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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (19 page)

Para que la reproducción sea posible, los dos bastoncillos que forman la molécula de ADN se separan y atraen, cada cual por su lado, nucleótidos adicionales. La separación es un momento peligroso, en el que pueden ocasionarse fácilmente mutaciones incontrolables y a menudo nefastas. Los efectos de estimulación intelectual del ayuno son reales, y tras la primera semana Michel intuyó que sería imposible una reproducción perfecta mientras la molécula de ADN tuviera forma de hélice. Para obtener réplicas no degradadas en una serie indefinida de generaciones celulares, probablemente haría falta que la estructura que guarda la información genética tuviese una topología compacta, como la de una cinta de Moebius o la de un toro matemático.

De niño no podía soportar la degradación natural de los objetos, la fractura, la usura. Conservó durante años, reparándolos una y otra vez, uniéndolos con celofán, los dos pedazos de una regla de plástico blanco rota. Con el vendaje de celofán la regla ya no era recta, ni siquiera podía cumplir su función de regla y servir para trazar líneas; sin embargo, no la tiró. Volvía a romperse y la arreglaba, añadía otra venda de celofán, la guardaba de nuevo en la cartera.

Unos de los rasgos geniales de Djerzinski, escribió Frédéric Hubczejak muchos años después, fue saber superar su intuición primera, según la cual la reproducción sexuada era, en sí misma, una fuente de mutaciones deletéreas. Desde hacía miles de años, observaba Hubczejak, todas las culturas humanas estaban marcadas por la idea, más o menos formulada, de que hay una relación indisociable entre el sexo y la muerte; si un investigador hubiera establecido ese vínculo con argumentos irrefutables basados en la biología molecular, tendría que haberse detenido ahí y considerar terminada la tarea. Djerzinski, sin embargo, intuyó que había que ir más allá del marco de la reproducción sexual para examinar las condiciones topológicas generales de la división celular.

Desde el primer año que pasó en la escuela primaria de Charny, a Michel le había impresionado la crueldad de los chicos. Cierto que eran hijos de campesinos, y por tanto animalitos todavía muy cerca de la naturaleza. Pero era asombrosa la instintiva alegría con la que pinchaban a los sapos con la punta del compás o de la pluma; la tinta violeta se difundía bajo la piel del desgraciado animal, que expiraba despacio, por asfixia. Ellos hacían corro, observaban su agonía con los ojos brillantes. Otro de sus juegos favoritos era cortar las antenas de los caracoles con las tijeras de clase. La sensibilidad del caracol se concentra en las antenas, que acaban en unos pequeños ojos. Privado de ellas, el caracol ya no es otra cosa que una masa blanda, sufriente y desamparada. Michel comprendió rápidamente que le interesaba marcar distancias con aquellos jóvenes brutos; por el contrario, no había mucho que temer de las chicas, que eran seres más dulces. Esta primera impresión sobre el mundo se vio reforzada por
La vida de los animales
, que ponían en la tele todos los miércoles por la tarde. En medio de esa enorme porquería, de esa carnicería permanente que era la naturaleza animal, el amor maternal —o el instinto de protección; en fin, cualquier cosa que insensiblemente y paso a paso llevaba al amor maternal— representaba la única sombra de devoción o altruismo. La hembra del calamar, una cosita patética de veinte centímetros de largo, atacaba sin vacilar a cualquier buceador que se acercase a sus huevos.

Treinta años más tarde, se veía obligado una vez más a llegar a la misma conclusión: no cabía duda de que las mujeres eran mejores que los hombres. Eran más dulces, más amables, más cariñosas, más compasivas; menos inclinadas a la violencia, al egoísmo, a la autoafirmación, a la crueldad. Además eran más razonables, más inteligentes y más trabajadoras.

En el fondo, se preguntaba Michel observando los movimientos del sol sobre las cortinas, ¿para qué servían los hombres? Puede que en épocas anteriores, cuando había muchos osos, la virilidad desempeñara un papel específico e insustituible; pero hacía siglos que los hombres, evidentemente, ya no servían para casi nada. A veces mataban el aburrimiento jugando partidos de tenis, cosa que era un mal menor; pero a veces les parecía útil
hacer avanzar la historia
, es decir, provocar revoluciones y guerras, esencialmente. Además del absurdo sufrimiento que causaban, las revoluciones y las guerras destruían lo mejor del pasado, obligando siempre a hacer tabla rasa para volver a edificar. Si no se inscribía en el curso regular de un avance progresivo, la evolución humana cobraba un cariz caótico, desestructurado, irregular y violento. Los hombres, con su amor por el riesgo y el juego, su grotesca vanidad, su irresponsabilidad, su violencia innata, eran directamente responsables de todo eso. Desde todos los puntos de vista, un mundo compuesto sólo de mujeres sería infinitamente superior; evolucionaría más despacio pero con regularidad, sin retrocesos ni nefastas reincriminaciones, hacia un estado de felicidad común.

El 15 de agosto por la mañana volvió a levantarse y salió con la esperanza de que no hubiera nadie en la calle, lo cual era prácticamente el caso. Tomó algunas notas que volvió a encontrar unos diez años más tarde, cuando redactó su texto más importante,
Prolegómenos a la duplicación perfecta
.

Al mismo tiempo, Bruno volvía a llevar a su hijo con su ex mujer; se sentía agotado y desesperado. Anne regresaba de un viaje de Nouvelles Frontières a la Isla de Pascua o a la costa de Guinea, ya no se acordaba bien; probablemente había hecho algunas amigas y había intercambiado direcciones; las vería unas cuantas veces antes de cansarse; pero no habría conocido a ningún hombre; Bruno tenía la impresión de que había renunciado por completo a los hombres. Ella lo llevaría aparte dos minutos, querría saber «cómo había ido todo». Él contestaría «Bien» con un tono tranquilo y seguro de sí mismo, como les gusta a las mujeres; pero añadiría, con un matiz de humor: «Aunque Victor ha visto mucha televisión.» Se sentiría incómodo muy deprisa; Anne no soportaba que fumaran en su casa desde que ella lo había dejado. Su apartamento estaba decorado con gusto. Él tendría remordimientos al despedirse, se preguntaría una vez más qué había que hacer para que las cosas fueran diferentes; besaría deprisa a Victor y luego se iría. Y las vacaciones con su hijo habrían terminado.

En realidad, aquellas dos semanas habían sido un calvario. Tumbado en el colchón con una botella de bourbon al alcance de la mano, Bruno escuchaba los ruidos que su hijo hacía en la habitación de al lado; el ruido de la cadena cuando terminaba de orinar; el silbido del mando a distancia. Igual que su hermanastro en ese mismo momento, y sin saberlo, contemplaba estúpidamente durante horas las tuberías del radiador. Victor dormía en el sofá-cama del salón; veía la televisión quince horas al día. Por la mañana, cuando Bruno se despertaba, la televisión ya estaba encendida para ver los dibujos animados de la cadena M6. Victor se ponía auriculares para escucharlos. No era violento, no intentaba ser desagradable, pero él y su padre ya no tenían absolutamente nada que decirse. Bruno calentaba un plato precocinado dos veces al día; comían frente a frente, casi sin decir una palabra.

¿Cómo habían llegado las cosas a ese punto? Hacía unos meses que Victor había cumplido trece años. Unos años atrás hacía dibujos y se los enseñaba a su padre. Copiaba los personajes de los cómics de Marvel -Fatalis, Fantastik, el Faraón del Futuro— y los colocaba en situaciones inéditas. A veces jugaban una partida de Mil Kilómetros, o iban al museo del Louvre un domingo por la mañana. Cuando tenía diez años, para el cumpleaños de Bruno, Victor había escrito en una hoja de papel Cansón, con grandes letras de todos los colores: TE QUIERO, PAPÁ. Ahora se había acabado. Se había acabado de verdad. Y Bruno sabía que las cosas iban a empeorar; que de la recíproca indiferencia pasarían poco a poco al odio. En dos años como máximo, su hijo intentaría salir con chicas de su edad; Bruno también desearía a esas chicas de quince años. Se acercaban al estado de rivalidad natural en los hombres. Como animales luchando en la misma jaula, que era el tiempo.

Al regresar a su casa, Bruno compró dos botellas de licor de anís en una tienda árabe; luego, antes de emborracharse hasta caerse, llamó a su hermano para verlo al día siguiente. Cuando llegó a casa de Michel éste estaba devorando rodajas de salchichón italiano acompañadas de grandes vasos de vino; tenía un hambre devoradora y repentina tras su período de ayuno. «Sírvete, sírvete…», dijo vagamente. A Bruno le dio la impresión de que apenas le oía. Era como hablar con un psiquiatra o con una pared. No obstante, habló.

—Durante muchos años mi hijo me ha estado pidiendo amor; yo estaba deprimido, descontento con mi vida, y lo rechacé pensando que un día me encontraría mejor. No sabía que esos años iban a ser tan cortos. Entre los siete y los doce años el niño es un ser maravilloso, amable, razonable y abierto. Vive lleno de alegría y tiene un juicio perfecto. Está lleno de amor, y se conforma con el amor que quieran darle. Y después todo se echa a perder. Irremediablemente, todo se echa a perder.

Michel se comió las dos últimas rodajas de salchichón y se sirvió otro vaso de vino. Le temblaban muchísimo las manos. Bruno continuó:

—Es difícil imaginar algo más estúpido, agresivo, insoportable y rencoroso que un preadolescente, sobre todo cuando está con otros chicos de su edad. El preadolescente es un monstruo mezclado con un imbécil, de un conformismo casi increíble; parece la cristalización súbita y maléfica (e imprevisible, si pensamos en el niño) de lo peor del hombre. ¿Cómo se puede dudar, después de eso, que la sexualidad es una fuerza absolutamente dañina? ¿Y cómo aguanta la gente vivir bajo el mismo techo que un préadolescente? Mi tesis es que sólo lo consiguen porque su vida está completamente vacía; pero mi vida también está vacía y no lo he conseguido. De todas formas todo el mundo miente, y miente de la manera más grotesca. Estamos divorciados, pero seguimos siendo buenos amigos. Veo a mi hijo un fin de semana de cada dos; menuda mierda. En realidad los hombres no han tenido nunca el menor interés por sus hijos, nunca han sentido amor por ellos, y además los hombres son incapaces de amar, es un sentimiento que les resulta completamente ajeno. Lo único que conocen es el deseo, el deseo sexual en estado bruto y la competición entre machos; y luego, en otra época y dentro del matrimonio, podían llegar a sentir cierto agradecimiento por su compañera cuando les daba hijos, llevaba bien la casa, era buena cocinera y buena amante; entonces les agradaba compartir la cama con ella. Quizá no era lo que las mujeres deseaban, quizá había un malentendido, pero podía ser un sentimiento muy fuerte, e incluso si se excitaban, por otra parte cada vez menos, tirándose a una nena de vez en cuando, ya no podían vivir, literalmente, sin su mujer; cuando ella desaparecía empezaban a beber y se morían en unos pocos meses. Los hijos, por su parte, servían para transmitir una condición, unas reglas y un patrimonio. Esto era así, claro, en las clases feudales, pero también entre los comerciantes, los campesinos, los artesanos; de hecho, en todas las clases sociales. Ahora nada de eso existe: soy un empleado, vivo en régimen de alquiler, no tengo nada que dejarle a mi hijo. No tengo un oficio que enseñarle, no tengo ni idea de lo que hará en la vida; de todos modos, las reglas que yo conozco no valdrán para él, vivirá en otro universo. Aceptar la ideología del cambio continuo es aceptar que la vida de un hombre se reduzca estrictamente a su existencia individual, y que las generaciones pasadas y futuras ya no tengan ninguna importancia para él. Así vivimos, y actualmente tener un hijo ya no tiene sentido para un hombre. El caso de las mujeres es diferente, porque siguen necesitando alguien a quien amar; cosa que nunca ha sido y nunca será el caso de los hombres. Es falso pretender que los hombres también necesitan cuidar a un bebé, jugar con sus hijos, hacerles mimos. Por mucho que lo repitan desde hace años, sigue siendo falso. En cuanto un hombre se divorcia, tan pronto como se rompe el entorno familiar, las relaciones con los hijos pierden todo su sentido. El hijo es la trampa que se cierra, el enemigo al que hay que seguir manteniendo y que nos va a sobrevivir.

Michel se levantó y fue a la cocina a buscar un vaso de agua. Veía ruedas de colores que giraban en el aire a media altura y empezaba a tener ganas de vomitar. Lo primero era detener el temblor de las manos. Bruno tenía razón, el amor paterno era una ficción, una mentira. Una mentira es útil cuando permite transformar la realidad, pensó; pero cuando la transformación fracasa sólo queda la mentira, la amargura y la conciencia de la mentira.

Volvió a la habitación. Bruno estaba encogido en el sofá y se movía tanto como un muerto. Caía la noche entre los edificios; después de otro día sofocante, la temperatura volvía a ser soportable. Michel se fijó de repente en la jaula vacía en la que su canario había vivido varios años; tendría que tirarla, no tenía intenciones de comprar otro.

Pensó fugazmente en su vecina de enfrente, la redactora de 20 Ans; hacía meses que no la había visto, probablemente se había mudado. Se obligó a concentrar la atención en sus manos, comprobó que el temblor había disminuido un poco. Bruno seguía inmóvil; el silencio entre ambos duró todavía algunos minutos.

12

—Conocí a Anne en 1981 —continuó Bruno con un suspiro—. No era muy guapa, pero yo estaba harto de hacerme pajas. Lo que sí estaba bien es que tenía mucho pecho. Siempre me han gustado los pechos grandes… —Otra vez dejó escapar un largo suspiro—. Mi pija protestante de pechos grandes… —Para asombro de Michel, se le llenaron los ojos de lágrimas—. Luego se le descolgó el pecho y nuestro matrimonio se fue al carajo. Le jodí la vida. Es algo que no puedo olvidar: le jodí la vida a esa mujer. ¿Te queda vino?

Michel fue a la cocina a por una botella. Todo aquello era un poco excepcional; sabía que Bruno había consultado a un psiquiatra, y que lo había dejado. En realidad, uno siempre intenta aliviar el sufrimiento. Mientras el sufrimiento que produce una confesión parece menor, uno habla; luego se calla, renuncia, se queda solo. Si Bruno necesitaba volver sobre el fracaso de su vida, probablemente era porque esperaba algo, un nuevo comienzo; tal vez era una buena señal.

—No es que fuera fea —siguió Bruno—, pero tenía una cara corriente, sin gracia. Nunca tuvo esa elegancia, esa luz que a veces irradia la cara de algunas chicas. Tenía las piernas un poco gruesas y no era cuestión de hacer que se pusiera minifaldas; pero le enseñé a ponerse unas camisetas muy cortas, sin sujetador; es muy excitante ver unos pechos grandes desde arriba. A ella le daba un poco de corte, pero al final accedía; no sabía nada de erotismo ni de lencería, no tenía ninguna experiencia. Bueno, no paro de hablarte de ella, pero tú la conoces, ¿no?

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