Las nieblas de Avalón

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

 

Las nieblas de Avalón
es no sólo uno de los éxitos editoriales más formidables de los últimos años –con millones de ejemplares vendidos en todo el mundo– sino también una de las versiones más hermosas que se han publicado de la leyenda de rey Arturo. Aunque mucho se ha escrito sobre aquella época mágica y misteriosa, Marion Zimmer Bradley lo hace por primera vez desde la perspectiva de los personajes femeninos, por medio de la mirada y las vidas de las mujeres que hicieron posible el mito gracias a la lucha y el sacrificio personal. La antigua tradición celta se enfrenta a la llegada del cristianismo en Avalón, un lugar envuelto por la niebla donde Viviana, sacerdotisa y Dama del Lago, tiene como misión encontrar un rey que pueda ser fiel tanto a los ritos ancestrales de Avalón como a las nuevas costumbres de los invasores cristianos.

Con la ayuda de Merlín, Viviana hará realidad la voluntad de las divinidades celtas cuando su hermana dé a luz a al rey Arturo, aunque no sin obstáculos, pues Arturo deberá doblegar primero a su propia hermana, Morgana, mujer de carácter fuerte y decidido que no dudará en manipular de forma implacable a los demás protagonistas de esta historia.

Además de una lectura obligada para los amantes de las antiguas leyendas celtas y sajonas,
Las nieblas de Avalón
es una gran epopeya en la que los sentimientos –desde el valor, la lealtad y el coraje hasta el amor, el placer y la traición– desempeñan un papel determinante.

Marion Zimmer Bradley

Las nieblas de Avalón

ePUB v1.0

ualah
05.08.12

Título original:
The Mists of Avalon

Marion Zimmer Bradley, 1982

Traducción: Edith Zilli

Ilustración: Braldt Bralds

Retoque portada: ualah

Editor original: ualah (v1.0)

Corrección de erratas Libro I: Cygnus

ePub base v2.0

«… el Hada Morgana no se casó, sino que fundó una escuela en un convento y fue una gran maestra de magia.»

THOMAS MALORY,
Morte d'Arthur

Prólogo

HABLA MORGANA…

En mi vida me han llamado de muchas maneras: hermana, amante, sacerdotisa, hechicera, reina. Ahora, ciertamente, soy hechicera, y acaso haya llegado el momento de que estas cosas se conozcan. Pero, a decir verdad, creo que serán los cristianos quienes digan la última palabra, pues el mundo de las hadas se aleja sin pausa del mundo en el que impera Cristo. No tengo nada contra Él, sino contra sus sacerdotes, que ven un demonio en la Gran Diosa y niegan que alguna vez tuviera poder en este mundo. A lo sumo, dicen que su poder procede de Satanás. O bien la visten con la túnica azul de la señora de Nazaret (que también, a su modo, tenía poder) y dicen que siempre fue virgen. Pero ¿qué puede saber una virgen de los pesares y tribulaciones de la humanidad?

Y ahora que el mundo ha cambiado, ahora que Arturo (mi hermano, mi amante, el rey que fue y el rey que será) yace muerto (dormido, dice la gente) en la sagrada isla de Avalón, es necesario contar la historia tal como era antes de que llegaran los sacerdotes del Cristo Blanco y lo ocultaran todo con sus santos y sus leyendas.

Pues, como digo, el mundo ha cambiado. Hubo un tiempo en que un viajero, si tenía voluntad y conocía algunos secretos, podía adentrarse con su barca por el mar del Estío y llegar, no al Glastonbury de los monjes, sino a la sagrada isla de Avalón, pues en aquellos tiempos las puertas entre los mundos se difuminaban entre las brumas y estaban abiertas, según el viajero pensara y deseara. Y éste es el gran secreto, que era conocido por todos los hombres instruidos de nuestros días: el pensamiento del hombre crea un mundo nuevo a su alrededor, día a día.

Y ahora los sacerdotes, pensando que esto atenta contra el poder de su Dios, que creó el mundo inmutable de una vez para siempre, han cerrado esas puertas (que nunca fueron tales, salvo en la mente de los hombres), y los senderos llevan sólo a la isla de los Sacerdotes, que ellos salvaguardan con el tañido de las campanas de sus iglesias, ahuyentando toda idea de que otro mundo se extienda en la oscuridad.

E incluso dicen que ese mundo, si en verdad existe, es propiedad de Satanás y la entrada del Infierno, si no el Infierno mismo.

No sé qué puede o no puede haber creado su Dios. Pese a las leyendas que se cuentan, nunca supe mucho de sus sacerdotes ni vestí el negro de sus monjas esclavizadas. Si los cortesanos de Arturo, en Camelot, quisieron verme de ese modo (puesto que siempre usé la túnica oscura de la Gran Madre en su función de hechicera), no los saqué de su error. En verdad, hacia el final del reinado de Arturo, hacerlo habría sido peligroso, y yo inclinaba la cabeza ante la conveniencia, algo que no habría hecho nunca mi gran maestra: Viviana, la Dama del Lago, en otros tiempos la mejor amiga de Arturo, exceptuándome a mí, y más tarde su más tenebrosa enemiga… también exceptuándome a mí.

Pero la lucha ha terminado; cuando Arturo agonizaba pude tratarlo, no como a mi enemigo y el de mi Diosa, sino como a mi hermano, como a un moribundo que necesitaba el socorro de la Madre, a la que todos los hombres acaban por acudir. También los sacerdotes lo saben, pues su siempre virgen, María, vestida de azul, se convierte a la hora de la muerte en la Madre del mundo.

Así, Arturo yacía por fin con la cabeza en mi regazo, sin ver en mí a la hermana, a la amante o a la enemiga, sino sólo a la hechicera, la sacerdotisa, la Dama del Lago. Y así descansaba en el seno de la Gran Madre, del que salió al nacer y al que tenía que volver al final, como todos los hombres. Y mientras yo conducía la barca que lo llevaba, no ya a la isla de los Sacerdotes, sino a la verdadera isla Sagrada que está en el mundo de las tinieblas, más allá del nuestro, tal vez se arrepintió de la enemistad que se había interpuesto entre nosotros.

En esta narración hablaré de sucesos acontecidos cuando yo era demasiado niña para comprenderlos, y de otros que sucedieron cuando yo no estaba presente. Y tal vez mi oyente se distraerá pensando: «He aquí su magia.» Pero siempre he tenido el don de la videncia y el de ver dentro de la mente humana, y en todo este tiempo he estado cerca de hombres y mujeres. Por eso a veces sabía, de un modo u otro, todo lo que pensaban. Y así contaré esta leyenda.

Pues un día los sacerdotes también la contarán, tal como la conocieron. Quizás, entre una y otra versión, se pueda ver algún destello de la verdad.

Porque esto es lo que los sacerdotes no saben, con su único Dios y su única Verdad: que no hay leyenda veraz. La verdad tiene muchos rostros. Es como el antiguo camino hacia Avalón: de la voluntad de cada cual y de sus pensamientos depende el rumbo que tome y que al final se encuentre en la sagrada isla de la Eternidad o entre los sacerdotes, con sus campanas, su muerte, su Satanás, el infierno y la condenación… Pero tal vez soy injusta con ellos. Incluso la Dama del Lago, que detestaba las vestiduras sacerdotales tanto como a las serpientes venenosas (y con sobrados motivos), me censuró cierta vez por hablar mal de su Dios.

«Porque todos los dioses son un solo Dios —me dijo, como había dicho muchas otras veces, como yo he repetido a mis novicias, como lo dirán todas las sacerdotisas que me sucedan—, y todas las diosas son una sola Diosa, y sólo hay un Iniciador. A cada hombre su verdad y el Dios que hay en su interior.»

Así, tal vez, la verdad flote entre el camino de Glastonbury, isla de los Sacerdotes, y el camino de Avalón, para siempre perdido en las brumas del mar del Estío.

Pero ésta es mi verdad; yo, Morgana, os la cuento. Morgana, la que en épocas más actuales se llamó Hada Morgana.

LIBRO I

Maestra de magia

1

I
ncluso en pleno verano, Tintagel era un lugar espectral; Igraine, esposa del duque Gorlois, contemplaba el mar desde el promontorio. Con la mirada clavada en la niebla y en la bruma, se preguntó cómo podría saber en qué momento la noche y el día duraban lo mismo, para poder celebrar la fiesta del Año Nuevo. Aquel año las tormentas de primavera habían sido inusualmente violentas; en el castillo, el estruendo del mar resonaba noche y día, sin dejar dormir ni a hombres ni a mujeres; hasta los perros aullaban lúgubremente.

Tintagel… había quienes aún creían que el castillo había sido edificado, en los riscos del largo arrecife que penetraba en el mar, por la magia del antiguo pueblo de los Ys. El duque Gorlois respondía, riendo, que si él hubiera tenido algo de esa magia la habría usado para impedir que el mar fuera invadiendo la costa año tras año. En los cuatro años transcurridos desde que llegara allí como esposa de Gorlois, Igraine había visto desmoronarse la buena tierra en el mar de Cornualles. Largos brazos de roca negra se adentraban en el océano desde la costa. Cuando brillaba el sol, el cielo y el agua resplandecían como las joyas con las que Gorlois la colmó el día en que supo que le iba a dar su primer hijo. Pero a Igraine no le gustaba lucirlas. La joya que pendía de su cuello le fue entregada en Avalón: una piedra lunar que reflejaba el fulgor azul del cielo y del mar; pero aquel día brumoso, incluso la piedra parecía ensombrecida.

En la niebla, los sonidos atraviesan largas distancias. Igraine, mientras miraba el mar, tuvo la sensación de estar oyendo pisadas de caballos y mulas, sonido de voces. Voces humanas allí, en la aislada Tintagel.

Igraine se dio lentamente la vuelta para volver al castillo. Allí, en el último rincón del mundo, donde el mar devoraba interminablemente la tierra, era fácil creer en extensiones anegadas hacia el oeste. También se contaba que había estallado una gran montaña de fuego, muy al sur, devorando una gran extensión de tierra. Igraine nunca supo si creerlo o no.

Sí, indudablemente, oía voces en la niebla. No podían ser invasores llegados del mar o de las costas salvajes de Erin. Estaba lejos el tiempo en que se sobresaltaba ante una sombra o ante cualquier sonido extraño. El duque no era su marido: éste se encontraba lejos, en el norte, combatiendo contra los sajones al lado de Ambrosio Aureliano, gran rey de Britania. Si hubiera tenido la intención de volver, le habría mandado aviso.

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