Read Las partículas elementales Online
Authors: Michel Houellebecq
Nunca había sabido adonde iba a parar ese colector, con su exigua entrada (aunque suficiente para dejar pasar el cuerpo de un canario).
No obstante, soñó con gigantescos cubos de basura llenos de filtros de café, de raviolis en salsa y de órganos sexuales cortados. Gusanos gigantes, tan grandes como el pájaro y provistos de pico, atacaban su cadáver. Le arrancaban las patas, le despedazaban las tripas, le reventaban los globos oculares. Se levantó por la noche, temblando; apenas era la una y media de la madrugada. Se tomó tres sedantes. Así terminó su primera velada en libertad.
El 14 de diciembre de 1900, en una lectura ante la Academia de Berlín titulada «
Zur Theorie des Geseztes der Energieverteilung in Normakpektrum
», Max Plank introdujo por primera vez la noción de quantum de energía, que iba a tener un papel decisivo en la evolución ulterior de la física. Entre 1900 y 1920, impulsados sobre todo por Einstein y Bohr, algunos modelos más o menos ingeniosos intentaron encajar el nuevo concepto en el marco de las teorías anteriores; sólo a partir de principios de los años veinte se vio que ese marco estaba irremediablemente condenado.
Si se considera a Niels Bohr el verdadero fundador de la mecánica cuántica, no sólo es por sus descubrimientos personales, sino sobre todo por el extraordinario ambiente de creatividad, de efervescencia intelectual, de libertad de espíritu y de amistad que supo crear a su alrededor. El Instituto de Física de Copenhague, fundado por Bohr en 1919, acogió a todos los jóvenes investigadores con los que contaba la física europea. Heisenberg, Pauli o Born aprendieron allí. Un poco mayor que ellos, Bohr era capaz de dedicar horas a discutir los detalles de sus hipótesis, con una mezcla única de perspicacia filosófica, benevolencia y rigor. Preciso, incluso maníaco, no toleraba ninguna aproximación en la interpretación de los experimentos; pero tampoco ninguna idea nueva le parecía, a priori, una locura, ni consideraba intangible ningún concepto clásico. Le gustaba invitar a los estudiantes a reunirse con él en su casa de campo de Tisvilde; allí recibía a científicos de otras disciplinas, políticos, artistas; las conversaciones pasaban libremente de la física a la filosofía, de la historia al arte, de la religión a la vida cotidiana. No había ocurrido nada comparable desde los primeros tiempos del pensamiento griego. En este contexto excepcional se elaboraron, entre 1925 y 1927, los términos esenciales de la interpretación de Copenhague, que invalidaban en gran medida las categorías anteriores de espacio, causalidad y tiempo.
Djerzinski no había conseguido, ni mucho menos, recrear un fenómeno semejante a su alrededor. El ambiente en la unidad de investigaciones que dirigía era lisa y llanamente un ambiente de oficina. Lejos de ser los Rimbaud del microscopio que a un público sentimental le gusta imaginarse, los investigadores de biología molecular son, casi siempre, técnicos honrados, carentes de genio, que leen
Le Nouvel Observateur
y sueñan con ir de vacaciones a Groenlandia. La investigación en biología molecular no necesita ninguna creatividad, ninguna invención; en realidad es una actividad casi totalmente rutinaria, que sólo exige unas razonables aptitudes intelectuales de segunda fila. La gente hace su doctorado y lee la tesis, pero lo cierto es que la enseñanza secundaria sería más que suficiente para manejar los aparatos. «Para entender lo que es el código genético», solía decir Desplechin, el director del departamento de biología del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, «para descubrir el principio de la síntesis de proteínas, sí que hace falta mojarse un poco. Ya se habrán dado cuenta de que fue Gamow, un físico, el primero en dar con la pista. Pero la descodificación del ADN, pfff… Uno descodifica y descodifica. Hace una molécula, hace otra. Introduce los datos en el ordenador, el ordenador calcula las subsecuencias. Se manda un fax a Colorado: allí hacen el gen B27 o el C33. Es como cocinar. De vez en cuando hay un insignificante progreso en el emparejamiento; en general, con eso basta para que a uno le den el Nobel. Bricolaje; una broma.»
La tarde del 1 de julio hacía un calor aplastante; era una de esas tardes que acaban mal, en las que termina estallando la tormenta y se dispersan los cuerpos desnudos. El despacho de Desplechin daba al puente de Anatole France. Al otro lado del Sena, en el puente de las Tullerías, los homosexuales paseaban al sol, discutían de dos en dos o en grupitos, compartían las toallas. Casi todos llevaban tanga. Los músculos impregnados de aceite brillaban bajo la luz; las nalgas relucían, muy bien torneadas. Algunos, sin dejar de charlar, se frotaban los órganos sexuales a través del nylon del tanga, o metían un dedo dentro revelando el vello púbico, el principio del falo. Desplechin había instalado un catalejo junto a los ventanales. Según el rumor, él también era homosexual; en realidad era sobre todo, desde hacía algunos años, un alcohólico mundano. Durante una tarde parecida, había intentado dos veces masturbarse con el ojo pegado al catalejo, enfocando pacientemente a un adolescente que se había quitado el tanga y cuya polla emprendía una emocionante ascensión en el aire. Su propio sexo se dejó caer, fláccido y arrugado, seco; Desplechin no insistió.
Djerzinski llegó a las cuatro en punto. Desplechin quería verle. Su caso le intrigaba. Desde luego, era corriente que un investigador se tomara un año sabático para trabajar con otro equipo en Noruega, en Japón, en fin, en uno de esos países siniestros donde los cuarentones se suicidan en masa. Había otros —un caso frecuente durante los «años Mitterrand», años en los que la voracidad financiera había alcanzado proporciones inauditas— que empezaban a buscar capital de riesgo y fundaban una sociedad para comercializar tal o cual molécula; de hecho, algunos habían amasado en poco tiempo una fortuna considerable, rentabilizando de la forma más mezquina los conocimientos adquiridos durante sus años de investigación desinteresada. Pero la disponibilidad de Djerzinski, sin proyecto, sin objetivo, sin el menor asomo de justificación, parecía incomprensible. A los cuarenta años era director de investigaciones, quince científicos trabajaban a sus órdenes; él sólo dependía —de un modo absolutamente teórico— de Desplechin. Su equipo obtenía excelentes resultados, estaba considerado uno de los mejores equipos europeos. En resumen, ¿qué era lo que no iba bien? Desplechin forzó el dinamismo de su voz: «¿Tiene algún proyecto?» Hubo un silencio de treinta segundos; después, Djerzinski contestó con sobriedad: «Reflexionar.» La cosa empezaba mal. Obligándose a sonar jovial, insistió: «¿A nivel personal?» Al mirar la cara seria que tenía delante, de rasgos afilados y ojos tristes, se sintió de repente abrumado de vergüenza. A nivel personal, ¿qué? Él mismo había ido a buscar a Djerzinski quince años antes a la Universidad de Orsay.
La elección había sido excelente: era un investigador preciso, riguroso, inventivo; los resultados se habían acumulado. Si el Centro Nacional de Investigaciones Científicas había logrado conservar un buen puesto en la investigación europea en biología molecular, se lo debía en gran parte a él. Había cumplido con creces su contrato.
«Por supuesto», terminó Desplechin, «mantendremos sus accesos informáticos. Dejaremos activos sus códigos de acceso a los resultados almacenados en el servidor y a la pasarela Internet del Centro por un tiempo indeterminado. Si necesita cualquier otra cosa, estoy a su disposición.»
Cuando el otro se fue, Desplechin volvió a acercarse a los ventanales. Sudaba un poco. En el muelle de enfrente, un joven moreno de tipo norteafricano se estaba quitando el pantalón corto. Aún había verdaderos problemas en biología fundamental. Los biólogos pensaban y actuaban como si las moléculas fuesen elementos materiales separados, vinculados sólo por las atracciones y repulsiones electromagnéticas; ninguno de ellos, estaba seguro, había oído hablar de la paradoja EPR, de los experimentos de Aspect; ninguno se había tomado siquiera la molestia de enterarse de los progresos realizados en física desde principios de siglo; su concepción del átomo seguía siendo, poco más o menos, la de Demócrito. Acumulaban datos pesados y repetitivos con el único objetivo de conseguir aplicaciones industriales inmediatas, sin tomar conciencia nunca de que la base conceptual de su gestión estaba minada. Djerzinski y él mismo, gracias a su formación inicial de físicos, eran probablemente los únicos en el Centro que se daban cuenta de ello: en el momento en que se abordaran realmente las bases atómicas de la vida, los fundamentos de la biología actual volarían en pedazos. Desplechin meditó sobre estos asuntos mientras la tarde caía sobre el Sena. Era incapaz de imaginar las vías que podía seguir la reflexión de Djerzinski; ni siquiera se sentía en condiciones de discutirlas con él. Se acercaba a los sesenta; a nivel intelectual, se sentía completamente quemado. Los homosexuales se habían ido, el muelle estaba vacío. No lograba acordarse de su última erección; esperaba la tormenta.
La tormenta estalló a eso de las nueve de la noche. Djerzinski escuchó la lluvia bebiendo a pequeños tragos un armagnac no muy caro.
Acababa de cumplir cuarenta años: ¿estaba siendo víctima de la crisis de los cuarenta? Teniendo en cuenta la mejora de las condiciones de vida, hoy en día la gente de cuarenta años está en plena forma, su condición física es excelente; los primeros signos que indican —tanto por el aspecto físico como por la reacción de los órganos al esfuerzo— que uno acaba de llegar a cierto nivel, que se inicia el largo descenso hacia la muerte, no suelen producirse hasta los cuarenta y cinco o incluso los cincuenta años. Además, la famosa «crisis de los cuarenta» se asocia a menudo a fenómenos sexuales, a la búsqueda súbita y frenética del cuerpo de chicas muy jóvenes. En el caso de Djerzinski, estas consideraciones estaban fuera de lugar: la polla le servía para mear, y eso era todo.
Al día siguiente se levantó a eso de las siete, sacó de su librería La parte y el todo, la autobiografía científica de Werner Heisenberg, y se dirigió a pie hacia el Champ de Mars. La aurora era límpida y fresca.
Tenía ese libro desde los diecisiete años. Sentado bajo un plátano en la avenida Victor-Cousin, releyó el pasaje del primer capítulo donde Heisenberg, recordando el contexto de sus años de formación, relata las circunstancias de su primer encuentro con la teoría atómica:
«Creo que debió de ocurrir en la primavera de 1920. El final de la Primera Guerra Mundial había sembrado el malestar y la confusión entre los jóvenes de nuestro país. La vieja generación, profundamente decepcionada por la derrota, había perdido el control; los jóvenes se reunían en grupos, en pequeñas o grandes comunidades, para buscar una nueva vía, o al menos para buscar una nueva brújula que les permitiera orientarse, ya que la antigua se había roto. Una hermosa mañana de primavera emprendí una caminata con un grupo de entre diez y veinte compañeros. Si mal no recuerdo, el paseo nos llevaba a través de las colinas que bordean la orilla oeste del lago Starnberg; cada vez que había un claro entre las filas de hayas de un verde luminoso, el lago aparecía a la izquierda, debajo de nosotros, y parecía extenderse casi hasta las montañas que componían el fondo del paisaje. Curiosamente, durante este paseo tuvo lugar mi primera discusión sobre el mundo de la física atómica, una discusión que iba a ser muy significativa para mí en el curso posterior de mi carrera.»
Cerca de las once volvió a aumentar el calor. De regreso en casa, Michel se desnudó del todo antes de tumbarse. Durante las siguientes tres semanas, sus movimientos fueron muy restringidos. Podríamos imaginar que el pez, sacando de vez en cuando la cabeza del agua para boquear al aire, percibiera durante unos segundos un mundo aéreo, completamente distinto…, paradisíaco. Por supuesto, tendría que regresar enseguida a su universo de algas, donde los peces se devoran. Pero durante unos segundos habría intuido un mundo diferente, un mundo perfecto: el nuestro.
La noche del 15 de julio llamó a Bruno por teléfono. Sobre un fondo de jazz cool, la voz de su hermanastro emitía un mensaje que sonaba sutilmente a segundas intenciones. Desde luego, Bruno sí que era víctima de la crisis de los cuarenta. Llevaba impermeables de cuero, se dejaba crecer la barba. Para demostrar que conocía la vida, se expresaba como un personaje de serie policíaca de segunda fila; fumaba cigarrillos, desarrollaba los pectorales. Pero por lo que a él le concernía, Michel no creía en absoluto en esa explicación de la «crisis de los cuarenta». Un hombre víctima de la crisis de los cuarenta sólo quiere vivir, vivir un poco más; pide solamente una pequeña ampliación del plazo. La verdad, en su caso, es que estaba completamente harto; sencillamente, no veía el menor motivo para continuar.
Esa misma noche encontró una foto tomada en su escuela primaria de Charny; y se echó a llorar. El niño, sentado ante el pupitre, tenía un libro de clase abierto en las manos. Miraba al espectador sonriendo, lleno de alegría y valor; y este niño, por incomprensible que pareciese, era él. El niño hacía los deberes, se aprendía las lecciones con una confiada seriedad. Entraba en el mundo, descubría el mundo, y el mundo no le daba miedo, estaba dispuesto a ocupar su lugar en la sociedad de los hombres. Todo esto se podía leer en la mirada del niño. Llevaba una bata con un cuellecito.
Michel tuvo la foto durante varios días al alcance de la mano, apoyada en su lamparilla de noche. El tiempo es un misterio banal y todo estaba en orden, intentaba decirse; la mirada se apaga, la alegría y la confianza desaparecen. Tumbado sobre el colchón Bultex, se entrenaba sin éxito en la no permanencia. Una pequeña depresión redonda marcaba la frente del niño, una cicatriz de varicela; esta cicatriz había sobrevivido a los años. ¿Dónde estaba la verdad? El calor de mediodía invadía la habitación.
Nacido en 1882 en un pueblo del interior de Córcega, en el seno de una familia de campesinos analfabetos, Martin Ceccaldi parecía destinado a llevar la vida agrícola y pastoral, con su limitado radio de acción, que llevaron sus antepasados durante una serie indefinida de generaciones. Es una vida que desapareció hace tiempo de nuestras regiones, y cuyo análisis exhaustivo sólo ofrece, por lo tanto, un interés limitado; de vez en cuando, algunos ecologistas radicales manifiestan una nostalgia incomprensible por ella; sin embargo voy a ofrecer, para ser completo, una breve descripción sintética de ese tipo de vida: uno tiene naturaleza y aire puro, cultiva algunas parcelas (cuyo número está fijado con precisión por un estricto sistema de herencias), de vez en cuando abate un jabalí; folla como un loco, especialmente con su mujer, que da a luz
hijos
; educa a los susodichos hijos para que ocupen su lugar en el mismo ecosistema; se pone enfermo, y se acabó.