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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (21 page)

Tenía un poco de sueño; la luna se deslizaba sobre la ciudad dormida. A una palabra suya, lo sabía, Bruno se levantaría, se pondría el chaquetón y desaparecería en el ascensor; siempre había taxis en La Motte-Piquet. Al considerar los acontecimientos presentes de nuestra vida, oscilamos constantemente entre la fe en el azar y la evidencia del determinismo. Sin embargo, cuando se trata del pasado, no tenemos la menor duda: nos parece obvio que todo ha ocurrido del modo en que, efectivamente, tenía que ocurrir. Djerzinski ya había superado en gran medida esta ilusión perceptiva, relacionada con una ontología de objetos y de propiedades, solidaria del postulado de objetividad fuerte; y sin duda por eso no pronunció las palabras, sencillas y corrientes, que habrían puesto punto final a la confesión de aquella criatura lacrimosa y destrozada, a la que le unía el vínculo de un origen genético compartido a medias, y que esa noche, tumbado en el sofá, había excedido por mucho los límites de la decencia que requería, implícitamente, una conversación humana. A Michel no le guiaban ni la compasión ni el respeto, pero tenía una intuición débil e indiscutible: aquella vez, a través de la patética y tortuosa narración de Bruno, iba a perfilarse un mensaje; se dirían ciertas palabras, y esas palabras tendrían —por primera vez— un sentido definitivo. Se levantó y se metió en el cuarto de baño. Con mucha discreción, sin hacer el menor ruido, vomitó. Luego se echó un poco de agua en la cara y volvió al salón.

—Tú no eres humano —dijo Bruno en voz baja, alzando los ojos hacia él—. Lo sentí desde el principio, al ver cómo te portabas con Annabelle. Pero eres el interlocutor que la vida me ha dado. Supongo que no te sorprendió, en aquella época, recibir mis textos sobre Juan Pablo II.

—Todas las civilizaciones —contestó Michel con tristeza— han tenido que afrontar la necesidad de justificar el sacrificio de los padres. Teniendo en cuenta las circunstancias históricas, no tenías elección.

—¡Yo admiraba de verdad a Juan Pablo II! — protestó Bruno—. Me acuerdo muy bien, fue en 1986. En esos mismos años empezaron Canal + y la cadena M6, se lanzó
Globe
, se inauguraron los
Restos du coeur
[4]
. Juan Pablo II era el único, el único que entendía lo que estaba ocurriendo en Occidente. Me quedé estupefacto cuando a los del grupo Fe y Vida de Dijon les sentó mal mi texto; ellos criticaban la posición del Papa sobre el aborto, los preservativos, todas esas chorradas. Bueno, es verdad que yo tampoco hacía muchos esfuerzos para entenderlos. Recuerdo que las reuniones se hacían en casa de una pareja, por turno; llevábamos ensalada mixta, taboulé y un pastel. Yo me pasaba el rato sonriendo como un idiota, asintiendo con la cabeza, terminando las botellas de vino; no escuchaba absolutamente nada de lo que se decía. Anne, por el contrario, era muy entusiasta, y se apuntó a un grupo de alfabetización. Esas noches yo ponía un somnífero en el biberón de Victor y me la sacudía conectado al Minitel rosa; pero nunca conseguí conocer personalmente a nadie.

»Para el cumpleaños de Anne, en abril, compré un corsé de lamé plateado. Protestó un poco, y luego accedió a ponérselo. Mientras ella intentaba abrocharse el cacharro, yo terminé el champán. Después oí su voz, débil y un poco trémula: “Ya estoy…” Al entrar en el dormitorio, me di cuenta de que aquello no tenía remedio. Los muslos le colgaban por culpa de la presión del liguero; los pechos no habían resistido la lactancia. Le habría hecho falta una liposucción, inyecciones de silicona, todo un taller de reparaciones…, y eso nunca lo aceptaría. Le pasé un dedo bajo la braga con los ojos cerrados; estaba completamente flaccido. En ese momento, Victor empezó a gritar de rabia en la habitación de al lado: gritos largos, estridentes, insoportables. Ella se puso una bata de baño y salió corriendo. Cuando volvió, le pedí que me la chupara. Lo hacía mal, notaba los dientes; pero cerré los ojos e imaginé la boca de una de las chicas de mi clase de segundo, que era de Ghana. Gracias a la imagen de su lengua rosa y un poco áspera conseguí correrme en la boca de mi mujer. No tenía intención de tener más hijos. Al día siguiente escribí el texto sobre la familia, el que publicaron.

—Todavía lo tengo… —intervino Michel. Se levantó, buscó la revista en la librería. Bruno la hojeó con cierta sorpresa y encontró la página.

Quedan algunas familias

(chispas de fe entre los ateos,

chispas de amor en el fondo de la náusea), no se sabe cómo

esas chispas brillan.

Esclavos de organizaciones incomprensibles

en el trabajo,

nuestra única posibilidad de realización y de vida es el sexo

(aunque sólo en el caso de aquellos a los que el sexo les está permitido,

sólo en el caso de aquellos para los que el sexo es posible.)

El matrimonio y la fidelidad nos roban actualmente cualquier posibilidad de existencia,

no vamos a encontrar en un despacho o una clase esa fuerza interior que necesita el juego, la luz y el baile;

por eso intentamos ser fieles a nuestro destino a través de amores cada vez más difíciles,

intentamos vender un cuerpo cada vez más agotada, reticente, indócil,

y desaparecemos

en la sombra de la tristeza

hasta la verdadera desesperación,

Bajamos por el solitario camino hasta el lugar en que todo está oscuro,

sin niños ni mujeres,

entramos en el lago

en mitad de la noche

(y está tan fría el agua sobre nuestros viejos cuerpos).

Cuando acabó de escribir este texto, Bruno cayó en una especie de coma etílico. Lo despertaron, dos horas después, los gritos de su hijo. Entre los dos y los cuatro años, los niños empiezan a tener una conciencia del yo cada vez más acusada, lo cual les provoca crisis de megalomanía egocéntrica. Su objetivo, entonces, es transformar a los personajes de su entorno social (por lo general compuesto por sus padres) en otros tantos esclavos sometidos al menor de sus deseos; su egoísmo no tiene límites; ésa es la consecuencia de la existencia individual. Bruno se levantó de la moqueta del salón; los gritos iban en aumento, traslucían una loca rabia. Aplastó dos pastillas de Lexomil en un poco de papilla y se dirigió a la habitación de Victor. El crío se había cagado. ¿Qué coño estaba haciendo Anne? Esas clases de alfabetización para negros terminaban cada vez más tarde. Cogió el pañal manchado y lo dejó caer en el parquet; la peste era insoportable. El niño se tragó la mezcla sin problemas y se quedó rígido, como si lo hubieran dejado seco de un golpe. Bruno se puso el chaquetón y se fue al Madison, un bar de encuentros en la rue Chaudronnerie. Pagó con tarjeta tres mil francos por una botella de Dom Pérignon e invitó a una rubia muy guapa; ésta le hizo una larga paja en uno de los apartados del piso de arriba, deteniendo de vez en cuando la crecida del deseo. Se llamaba Hélène, había nacido en la región y estudiaba turismo; tenía diecinueve años. Cuando la penetró, ella contrajo la vagina: fueron por lo menos diez minutos de felicidad total. Bruno la besó en los labios al despedirse, e insistió en darle una propina: le quedaban trescientos francos en efectivo.

A la semana siguiente se decidió a enseñarle sus textos a un colega, un profesor de letras de unos cincuenta años, marxista, muy fino, que tenía fama de homosexual. Fajardie se mostró agradablemente sorprendido. «Una influencia de Claudel…, o quizá más bien de Péguy, el Péguy del verso libre… Pero es original, y eso es algo que ya no se ve mucho.» No tenía ninguna duda sobre lo que había que hacer: «
L’Infini
. Ahí es donde se cuece la literatura de hoy. Tiene que enviarle sus textos a Sollers.» Un poco sorprendido, Bruno pidió que le repitiera el nombre; se dio cuenta de que lo había confundido con una marca de colchones; y luego envió los textos. Tres semanas después llamó a Denoël; para gran sorpresa suya, Sollers se puso al teléfono y le propuso una cita. Bruno no tenía clases los miércoles, era fácil ir y volver en el día. En el tren intentó leer
Una curiosa soledad
, renunció bastante pronto; consiguió leer unas páginas de
Mujeres
, sobre todo los pasajes subidos de tono. Habían quedado en un café de la rue de l’Université. El editor llegó con diez minutos de retraso, blandiendo la boquilla que le haría famoso. «¿Vive en provincias? Eso es malo. Tiene que venir a París enseguida. Tiene usted talento.» Le anunció a Bruno que iba a publicar el texto sobre Juan Pablo II en el siguiente número de
L’Infini
. Bruno se quedó de piedra; no sabía que Sollers estaba en plena fase «contrarreforma católica», y multiplicaba las declaraciones entusiastas sobre el Papa. «¡Péguy es alucinante!», dijo el editor con ímpetu. «¡Y Sade! ¡Sade! ¡Sobre todo, lea a Sade!…»

—Mi texto sobre las familias…

—Sí, también está muy bien. Es bueno que sea usted reaccionario.

Todos los grandes escritores son reaccionarios Balzac, Flaubert, Baudelaire, Dostoievski, todos reaccionarios. Pero también hay que follar, ¿eh? Hay que desmelenarse. Es importante.

Sollers se despidió de Bruno al cabo de cinco minutos, dejándolo en un estado de ligera embriaguez narcisista. Durante el trayecto de regreso se fue calmando poco a poco. Phillipe Sollers parecía ser un escritor conocido; sin embargo, y
Femmes
lo dejaba muy claro, sólo lograba tirarse a las viejas putas de los medios culturales; las nenas, obviamente, preferían a los cantantes. Puestas así las cosas, ¿para qué publicar poemas ridículos en una revista de mierda?

—De todos modos —continuó Bruno—, compré cinco ejemplares de
L’Infini
cuando aparecieron los poemas. Por suerte, no publicaron el texto sobre Juan Pablo II. Era malo con ganas… ¿Te queda vino?

—Justo una botella. — Michel fue a la cocina y cogió la sexta y última botella de la caja de Vieux Papes; empezaba a sentirse cansado de verdad. — Tú trabajas mañana, ¿no? — le preguntó a su hermano. Bruno no reaccionó. Contemplaba un punto muy definido del parquet; pero en ese punto del parquet no había nada, nada bien definido; sólo algunas manchas de mugre. Pero se reanimó al oír que Michel descorchaba la botella y tendió el vaso. Bebió despacio, a pequeños tragos; su mirada, después de pasearse a la deriva, flotaba ahora a la altura del radiador; no parecía en absoluto dispuesto a continuar. Michel vaciló y luego encendió el televisor: había un programa sobre conejos. Quitó el sonido. A lo mejor eran liebres; los confundía. Le sorprendió volver a oír la voz de Bruno.

—Estaba intentando recordar cuánto tiempo me quedé en Dijon. ¿Cuatro años? ¿Cinco? En cuanto uno entra en el mundo del trabajo, todos los años se parecen. Los únicos acontecimientos que quedan por vivir son médicos… y ver cómo crecen los hijos. Victor crecía; me llamaba «papá».

De repente empezó a llorar. Acurrucado en el sofá, dejaba escapar grandes sollozos y sorbía por la nariz. Michel miró su reloj; eran un poco más de las cuatro. En la pantalla, un gato salvaje llevaba el cadáver de un conejo entre las fauces.

Bruno sacó un pañuelo de papel y se secó el rabillo de los ojos. Las lágrimas seguían rodándole por la cara. Pensaba en su hijo. Pobre Victor, que dibujaba a los de
Strange
y le quería. Él le había dado tan pocos momentos de felicidad, tan pocos momentos de amor… y ahora iba a cumplir quince años, y se había acabado para él el tiempo de la felicidad.

—A Anne le habría gustado tener más hijos; en el fondo, la vida de madre en el hogar le iba de maravilla. Fui yo quien la empujó a volver a la región parisina, a pedir un puesto. Claro, no se atrevió a negarse: la realización de las mujeres pasa por la vida profesional, eso es lo que todo el mundo creía o fingía creer en aquella época; y ella se empeñaba, sobre todas las cosas, en pensar lo mismo que todo el mundo. Yo era perfectamente consciente de que en el fondo volvíamos a París para poder divorciarnos sin problemas. En provincias, pese a todo, la gente se ve y se habla; y yo no quería que mi divorcio suscitara comentarios, por benévolos o aprobadores que fueran. El verano del 89 pasamos las últimas vacaciones juntos, en el Club Méditerranée. Me acuerdo de los ridículos juegos que organizaban a la hora del aperitivo y de las horas que pasaba en la playa mirando a las tías; Anne charlaba con las demás madres de familia. Si se tumbaba boca abajo, se le veía la celulitis; si se tumbaba boca arriba, se le veían las estrías. Estábamos en Marruecos, los árabes eran desagradables y agresivos, el sol calentaba demasiado. No valía la pena acabar con un cáncer de piel por pasarme las tarde haciéndome pajas en la cabaña. Victor aprovechó la estancia, se lo pasó muy bien en el Mini Club… —A Bruno se le volvió a quebrar la voz—.

Yo era un hijo de puta, y lo sabía. Lo normal es que los padres se sacrifiquen. Yo no conseguía soportar que se acabara mi juventud, no podía soportar la idea de que mi hijo iba a crecer, iba a ser joven por mí, y que a lo mejor iba a tener éxito en la vida cuando la mía era un fracaso. Quería volver a ser una persona.

—Una mónada… —dijo Michel en voz baja.

Bruno no contestó y terminó su vaso. — La botella está vacía —dijo con voz un poco extraviada. Se levantó y se puso el chaquetón. Michel lo acompañó hasta la puerta—. Quiero a mi hijo. Si tuviera un accidente, si le pasara algo malo, no podría soportarlo. Quiero a ese niño más que a nada en el mundo. Pero nunca he conseguido aceptar su existencia. Michel asintió. Bruno se dirigió al ascensor.

Michel volvió hasta su mesa de trabajo y escribió en una hoja de papel: «Apuntar algo sobre la sangre»; luego se acostó; quería pensar, pero se durmió casi enseguida. Unos días más tarde encontró la hoja, escribió justo encima «La ley de la sangre», y se quedó perplejo durante más de diez minutos.

14

El 1 de septiembre por la mañana, Bruno fue a la Gare du Nord a esperar a Christiane. Ella había ido en autobús de Noyon a Amiens, y luego en un tren directo hasta París. Hacía un día maravilloso; el tren llegó a las 11.37. Ella llevaba un vestido largo, salpicado de florecillas, con los puños de encaje. Él la estrechó en sus brazos. A los dos les latía muy deprisa el corazón.

Comieron en un restaurante indio, y luego fueron a casa de Bruno para hacer el amor. El había encerado el parquet, había puesto flores en los jarrones; las sábanas estaban limpias y olían bien. Logró penetrarla durante mucho tiempo, esperar su orgasmo; el sol entraba por el intersticio de las cortinas y hacía brillar su melena negra, en la que se veían algunos reflejos grises. Ella tuvo un primer orgasmo, y casi enseguida otro: violentas contracciones le recorrieron la vagina; en ese momento, Bruno eyaculó. Inmediatamente después se apretó contra ella y ambos se durmieron.

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