Read Las partículas elementales Online
Authors: Michel Houellebecq
—En resumen —interrumpió Bruno, pensativo—, que nunca ha habido comunismo sexual; sólo un sistema de seducción ampliado.
—Eso sí —concluyó el viejo mamarracho—, siempre ha habido seducción.
Todo aquello no era muy alentador. Pero era sábado, y seguro que había llegado gente nueva. Bruno decidió relajarse, tomarse las cosas como vinieran,
rock’n roll
; con lo cual el día pasó sin incidentes, incluso sin el menor acontecimiento. A eso de las once de la noche volvió a acercarse al jacuzzi. Por encima del ahogado borboteo del agua subía un débil vapor, atravesado por la luz de la luna llena. Se acercó más, en silencio. La bañera medía unos tres metros de diámetro. Había una pareja abrazada en el borde opuesto; la mujer parecía estar a horcajadas sobre el hombre. «Estoy en mi derecho…», pensó Bruno con rabia. Se quitó la ropa a toda prisa y se metió en el jacuzzi. El aire nocturno era fresco; en contraste, el agua estaba deliciosamente caliente. Encima del estanque, las ramas de pino entrelazadas dejaban ver las estrellas; Bruno se relajó un poco. La pareja no le prestaba ninguna atención: la chica seguía moviéndose encima del tipo, y estaba empezando a gemir. No podía verle la cara. El hombre también empezó a respirar ruidosamente. Los movimientos de la chica se hicieron más rápidos; se echó hacia atrás un momento, la luna iluminó fugazmente sus pechos; la masa de cabellos oscuros le ocultaba el rostro. Luego se pegó a su compañero, rodeándolo con los brazos; él respiró todavía más fuerte, dio un largo gruñido y se calló.
Se quedaron abrazados dos minutos; luego el hombre se levantó y salió del agua. Antes de vestirse, se quitó un preservativo del sexo. Bruno vio, con sorpresa, que la mujer no se movía. Los pasos del hombre se alejaron y volvió el silencio. Ella estiró las piernas en el agua. Bruno hizo lo mismo. Un pie le tocó el muslo, rozó el pene. Con un ligero chapoteo, ella se separó del borde y se acercó a él. Ahora las nubes velaban la luna; la mujer estaba a cincuenta centímetros, pero todavía no podía distinguir sus rasgos. Un brazo le rodeó la cadera, el otro los hombros. Bruno se apretó contra ella, con la cara a la altura de su pecho; tenía los senos pequeños y firmes. Soltó el borde y se abandonó al abrazo. Sintió que ella volvía al centro del jacuzzi y que luego empezaba a girar lentamente sobre sí misma. Los músculos del cuello de Bruno se relajaron de golpe; tenía la cabeza muy pesada. El rumor del agua, débil en la superficie, se transformaba unos centímetros más abajo en un poderoso rugido submarino. Las estrellas giraban suavemente sobre su rostro. Se relajó en los brazos de la mujer, su sexo erecto emergió a la superficie. Ella movió un poco las manos, él apenas sentía la caricia, estaba en un estado de ingravidez total. El largo pelo le rozó el vientre, y luego la lengua de la chica tocó la punta del glande. Todo el cuerpo de Bruno se estremeció de felicidad. Ella cerró los labios y despacio, muy despacio, se lo metió en la boca. Él cerró los ojos; le recorrían escalofríos de éxtasis. El gruñido submarino era infinitamente tranquilizador. Cuando los labios de la chica llegaron a la base del pene, él empezó a sentir las contracciones de su garganta. Aumentaron las ondas de placer en su cuerpo, al mismo tiempo se sentía acunado por las corrientes submarinas; de pronto sintió mucho calor. Ella contraía suavemente las paredes de la garganta, y toda la energía de Bruno fluyó de golpe a su sexo. Se corrió con un alarido; nunca había experimentado tanto placer.
CONVERSACIÓN DE CARAVANA
La caravana de Christiane estaba a unos cincuenta metros de la tienda de Bruno. Ella encendió la luz al entrar, sacó una botella de Bushmills y llenó dos vasos. Era delgada, más baja que Bruno, y debía de haber sido muy bonita; pero los rasgos de su cara delicada estaban marchitos y tenía algunas rojeces. Sólo la melena seguía siendo espléndida, sedosa y negra. La mirada de sus ojos azules era dulce, un poco triste. Tendría unos cuarenta años.
—A veces me da por ahí, follo con todo el mundo —dijo ella—. Sólo pido un preservativo en la penetración.
Se humedeció los labios, bebió un trago. Bruno la miró; sólo se había vestido de cintura para arriba, con una camiseta de chándal gris. Su monte de Venus tenía una bonita curva; desgraciadamente, los labios mayores colgaban un poco.
—Me gustaría hacerte disfrutar a ti también —dijo.
—Tómatelo con calma. Bébete la copa. Puedes dormir aquí, hay sitio… —Ella señaló la cama doble.
Hablaron del precio del alquiler de las caravanas. Christiane no podía dormir en una tienda, tenía un problema de espalda. «Bastante grave», dijo. — La mayoría de los hombres prefieren la mamada —continuó—. La penetración les molesta, tienen problemas de erección. Pero cuando los chupas se vuelven como niños pequeños. Tengo la impresión de que el feminismo los ha marcado mucho, más de lo que les gustaría confesar.
—Hay cosas peores que el feminismo… —dijo Bruno con voz sombría. Vació la mitad de su copa antes de decidirse a continuar—. ¿Conoces el Espacio desde hace mucho tiempo?
—Prácticamente desde el principio. Dejé de venir mientras estuve casada; ahora vengo dos o tres semanas cada año. Al principio era más bien un lugar alternativo, de
nueva izquierda
; ahora se ha vuelto New Age; las cosas no han cambiado tanto. En los años setenta ya había interés por las místicas orientales; hoy sigue habiendo un jacuzzi y masajes. Es un sitio agradable, aunque un poco triste; aquí dentro hay mucha menos violencia que fuera. El ambiente religioso disimula un poco la brutalidad de los ligues. Pero aquí hay mujeres que sufren. Los hombres que envejecen solos son mucho menos dignos de compasión que las mujeres en la misma situación. Ellos beben vino malo, se quedan dormidos, les apesta el aliento; se despiertan y empiezan otra vez; y se mueren bastante deprisa. Las mujeres toman calmantes, hacen yoga, van a ver a un psicólogo; viven muchos años y sufren mucho. Tienen el cuerpo débil y estropeado; lo saben y sufren por ello. Pero siguen adelante, porque no logran renunciar a ser amadas. Son víctimas de esta ilusión hasta el final. A partir de cierta edad, una mujer siempre tiene la posibilidad de frotarse contra una polla; pero ya no tiene la menor posibilidad de ser amada. Los hombres son así, eso es todo.
—Christiane —dijo Bruno con dulzura—, estás exagerando… Por ejemplo, ahora tengo ganas de darte placer.
—Te creo. Tengo la impresión de que eres un hombre bastante amable. Egoísta y amable.
Se quitó la camiseta, se tendió en la cama, se puso una almohada bajo las nalgas y abrió las piernas. Bruno le lamió al principio, bastante rato, el contorno del coño, y luego excitó el clítoris a lametazos pequeños y rápidos. Christiane dejó escapar un hondo suspiro. «Méteme el dedo…», pidió. Bruno obedeció y siguió lamiendo a Christiane mientras le acariciaba los senos. Sintió que se le endurecían los pezones, levantó la cabeza. «Sigue, por favor…», dijo ella. Él apoyó la cabeza con más comodidad y le acarició el clítoris con el índice. Los labios menores empezaban a hincharse. Lleno de alegría, los lamió con avidez. Christiane gimió. Por un momento, Bruno volvió a ver la vulva delgada y arrugada de su madre; luego el recuerdo desapareció, y siguió frotando el clítoris cada vez más deprisa sin dejar de lamer los labios con grandes y amistosos lengüetazos. Ella jadeaba cada vez más fuerte; le había salido una mancha roja en el vientre. Estaba muy húmeda, agradablemente salada. Bruno hizo una breve pausa, le metió un dedo en el ano y otro en la vagina, y volvió a lamerle el clítoris con la punta de la lengua, muy deprisa. Ella se corrió despacio, con largos estremecimientos. Él se quedó quieto, con la cara contra la vulva húmeda, y tendió las manos hacia ella; sintió los dedos de Christiane apretar los suyos. «Gracias», dijo ella. Luego se levantó, se puso la camiseta y volvió a llenar los vasos.
—Ha sido estupendo hace un rato, en el jacuzzi… —dijo Bruno—. No dijimos nada; cuando sentí tu boca, todavía no te había visto la cara. No había ningún elemento de seducción, fue algo muy puro.
—Todo es cosa de los corpúsculos de Krause… —Christiane sonrió—. Tienes que perdonarme, soy profesora de ciencias naturales. — Bebió un trago de Bushmills—. El tallo del clítoris, la corona y el surco del glande están cubiertos de corpúsculos de Krause, llenos de terminaciones nerviosas. Al acariciarlos se desencadena en el cerebro una fuerte liberación de endorfinas. Todos los hombres y todas las mujeres tienen el clítoris y el glande cubiertos de corpúsculos de Krause; casi en idéntico número, hasta ahí es muy igualitario; pero hay otra cosa, tú lo sabes. Yo estaba muy enamorada de mi marido. Le acariciaba y le lamía el sexo con veneración; me encantaba sentirlo dentro de mí. Estaba orgullosa de provocar sus erecciones; llevaba todo el tiempo en la cartera una foto de su sexo duro; para mí era como una imagen piadosa, darle placer era mi mayor alegría. Al final me dejó por una más joven. Ya me he dado cuenta hace un momento de que mi coño no te atraía mucho; ya es un poco el coño de una vieja. Con la edad, la pérdida de colágeno y la fragmentación de la elastina en la mitosis hacen que los tejidos pierdan de manera progresiva la firmeza y la elasticidad. A los veinte años yo tenía una vulva muy bonita; ahora, me doy perfecta cuenta de que los labios están un poco descolgados.»
Bruno terminó su bebida; no encontraba absolutamente nada que decir. Se acostaron poco después. Él rodeó con un brazo la cintura de Christiane, y los dos se durmieron.
Bruno fue el primero en despertarse. Un pájaro cantaba entre los árboles, muy alto. Christiane se había destapado por la noche. Tenía un culo muy bonito, todavía muy redondo y muy excitante. Se acordó de una frase de La
sirenita
; en su casa tenía un viejo disco de 45 revoluciones con
la Canción de los marineros
interpretada por los hermanos Jacques. Era cuando ella ya había pasado todas las pruebas: había renunciado a su voz, a su país natal, a su bonita cola de sirena; todo eso con la esperanza de convertirse en una mujer de verdad, por amor al príncipe. La tempestad la había empujado a una playa en mitad de la noche; allí bebió el elixir de la bruja. Se sintió como si la cortaran en dos, el dolor era tan terrible que perdió el conocimiento. Después venían unos acordes musicales muy diferentes, que parecían anunciar un paisaje nuevo; luego, la narradora decía la frase que a Bruno le había impresionado tanto: «
Cuando se despertó, el sol brillaba y el príncipe estaba a su lado
.»
Volvió a pensar en la conversación de la víspera con Christiane, y se dijo que tal vez llegara a amar sus labios un poco descolgados, pero suaves. Como cada mañana al despertarse y como les ocurría a la mayoría de los hombres, tenía una erección. En la penumbra del amanecer, en medio de la masa espesa y desgreñada de pelo negro, el rostro de Christiane parecía muy pálido. Ella entreabrió los ojos en el momento en que él la penetró. Pareció un poco sorprendida, pero abrió las piernas. Empezó a moverse dentro de ella pero se dio cuenta de que estaba cada vez más flaccido. Sintió una gran tristeza, mezclada con preocupación y vergüenza. «¿Prefieres que me ponga un preservativo?», preguntó. «Sí, por favor. Están en la bolsa de aseo, ahí al lado.» Abrió el envoltorio; eran Durex
Técnica
. Por supuesto, en cuanto se puso el condón se quedó completamente blando. «Lo siento», dijo. «Lo siento muchísimo.» «No pasa nada», contestó ella, «ven a acostarte.» Desde luego, el sida había sido una verdadera bendición para los hombres de su generación. A veces bastaba con sacar la funda para que se les pusiera floja. «Nunca he conseguido acostumbrarme…» Cumplida esta pequeña ceremonia, habiendo salvado el honor de su virilidad, podían volver a acostarse, acurrucarse contra el cuerpo de su mujer, dormir en paz.
Tras el desayuno bajaron la colina, caminaron a lo largo de la pirámide. No había nadie junto a la piscina. Se tumbaron en la soleada pradera; Christiane le quitó las bermudas y empezó a masturbarle. Lo hacía muy suavemente, con mucha sensibilidad. Más tarde, cuando gracias a ella entraron en la red de
parejas libertinas
, Bruno se daría cuenta de lo raro que era encontrar algo así. La mayoría de las mujeres lo hacen con brutalidad, sin el menor matiz. Aprietan demasiado fuerte, sacuden la polla con un frenesí estúpido, puede que para imitar a las actrices de cine porno. Tal vez en la pantalla fuese espectacular, pero el resultado táctil era un desastre, incluso francamente doloroso. Por el contrario, Christiane acariciaba despacio, se humedecía los dedos, recorría con suavidad las zonas sensibles. Una mujer con una túnica india pasó junto a ellos y se sentó al borde del agua. Bruno inspiró profundamente y aguantó para no correrse. Christiane le sonrió; el sol empezaba a calentar. Se dio cuenta de que su segunda semana en el Espacio iba a ser muy dulce. A lo mejor hasta volvían a verse y envejecían juntos. De vez en cuando ella le daría un instante de felicidad física, los dos vivirían el debilitamiento del deseo; luego se acabaría todo, serían viejos; para ellos se habría terminado la comedia del amor físico.
Mientras Christiane se duchaba, Bruno estudió la fórmula de cuidados cosméticos «protección juventud con microcápsulas» que había comprado la víspera en el centro Leclerc. Mientras que la caja exterior subrayaba sobre todo la novedad del concepto «microcápsula», las instrucciones de empleo, más exhaustivas, distinguían tres tipos de acción: filtro de los rayos solares nocivos, difusión a lo largo de todo el día de los principios hidratantes activos, eliminación de los radicales libres. La llegada de Catherine, la ex feminista del tarot egipcio, interrumpió su lectura. Venía, y no lo ocultó, de un taller de desarrollo personal,
Baile su trabajo
. Se trataba de encontrar una vocación a través de una serie de juegos simbólicos; estos juegos permitían que se manifestase poco a poco el «héroe interior» de los participantes. Tras la primera jornada, parecía que Catherine era un poco bruja, pero también un poco leona; eso debería orientarla a un puesto de responsabilidad en un área de ventas.
—Hmmm… —dijo Bruno.
En ese momento volvió Christiane, con una toalla en torno a la cintura. Catherine se interrumpió con evidente crispación. Pretextó un taller de
Meditación zen y tango argentino
y se batió en retirada a toda prisa.
—Yo creía que estabas haciendo
Tantra y contabilidad
… —le dijo Christiane mientras se perdía de vista.