de los que pasaban. Por el recorrido que va a Agrá desde la ciudad abandonada se veían bestias de feria en el arcén. Eran animales cazados en la selva. Retenidos para invitar a los turistas a fotografiarse junto a ellos. Llevaban cien años ahí, presos de una feria imaginaria. Ramón se acostumbró a ir de un lugar a otro sin normas. Lo guiaban el calor, la lluvia o el hambre. Agrá era una muestra de aquella India de contrastes que aprendió a reconocer. La mierda en la calle. Las cloacas desbordándose entre las piedras, las aguas fecales en la superficie, los perros sarnosos y los niños desnudos son los protagonistas de un paisaje dantesco. Todo era caos y suciedad. Hombres sin dientes, que perdían el último aliento en un cigarrillo pedido a los clientes, conducían las bicicletas que llevaban a los turistas. En casetas que parecen guaridas de bestias, dormían los obreros que habían venido de lejos a trabajar. Tras ellos, las prostitutas de pies ínfimos. Nubes de polvo en la piel de Ramón, en el pelo, en el alma. Los olores insoportables mezclándose con sonrisas que equivalían a espíritus resignados.
También en Agrá, el Taj-Majal. La belleza más sublime, junto a las boñigas y la basura. La armonía de la piedra, el equilibrio entre el mármol y el aire en que se sostiene, junto a la carne desnuda, llena de heridas purulentas. Durante muchos días no pudo alejarse de él. Era incapaz de abandonar aquel edificio que representaba todo lo que había salido a buscar: la serenidad en el aire. Iba a primera hora de la mañana, cuando empezaba la tarde, y a la hora en que la luz comienza a morir. La piedra cambiaba de tono según la luz solar. El contacto la transformaba. Era como si el blanco pudiese teñirse en un instante de tonalidades distintas. La luz rosada le daba rastros de crepúsculo. La intensidad del mediodía lo llenaba de amarillos. El atardecer esparcía violetas y morados, azul oscuro.
Se paseaba con los pies desnudos, en contacto con la piedra. Entonces sentía que volvía a recobrar la paz. Las inquietudes se adormecían junto al mármol. Se preguntaba cuántas historias habían transcurrido en aquel lugar, cuántas personas habrían ido buscando el olvido y la memoria. Buscar el olvido significaba borrar la huella de las vidas pasadas. Al menos, limpiar el pensamiento. Querer recuperar la memoria significaba abrazarse sin dolor a lo que se vivió, intentar recobrarlo por senderos tranquilos.
El Taj-Mahal era una tumba o una prueba de amor. Cuando el quinto emperador musulmán de la dinastía Mogol era un joven arriesgado, que se dejaba vencer por los embates del corazón, conoció a una mujer. Se encontraron en un mercado en donde, como en un juego, las esposas y las hijas de las familias nobles hacían de vendedoras. Jugaban a vender objetos preciosos, dulces y caramelos. Era una mujer casada, pero el marido estaba lejos aquel día. Se acercó y le preguntó el precio de un azúcar de cristal. Era una pieza grande y angulosa, que brillaba como el sol. Le dijo que era un diamante y él la creyó, mientras le preguntaba cuánto pedía por él. Los ojos del emperador se perdían en los ojos de la dama. Intentó pagárselo a precio de piedra preciosa, pero lo detuvieron las risas de ella. Mientras se reía, le cayó el velo y le descubrió el rostro. Entonces se enamoró perdidamente de ella.