Las partículas elementales (13 page)

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Authors: Michel Houellebecq

La católica se levantó con brío sin haber tomado café. No quería llegar tarde a su taller de desarrollo personal, Las
reglas del sí, sí.
«¡Ah, sí, el sí, sí es fantástico!», dijo la falsa suiza con entusiasmo, levantándose a su vez. «Gracias por la charla…», dijo la católica, mirándolo con una bonita sonrisa. Así que no se las había arreglado tan mal. Mientras cruzaba el camping, Bruno pensaba: «Hablar con tías tiradas es como mear en una taza llena de colillas o como cagar en una taza llena de compresas; las cosas no entran y empiezan a apestar.» El espacio separa las pieles. Las palabras atraviesan elásticamente el espacio, el espacio entre las pieles. No escuchadas, desprovistas de eco, como suspendidas tontamente en el aire, sus palabras empezaban a pudrirse y apestar, era indiscutible. La palabra, que crea una relación, también puede separar.

Cuando llegó a la piscina se instaló en una tumbona. Las adolescentes se meneaban sin parar con el único objetivo de que los chicos las tirasen al agua. El sol estaba en el cenit; cuerpos desnudos y relucientes se cruzaban en torno a la superficie azul. Sin hacer caso, Bruno se sumió en la lectura de
Los seis compañeros y el hombre del guante
, probablemente la obra maestra de Paul-Jacques Bronzon, reeditado hacía poco en la Biblioteca Verde. Bajo aquel sol casi intolerable, estaba bien volver a encontrarse entre las brumas lionesas, ante la tranquilizadora presencia del valiente perro Kapi.

El programa de la tarde le dejaba elegir entre
sensitive gestaltmassage
, liberación de la voz y
rebirth
en agua caliente. A priori, el masaje parecía más
hot
. Tuvo un atisbo de liberación de la voz al dirigirse al taller de masaje; eran unos diez, muy excitados, saltando por todas partes al ritmo que marcaba la tantrista, chillando como gallinas asustadas.

En la cima de la colina había un amplio círculo de mesas de tratamiento, cubiertas con toallas de baño. Los participantes estaban desnudos. En el centro del círculo el monitor del taller, un hombre moreno y bajito que bizqueaba un poco, hizo una breve introducción histórica al sensitive gestaltmassage: surgido de los trabajos de Fritz Perls sobre el
gestaltmassage
o «masaje californiano», había integrado poco a poco algunos hallazgos del
masaje sensitivo
hasta llegar a ser —al menos ésa era su opinión— el método de masaje más completo. Sabía que algunos, en el Espacio, no compartían este punto de vista, pero no quería entrar en polémicas. Sea como fuere, y con eso terminaba, había masajes y masajes; de hecho, podía decirse que no hay dos masajes idénticos. Acabados los preámbulos la emprendió con la demostración, haciendo que una de las participantes se tumbara. «Sentir las tensiones del compañero…», dijo acariciándole los hombros; su polla se balanceaba a unos centímetros del largo pelo rubio de la chica. «Unificar, siempre unificar…», continuó, echándole aceite en los pechos. «Respetar la integridad del sistema corporal…»: sus manos bajaban vientre abajo; la chica había cerrado los ojos y abría las piernas con evidente placer.

«Bien», terminó, «ahora van a trabajar de dos en dos. Muévanse, encuéntrense; tómense el tiempo necesario para encontrarse.» Hipnotizado por la escena anterior Bruno reaccionó tarde, y era en aquel momento cuando todo estaba en juego. Se trataba de acercarse tranquilamente a la compañera deseada, detenerse ante ella sonriendo y preguntarle con calma: «¿Quieres trabajar conmigo?» Los demás parecían saberse la lección, y en treinta segundos ya se habían emparejado. Bruno echó una mirada de pánico a su alrededor y se encontró frente a un hombre no muy alto, moreno, recio, peludo, con el pene grueso. No se había dado cuenta, pero sólo había cinco chicas para siete tíos.

A Dios gracias, el otro no parecía marica. Obviamente furioso se tumbó boca abajo sin decir una palabra, apoyó la cabeza en los brazos cruzados y esperó. «Sentir las tensiones…, respetar la integridad del esquema corporal…» Bruno echaba aceite sin lograr pasar de las rodillas; el tipo estaba quieto como un tronco. Tenía vello hasta en el culo. El aceite empezaba a gotear en la toalla, debía de tener las pantorrillas completamente empapadas. Bruno levantó la cabeza. Muy cerca tenía dos hombres tumbados boca arriba. Al de la izquierda le estaban masajeando los pectorales, los pechos de la chica se columpiaban con suavidad, él tenía la nariz a la altura de su coño. Amplias nubes de sintetizador escapaban a la atmósfera desde el radiocassette del monitor; el cielo era de un azul absoluto. En torno a él, las pollas relucientes de aceite de masaje se erguían despacio a la luz del día. Todo aquello era atrozmente real. No podía seguir. Al otro extremo del círculo, el monitor daba consejos a una pareja. Bruno cogió deprisa su mochila y bajó hacia la piscina. Allí era la hora punta. Tendidas en el césped, las mujeres desnudas charlaban, leían o simplemente tomaban el sol. ¿Dónde iba a meterse? Con la toalla en la mano, empezó a andar sin rumbo por el césped; en cierto modo, titubeaba entre las vaginas. Empezaba a decirse que había que tomar una decisión cuando vio a la católica hablando con un moreno rechoncho, animado, con el pelo negro y rizado y los ojos risueños. Bruno le hizo un vago saludo, que ella no vio, y se dejó caer al lado. Un tipo saludó al moreno al pasar: «¡Hola, Karim!» El agitó la mano en respuesta, sin dejar de hablar. Ella le escuchaba en silencio, tumbada boca arriba. Tenía un monte muy bonito y abombado entre los muslos delgados, con el vello maravillosamente rizado y negro. Mientras hablaba, Karim se frotaba suavemente los cojones. Bruno apoyó la cabeza en el suelo y se concentró en el vello púbico de la católica, a un metro de él: era un mundo lleno de dulzura. Se durmió como un tronco.

El 14 de diciembre de 1967, la Asamblea Nacional aprobó en primera ronda la ley Neuwirth sobre la legalización de los anticonceptivos; aunque todavía no estaba subvencionada por la Seguridad Social, la píldora podía venderse libremente en las farmacias. A partir de aquel momento, amplias capas de población tuvieron acceso a la
liberación sexual,
hasta entonces reservada a las clases directivas, los profesionales liberales y los artistas, así como a algunos empresarios. Es chocante comprobar que a veces se ha presentado la liberación sexual como si fuera un sueño comunitario, cuando en realidad se trataba de un nuevo escalón en la progresiva escalada histórica del individualismo. Como indica la bonita palabra francesa ménage, la pareja y la familia eran el último islote de comunismo primitivo en el seno de la sociedad liberal. La liberación sexual provocó la destrucción de esas comunidades intermediarias, las últimas que separaban al individuo del mercado. Este proceso de destrucción continúa en la actualidad.

Después de la cena, la tripulación del Espacio de Recambio solía organizar veladas
bailables
. A priori sorprendente en un lugar tan abierto a la nueva espiritualidad, esta elección confirmaba claramente la supremacía del baile como modo de encuentro sexual en una sociedad no comunista. Las sociedades primitivas, observaba Frédéric Le Dantec, también basaban sus fiestas en el baile, incluso llevado al trance. Así que en el césped central se había instalado un bar y un equipo de sonido; y la gente se meneaba hasta horas avanzadas bajo la luna. Para Bruno, era una segunda oportunidad. A decir verdad, las adolescentes del camping iban poco a aquellas veladas. Preferían las discotecas de la zona (el Bilboquet, el Dynasty, el 2001, llegado el caso el Piratas), que ofrecían noches temáticas de espuma, de
striptease
masculino o de estrellas del cine X. Sólo se quedaban en el Espacio dos o tres chicos de humor soñador y polla pequeña. Por otra parte, éstos se conformaban con quedarse en su tienda arañando con descuido una guitarra desafinada, mientras que los demás los despreciaban de la forma más objetiva. Bruno se sentía cerca de esos jóvenes; pero fuera como fuese, a falta de adolescentes a las que de todos modos era casi imposible atrapar, y para decirlo con las palabras de un lector de
Newlook
que había conocido en el área de servicio de Angers-Nord, habría «clavado el dardo en cualquier trozo de grasa». Alimentando esta esperanza, con un pantalón blanco y un polo azul marino, se dirigió a las once al origen del ruido.

Echó una ojeada en semicírculo a la multitud que bailaba y al primero que vio fue a Karim. Olvidando a la católica, concentraba sus esfuerzos en una deslumbrante rosacruz. Ésta y su marido habían llegado por la tarde: altos, serios y delgados, parecían de origen alsaciano. Tenían una tienda inmensa y complicada, llena de tejadillos y ganchos, que el marido había tardado cuatro horas en montar. A la caída de la tarde, había hablado con Bruno sobre las maravillas ocultas de los rosacruces. Le brillaba la mirada tras las gafitas redondas; era el típico fanático. Bruno lo había oído como el que oye llover. Según el tipo, el movimiento había nacido en Alemania; desde luego, se inspiraba en ciertas obras de alquimia, pero también había que relacionarlo con la mística renana. Cosa de pederastas y nazis, estaba claro. «Métete la cruz en el culo, tío…», pensó distraídamente Bruno, mirando con el rabillo del ojo la grupa de su mujer, muy guapa, que estaba arrodillada delante del camping gas. «Y remátalo con la rosa…», concluyó para sus adentros cuando ella se levantó, con los pechos al aire, para decirle a su marido que fuera a cambiar al niño.

El caso es que estaba bailando con Karim. Hacían una pareja rara; él medía quince centímetros menos que ella y parecía taimado y malicioso junto a la gran bollera germana. Sonreía y hablaba sin parar mientras bailaba, a riesgo de perder de vista su objetivo inicial de ligar; aun así, parecía que las cosas iban bien: ella también sonreía, lo miraba con una curiosidad casi fascinada, una vez incluso se echó a reír a carcajadas. Al otro extremo del césped, su marido le explicaba a un nuevo adepto en potencia los orígenes del movimiento, en 1530, en un
land
de la Baja Sajonia. Su hijo de tres años, un insoportable mocoso rubio, aullaba a intervalos regulares que quería irse a la cama. En resumen, Bruno estaba asistiendo otra vez a una auténtica escena de
vida real
. Cerca de Bruno, dos individuos delgaduchos con pinta de curas comentaban la actuación del ligón. «Es entusiasta, ¿lo entiendes?», decía uno. «En teoría le sobra mujer, no es tan guapo, tiene barriga, incluso es más bajo que ella. Pero el cabrón es entusiasta, ésa es la diferencia.» El otro asentía con cara lúgubre, haciendo rodar entre los dedos un rosario imaginario. Mientras terminaba su vodka con naranja, Bruno se dio cuenta de que Karim había conseguido llevar a la rosacruz a una pendiente boscosa. Le había pasado un brazo por los hombros y, sin dejar de hablar, le estaba metiendo la otra mano por debajo de la falda. «Así que la puta nazi sabe abrirse de piernas…», pensó Bruno alejándose de los que bailaban. Justo antes de salir del círculo iluminado, tuvo una visión fugitiva de la católica: una especie de monitor de esquí le estaba sobando el culo. En la tienda le quedaba una lata de raviolis.

Antes de acostarse, por un reflejo de pura desesperación, llamó a su contestador. Había un mensaje. «Supongo que estás de vacaciones…», decía la voz tranquila de Michel. «Llámame cuando vuelvas. Yo también estoy de vacaciones, y muy largas.»

4

Camina, llega a la frontera. Las rapaces revolotean en torno a un centro invisible, probablemente carroña. Los músculos de sus muslos responden con elasticidad a los desniveles del terreno. Una estepa amarillenta cubre las colinas; hacia el este, la vista se extiende hasta el infinito. No ha comido desde la víspera; ya no tiene miedo.

Se despierta vestido y atravesado en la cama. Delante de la entrada de servicio del Monoprix hay un camión descargando mercancías. Son las siete de la mañana, un poco pasadas.

Desde hacía años, Michel llevaba una vida puramente intelectual. Los sentimientos que constituyen la existencia humana no era su tema de observación; los conocía mal. La vida cotidiana podía organizarse con perfecta precisión; las cajeras del supermercado respondían a su breve saludo. Hacía diez años que vivía en el edificio, y había habido mucho movimiento. A veces se formaba una pareja. Entonces observaba la mudanza; los amigos transportaban cajas y lámparas por la escalera. Eran jóvenes y a veces se reían. A menudo (pero no siempre), cuando se separaban, los dos se mudaban a la vez. Entonces se quedaba un apartamento libre. ¿Qué pensar? ¿Cómo interpretar todos aquellos comportamientos? Era difícil.

Él sólo quería amar; al menos no pedía nada. Nada concreto. La vida, pensaba Michel, tenía que ser algo sencillo; algo que pudiera vivirse como un conjunto de pequeños ritos, indefinidamente repetidos. Ritos al fin y al cabo un poco estúpidos, pero en los que, en el fondo, se pudiera creer. Una vida sin apuestas y sin dramas. Pero la vida de los hombres no estaba organizada así. A veces salía, observaba a los adolescentes y los edificios. Una cosa era segura: nadie sabía ya cómo vivir. Bueno, estaba exagerando: algunos parecían movilizados, como si los arrastrara una causa; su vida parecía cargada de sentido. Los militantes de
Act Up
, por ejemplo, creían importante que pusieran ciertos anuncios en la tele que otros consideraban pornográficos, en los que se veían diversas prácticas homosexuales filmadas en primer plano. Por lo general, su vida parecía agradable y activa, salpicada de acontecimientos variados. Tenían muchos amantes, se daban por el culo en los
backrooms
. A veces los preservativos resbalaban o se rompían. Entonces se morían de sida; pero también esa muerte tenía un sentido militante y digno. Por otra parte la televisión, sobre todo el primer canal, daba una lección permanente de dignidad. De adolescente, Michel creía que el sufrimiento otorgaba al hombre una dignidad adicional. Ahora tenía que reconocer que estaba equivocado. Lo que otorgaba al hombre una dignidad adicional era la televisión.

A pesar de la constante y pura alegría que le procuraba la televisión, le parecía justo salir. Además, tenía que hacer las compras. Sin referencias concretas el hombre se dispersa y no da de sí.

La mañana del 9 de julio (Santa Amandina) observó que ya habían puesto cuadernos, carpetas y carteras en los estantes del Monoprix. El lema publicitario de la operación, «Vuelta al colegio sin
romperse la cabeza
», sólo era, a sus ojos, convincente a medias. ¿Qué eran la enseñanza y el saber sino un interminable romperse la cabeza?

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