Las nieblas de Avalón (10 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Igraine estaba cansada mucho antes de que aquello terminara. Pero por fin acabó; mientras los jefes y sus esposas se congregaban en torno del vino y la comida, ella se apartó un poco, observando a la alegre concurrencia. Y allí, por fin, la encontró Uther.

—Mi señora de Cornualles.

Ella le hizo una profunda reverencia.

—Mi señor Pendragón, mi rey.

—No hay necesidad de tantas formalidades entre nosotros, señora —dijo bruscamente. Y la asió por los hombros de una manera tan parecida a la de su sueño que ella lo miró fijamente, casi esperando verle en los brazos las ajorcas de doradas serpientes.

Pero él se limitó a decir:

—No lleváis puesta la piedra lunar. Me resultó muy extraña esa piedra la primera vez que la vi… La primavera pasada enfermé de fiebres y Merlín me atendió. Entonces tuve un sueño raro; ahora sé que fue allí donde os vi por primera vez, mucho antes de haber puesto los ojos en vos. Debo de haberos parecido un patán del campo, señora Igraine, pues no dejaba de miraros intentando recordar mi sueño y la parte que desempeñabais en él, y la piedra lunar que pende de vuestro cuello.

—Me dijeron que una de las virtudes de esa piedra es despertar los verdaderos recuerdos del alma —contestó Igraine—. Yo también he soñado…

Él le apoyó una mano liviana en el brazo.

—No logro recordar. ¿Por qué creo veros con algo dorado en las muñecas, Igraine? ¿Acaso tenéis un brazalete de oro en forma de… de dragón, tal vez?

Ella negó con la cabeza.

—Ahora no —dijo, paralizada al comprender que él había compartido aquel extraño sueño o recuerdo.

—Me tomaréis por un palurdo sin la menor cortesía, señora de Cornualles. ¿Puedo ofreceros un poco de vino?

Igraine cabeceó calladamente: si trataba de coger una copa le temblarían las manos y derramaría todo el contenido.

—No sé qué me sucede —dijo Uther, violentamente—. Todo lo que ha ocurrido en estos días…, la muerte de mi padre y rey, las disputas de todos estos reyes, el hecho de que me escogieran como gran rey… todo parece irreal. Y vos, Igraine, sois lo más irreal de todo. ¿Habéis estado en el oeste, en la llanura donde se levanta el gran círculo de piedras? Se cree que en la antigüedad fue un templo druida, pero Merlín dice que fue construido mucho antes de que los druidas llegaran a estas tierras. ¿Habéis estado allí?

—En esta vida no, señor.

—Me gustaría poder mostrároslo, pues una vez soñé que estaba allí con vos. Oh, no me toméis por loco, Igraine —pidió, con su brusca sonrisa infantil—. Charlemos muy serenamente de cosas normales. Soy un pobre jefe del norte que súbitamente, al despertar, ha descubierto que es el gran rey de Britania; tal vez la tensión me haya enloquecido un poco.

—Me comportaré de forma sosegada y normal —accedió ella, con una sonrisa—. Si fuerais casado os preguntaría por vuestra esposa y vuestro hijo mayor.

Él rió entre dientes.

—Pensaréis que soy viejo para no estar casado —dijo—. Dios sabe que he tenido mujeres de sobra; demasiadas para la salud de mi alma, diría el padre Jerónimo. Pero nunca conocí a una que me interesara al abandonar el lecho. Y siempre temí que, si me casaba con una mujer antes de acostarme con ella, tras haberlo hecho, me cansaría de igual modo. Pienso, no obstante, que debe de existir una pasión que no se agote tan pronto; sólo así me casaría. —Y le preguntó bruscamente—: ¿Amáis a Gorlois?

Lo mismo le había preguntado Viviana y ella había contestado que no importaba. Entonces no sabía lo que estaba diciendo. Ahora respondió en voz baja:

—No; me entregaron a él cuando era tan joven que no me interesó conocer a aquel con quien me casaba.

Uther le volvió la espalda para pasearse furiosamente; al fin dijo:

—Y me doy cuenta de que no sois una moza de taberna con la cual revolcarse. ¿Por qué, en el nombre de todos los dioses, ha tenido que hechizarme la mujer de uno de mis partidarios más leales…?

«Así que Merlín también ha usado su entrometida magia con Uther.» Aunque a Igraine ya no le molestaba. Era el destino de ambos, aunque le costara creer que el suyo fuera traicionar cruelmente a Gorlois. Era como una parte de su sueño, el de la gran llanura; toda su alma y su cuerpo parecían pedir a gritos la realidad de aquel beso soñado. Se cubrió la cara con las manos y rompió a llorar. Él la miró fijamente, consternado e indefenso.

—Igraine —susurró, retrocediendo un paso—. ¿Qué podemos hacer?

—No lo sé —sollozó ella—. No lo sé.

Su certidumbre se había convertido en una desgraciada confusión. ¿Acaso le habían enviado el sueño sólo para hechizarla, para instarla a traicionar a Gorlois faltando a su honor y a su palabra?

Una mano cayó sobre su hombro, pesada y desaprobadora Gorlois la miró con suspicacia.

—¿Qué falta de decoro es ésta, señora? ¿Qué le habéis dicho a mi esposa, mi rey, que está tan angustiada? Os tengo por hombre de conducta lasciva y escasa piedad, pero aun así, la simple decencia tendría que impediros abordar a la esposa de un vasallo en vuestra coronación.

Igraine alzó la cara, enfadada.

—¡Gorlois, no merezco esto! ¿Qué he hecho para que me hagas semejante acusación en público?

Pues ciertamente, al oír aquel tono colérico, las cabezas se habían vuelto hacia ellos.

—Dime, Igraine, si no te ha dicho nada indecoroso ¿por qué lloras? —La mano que le cogía la muñeca parecía capaz de destrozarla.

—Hacéis bien en preguntar a la señora por qué llora —intervino Uther—, pues yo no lo sé. Pero soltadle el brazo si no queréis que os obligue a hacerlo. En mi casa nadie maltrata a una mujer, sea o no su marido.

Gorlois la soltó. Las marcas de sus dedos ya empezaban a convertirse en oscuras magulladuras; ella las frotó, sin dejar de llorar. Se sentía horrorizada, como si la hubieran poseído y avergonzado ante todos los que la rodeaban, y se cubrió con el velo para llorar aún más. Gorlois se la llevó a empujones. No oyó lo que le dijo a Uther; sólo cuando estuvieron en la calle, lo miró fijamente, asombrada.

—No os acusaré delante de todos, Igraine —dijo furioso—, pero pongo a Dios por testigo de que estaría justificado. Uther te miraba como un hombre mira a una mujer que ha conocido y ningún cristiano tiene derecho a conocer a la mujer de otro hombre.

Igraine comprendió que era verdad y se sintió confusa y desesperada. Aunque sólo había visto a Uther cuatro veces, sabía que se habían mirado como si fueran antiguos amantes. Amantes, compañeros, sacerdote y sacerdotisa… como fuera que lo llamaran. ¿Cómo explicar a Gorlois que había conocido a Uther sólo en un sueño? ¿Cómo explicárselo a su esposo, que no sabía ni deseaba saber nada de los Misterios?

Siguió empujándola hasta que llegaron al alojamiento. Estaba dispuesto a golpearla si hablaba, pero el silencio de Igraine lo frustró aún más.

—¿No tienes nada que decirme, esposa mía? —gritó, apretándole el brazo ya magullado con tanta fuerza que ella dejó escapar una exclamación de dolor—. ¿Acaso crees que no vi cómo mirabas a tu amor ilícito?

Ella liberó el brazo, temiendo que él llegara a arrancárselo.

—Si eso viste, también observarías que le volví la espalda cuando él sólo habría querido un beso. ¿Y no le oíste decirme que no tomaría a la esposa de su leal partidario y amigo…?

—¡Si alguna vez fui amigo suyo, ya no lo soy! —aseveró Gorlois, rojo de ira—. ¿Piensas acaso que voy a apoyar al hombre que me roba a mi esposa en público, avergonzándome ante todos los jefes reunidos?

—¡No fue así! —protestó Igraine, sollozando—. ¡Ni siquiera he rozado sus labios!

Y aquello era lo más cruel porque, realmente, ella deseaba a Uther, aunque se hubiera mantenido escrupulosamente lejos de él. «¿Por qué no hice lo que Uther quería, si iba a ser acusada aun siendo inocente?»

—¡Vi cómo lo mirabas! ¡Y me has mantenido alejado de tu lecho desde que pusiste los ojos en Uther, ramera infiel!

—¡Qué osadía! —exclamó ella, furiosa. Y le lanzó a la cabeza el espejo de plata que él le había regalado—. ¡Si no te retractas, juro arrojarme al río antes de dejarme tocar otra vez por ti! ¡Estás mintiendo a conciencia!

Gorlois agachó la cabeza y el espejo se estrelló contra la pared. Igraine se arrancó el collar de ámbar, otro reciente regalo de su marido, para lanzárselo también. Luego se quitó apresuradamente el hermoso vestido nuevo y se lo arrojó a la cabeza.

—¿Cómo te atreves a insultarme de esa manera, tú que me has llenado de regalos como si fuera una de las meretrices que siguen al ejército? Si soy una ramera, como dices, ¿dónde están los obsequios de mis clientes? Todo lo que tengo es lo que me ha dado mi esposo, un hombre malhablado y mal nacido que trata de comprar mi buena voluntad para satisfacer su lujuria, porque los curas lo han dejado medio eunuco. ¡En adelante sólo vestiré lo que tejan mis dedos! ¡Puedes guardarte tus asquerosos presentes, mal hombre! ¡Tienes la boca y la mente tan sucias como tus inmundos besos!

—¡Calla, maldita bruja! —Gorlois la golpeó con tanta fuerza que ella cayó al suelo—. Ahora ponte en pie y cúbrete como corresponde a una cristiana decente, en vez de arrancarte la ropa para que yo enloquezca viéndote así. ¿Fue así como sedujiste a mi rey para que cayera en tus brazos?

Ella se levantó trabajosamente, mandando el vestido tan lejos como pudo de una patada; luego se lanzó contra él para golpearle la cara una y otra vez. Gorlois, tratando de inmovilizarla, la estrujó entre sus brazos. Aunque Igraine era fuerte, se medía con un guerrero corpulento; al cabo de un momento cesó en sus forcejeos, sabiéndolos inútiles. Él la empujó hacia la cama, susurrando:

—¡Te enseñaré a no mirar más que a tu legítimo esposo!

Ella echó la cabeza atrás, despectiva.

—¿Crees que volveré a mirarte de otra forma que no sea con el odio que merecen las serpientes? Oh, sí: puedes llevarme a la cama y obligarme a hacer tu voluntad, porque la fe cristiana te permite ultrajar a tu esposa. No me importa lo que me digas, Gorlois, porque me sé inocente. Hasta este momento me sentía culpable, pensando que algún hechizo me había hecho amar a Uther. Ahora lamento no haber hecho lo que él me imploraba, aunque sólo sea porque tú estabas muy dispuesto a creerme capaz de traicionarte.

El desprecio de su voz hizo que Gorlois dejara caer los brazos y la mirase fijamente.

—¿Lo dices en serio, Igraine? —preguntó con voz ronca—. ¿De verdad eres inocente de todo mal?

—¿Crees que me rebajaría a mentirte? ¿A ti?

—Igraine, Igraine —dijo humildemente—, bien sé que soy demasiado viejo para ti, que te casaron conmigo sin amor y sin que lo desearas. Pero pensaba que habrías llegado a tenerme algún afecto. Y cuando te vi sollozar ante Uther… —Se le ahogó la voz—. No pude soportar que miraras así a ese hombre lujurioso y cruel, cuando a mí sólo me miras con resignación y por deber. Perdóname, perdóname, te lo ruego… si en verdad te juzgué mal…

—Me juzgaste mal —confirmó ella, con tono helado—. Y haces bien en implorar mi perdón, pero no lo tendrás hasta que se alcen los infiernos y la tierra se hunda bajo el océano del oeste. Sería mejor que fueras a hacer las paces con Uther. ¿Acaso crees que puedes enfrentarte a la ira del gran rey de Britania? ¿O terminarás comprando su favor como hiciste con el mío?

—¡Silencio! —ordenó Gorlois, furioso y enrojecido. Se había humillado ante ella. Era algo que tampoco podría perdonarse—. ¡Y cúbrete!

Igraine cayó en la cuenta de que aún estaba desnuda hasta la cintura. Se acercó a la cama, donde había dejado su vestido viejo, y se lo puso sin prisa. Él recogió el collar de ámbar y el espejo de plata del suelo; se los ofreció, pero ella apartó la mirada.

Gorlois los dejó en la cama y la miró fijamente. Luego salió. Una vez sola, Igraine comenzó a guardar sus cosas en las alforjas. No sabía qué iba a hacer: tal vez fuera en busca de Merlín para contárselo todo, puesto que era él quien había iniciado esa cadena de acontecimientos. Una cosa era segura: no volvería a morar con complacencia bajo el techo de Gorlois. Una pena le hirió el corazón: se habían casado según la ley romana, que concedía a su marido poder absoluto sobre su hija, Morgana. Era necesario disimular hasta que pudiera poner a la niña en un lugar seguro. Tal vez la enviara a la isla Sagrada para que Viviana la criara.

Dejó en la cama los obsequios de Gorlois, guardando sólo los vestidos que había tejido con sus manos en Tintagel; en cuanto a las joyas, sólo cogió la piedra lunar de Viviana. Más tarde comprendería que aquellos instantes de demora le habían costado la huida, pues mientras separaba los regalos Gorlois entró en el cuarto. Después de echar una breve mirada a las alforjas llenas hizo una seca señal de asentimiento.

—Bien, veo que te estás preparando para viajar. Partiremos antes del anochecer.

—¿Qué quieres decir, Gorlois?

—He retirado mi juramento en presencia de Uther, diciéndole lo que tendría que haberle dicho al principio. De ahora en adelante somos enemigos. Organizaré la defensa del oeste contra los sajones y los irlandeses; le he dicho que, si trata de entrar con su ejército en mi país, lo colgaré como al felón que es del primer árbol que encuentre.

Ella lo miró fijamente. Por fin dijo:

—Estás loco, esposo. Los hombres de Cornualles no pueden por sí solos defender el país del oeste si los sajones llegan en buen número. Ambrosio lo sabía; lo sabe Merlín. ¡Hasta yo lo sé, y no soy más que un ama de casa! Aquello por lo que Ambrosio luchó en sus últimos años, ¿vas a destruirlo en un momento, sólo por una descabellada rencilla con Uther por tus insensatos celos?

—¡Rápida eres en preocuparte por Uther!

—¡Sería igualmente rápida en compadecer al jefe de los sajones si perdiera a sus mejores partidarios por una pelea sin fundamento! ¡En el nombre de Dios, Gorlois, te suplico que resuelvas esta riña con Uther y que no rompas así la alianza! Ya se ha ido Lot; si tú haces lo mismo sólo quedarán las tropas aliadas y unos cuantos reyes menores para apoyarlo en la defensa de Britania. —Igraine negó con la cabeza, desesperada—. ¡Ojalá me hubiera arrojado desde los acantilados de Tintagel antes de venir a Londínium!

Gorlois le clavó una mirada fulminante.

—Aunque Uther nunca hubiera puesto los ojos en ti, señora, no podría seguir a un hombre tan lascivo y mal cristiano. No confío en Lot, pero ahora sé que menos aún puedo confiar en Uther. Tendría que haber escuchado desde el principio la voz de mi conciencia en vez de acceder a prestarle apoyo. Pon mi ropa en la otra alforja. He mandado por los caballos y por nuestros hombres.

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