Read Las partículas elementales Online
Authors: Michel Houellebecq
»La extrema corrección de los participantes masculinos sorprende aún más cuando uno se aventura hacia el interior, más allá de la línea de dunas. Esta zona está tradicionalmente reservada a los aficionados al
gang bang
y a la pluralidad masculina. También allí el germen inicial lo constituye una pareja que se entrega a una caricia íntima, normalmente una felación. Enseguida se ven rodeados por diez o veinte hombres solos. Sentados, de pie o en cuclillas, asisten a la escena y se masturban. A veces las cosas no van más lejos, la pareja vuelve a su abrazo inicial y los espectadores se dispersan poco a poco. A veces, con un gesto de la mano, la mujer indica que desea masturbar, mamar o ser penetrada por otros hombres. Ellos se suceden entonces, sin ninguna precipitación especial. Cuando quiere dejarlo, ella lo indica también con un simple gesto. Nadie dice una palabra; se oye claramente el viento que silba entre las dunas, doblando los macizos de hierba. A veces no sopla el viento; entonces hay un silencio total, roto únicamente por los jadeos del placer.
»No trato de pintar la estación naturista de Cap d’Agde bajo el aspecto idílico de no sé qué falansterio fourierista. En Cap d’Agde, como en cualquier otra parte, una mujer con un cuerpo joven y armonioso o un hombre seductor y viril se ven rodeados de proposiciones halagadoras. Y en Cap d’Agde, como en todas partes, un individuo obeso, viejo o poco agraciado está condenado a la masturbación, salvo que esta actividad, por lo general proscrita en los lugares públicos, aquí se mira con amable condescendencia. Lo que sorprende, a pesar de todo, es que actividades sexuales tan diversas, mucho más excitantes que cualquier película pornográfica, puedan tener lugar sin engendrar la menor violencia ni faltar en lo más mínimo a la cortesía. Por mi parte, introduciría de nuevo la noción de “sexualidad socialdemócrata” y tendería a ver en ese hecho una aplicación insólita de esas mismas cualidades de disciplina y respeto a cualquier contrato que han permitido a los alemanes librar dos guerras mundiales con una generación de intervalo, para luego reconstruir, en mitad de un país en ruinas, una economía fuerte y exportadora. A este respecto, sería interesante confrontar a los nativos de países en que se han honrado desde siempre esos mismos valores culturales (Japón, Corea) con las proposiciones sociológicas puestas en práctica en Cap d’Agde. En cualquier caso, esta actitud respetuosa y legalista que asegura a cada cual, siempre que cumpla los términos del contrato, múltiples momentos de tranquilo placer, parece tener un gran poder de convicción, porque se impone sin dificultad ni códigos explícitos a los elementos minoritarios presentes en la estación (horteras languedocianos del Frente Nacional, delincuentes árabes, italianos de Rimini).»
Bruno interrumpió aquí el artículo, tras una semana de estancia. Lo que le quedaba por decir era más tierno, más delicado, más incierto. Se habían acostumbrado, después de pasar la tarde en la playa, a tomar un aperitivo a las siete. El bebía Campari; Christiane solía tomar un Martini blanco. Bruno miraba los reflejos del sol sobre las paredes (blancas en el interior, ligeramente rosadas en el exterior). Le gustaba ver a Christiane andar desnuda por el apartamento mientras iba a por el hielo o las aceitunas. Lo que sentía era extraño, muy extraño: respiraba con más facilidad, a veces se quedaba minutos enteros sin pensar, ya no tenía tanto miedo. Una tarde, ocho días después de su llegada, le dijo a Christiane: «Creo que soy feliz.» Ella se detuvo en seco, con la mano crispada en la bandeja del hielo, y dejó escapar el aire lentamente. Él continuó:
—Quiero vivir contigo. Tengo la impresión de que ya está bien, que ya hemos sido lo bastante desgraciados durante demasiado tiempo. Luego vendrán la enfermedad, la invalidez y la muerte. Pero creo que podemos ser felices juntos hasta el final. En cualquier caso, tengo ganas de intentarlo. Creo que te quiero.
Christiane se echó a llorar. Más tarde, delante de un plato de mariscos en el Neptune, intentaron considerar el lado práctico del asunto.
Ella podía ir a París todos los fines de semana, eso era fácil; pero seguro que le resultaría muy difícil conseguir un traslado. Teniendo en cuenta la pensión alimenticia, el sueldo de Bruno no daba para los dos. Y además estaba el hijo de Christiane; también por eso habría que esperar. Pero de todos modos era posible; por primera vez después de tantos años, algo parecía posible.
Al día siguiente, Bruno le escribió a Michel una carta breve y emocionada. Decía que era feliz, lamentaba que nunca hubieran conseguido entenderse del todo. Deseaba que, en la medida de lo posible, él también encontrase alguna forma de felicidad. Firmaba: «
Tu hermano, Bruno
.»
La carta le llegó a Michel en plena crisis de desaliento teórico. Según la hipótesis de Margenau, la conciencia individual se podía comparar a un campo de probabilidades en un espacio de Fock, definido como suma directa de espacios de Hilbert. En principio, este espacio podía construirse a partir de los acontecimientos electrónicos elementales que tienen lugar en las micrositas sinápticas. Por lo tanto, el comportamiento normal era como una deformación elástica del campo, el acto libre como un desgarramiento: pero ¿en qué topología? No era en absoluto evidente que la topología natural de los espacios hilbertianos permitiera dar cuenta de la aparición del acto libre; ni siquiera estaba seguro de que fuera posible plantear el problema actualmente, salvo en términos exageradamente metafóricos. Sin embargo, Michel estaba convencido de que era indispensable un nuevo marco conceptual. Todas las noches, antes de apagar su ordenador, hacía una búsqueda en Internet para ver los resultados experimentales publicados en la jornada. Los leía a la mañana siguiente, comprobaba que los centros de investigación de todo el mundo parecían avanzar cada vez más a ciegas, con un empirismo carente de sentido. Ningún resultado permitía llegar a la menor conclusión, ni siquiera formular una mínima hipótesis teórica. La conciencia individual aparecía bruscamente, sin motivo aparente, en mitad de las razas animales; no cabía duda de que precedía ampliamente al lenguaje. Con su finalismo inconsciente, los darwinianos hacían hincapié, como de costumbre, en las hipotéticas ventajas selectivas relacionadas con su aparición, y como de costumbre eso no explicaba nada, era sólo una amable reconstrucción mítica; pero el principio antrópico no era más convincente. El mundo se había regalado un ojo capaz de contemplarlo, un cerebro capaz de comprenderlo; sí, ¿y qué? Eso no aportaba nada a la comprensión del fenómeno. En lagartos poco especializados como el
Lacerta agilis
se había podido detectar una conciencia de sí, ausente en los nematodos; seguramente implicaba la presencia de un sistema nervioso central y algo más. Ese algo seguía siendo absolutamente misterioso; no parecía que la aparición de la conciencia pudiera relacionarse con ningún antecedente anatómico, bioquímico o celular; era desalentador.
¿Qué habría hecho Heisenberg? ¿Qué habría hecho Niels Bohr? Distanciarse, reflexionar; pasear por el campo, escuchar música. Lo nuevo nunca surgía por simple interpolación de lo antiguo; las informaciones se sumaban a las informaciones como puñados de arena, definidas de antemano en su naturaleza por el marco conceptual que delimita el campo experimental; ahora, más que nunca, necesitaban un nuevo punto de vista.
Los días eran cálidos y breves, y pasaban tristemente. La noche del 1 de septiembre, Michel tuvo un sueño inusitadamente agradable. Estaba con una niña que cabalgaba por el bosque, rodeada de flores y mariposas (al despertar se dio cuenta de que esta imagen, que había resurgido al cabo de treinta años, era la de los títulos del
Príncipe Zafiro
, un culebrón que veía los domingos por la tarde en casa de su abuela, y que llegaba con tanta precisión al corazón). Un momento después caminaba solo en mitad de un valle inmenso, sembrado de altas hierbas. No veía el horizonte, las colinas verdes parecían extenderse hasta el infinito bajo un cielo luminoso, de un hermoso gris claro. Pero seguía andando, sin vacilación ni prisa; sabía que a algunos metros bajo sus pies fluía una corriente subterránea, y que sus pasos le conducirían inevitablemente, por instinto, a lo largo del río. A su alrededor, el viento hacía ondular las hierbas.
Cuando despertó se sentía contento y activo como nunca lo había estado desde que dejó de trabajar, más de dos meses antes. Salió, torció por la avenida Émile Zola, caminó entre los tilos. Estaba solo, pero no sufría por ello. Se detuvo en la esquina de la rue des Entrepreneurs. Estaban abriendo la tienda Zolacolor, las dependientas asiáticas se instalaban en las cajas; iban a dar las nueve. El cielo estaba extrañamente claro entre las torres de Beaugrenelle; nada de todo aquello tenía salida. A lo mejor debía hablar con su vecina de enfrente, la chica de
20 Ans
. Al trabajar en una revista de información general y estar al tanto de los hechos de sociedad, lo más probable es que conociera los mecanismos de adhesión al mundo; tampoco le resultarían desconocidos los factores psicológicos; seguramente esa chica tenía mucho que enseñarle. Regresó a grandes zancadas, casi a la carrera, subió de un tirón los pisos hasta el apartamento de su vecina. Dio tres timbrazos muy largos. Nadie contestó. Desamparado, volvió a su propio edificio; delante del ascensor se interrogó sobre sí mismo. ¿Era depresivo, y tenía sentido preguntárselo? Desde hacía unos años el barrio estaba lleno de carteles llamando a la vigilancia y la lucha contra el Frente Nacional. La extrema indiferencia que él manifestaba por este asunto, tanto en uno como en otro sentido, era en sí misma un síntoma inquietante. La tradicional
lucidez de los depresivos
, descrita a menudo como un desinterés radical por las preocupaciones humanas, se manifiesta ante todo como una falta de implicación en los asuntos que realmente son poco interesantes. De hecho, es posible imaginar a un depresivo enamorado, pero un depresivo patriota resulta inconcebible.
Al entrar en la cocina pensó que la creencia en una determinación libre y racional de las acciones humanas, y especialmente en una determinación libre y racional de las elecciones políticas individuales, fundamento natural de la democracia, era seguramente el resultado de una confusión entre libertad e imprevisibilidad. Las turbulencias de la marea junto al pilar de un puente son estructuralmente imprevisibles; pero a nadie se le ocurriría calificarlas de
libres
por esa razón. Se sirvió un vaso de vino blanco, corrió las cortinas y se tumbó para reflexionar. Las ecuaciones de la teoría del caos no hacían ninguna referencia al entorno físico en que tenían lugar sus manifestaciones; esta ubicuidad les permitía encontrar aplicaciones tanto en hidrodinámica como en genética de poblaciones, en metereología y en sociología de grupos. El poder de modelización morfológica era bueno, pero la capacidad de predicción era casi nula. Por el contrario, las ecuaciones de la mecánica cuántica permitían prever el comportamiento de los sistemas microfísicos con una precisión maravillosa; incluso total, si uno renunciaba a cualquier esperanza de retorno a una ontología material. Era cuando menos prematuro, y quizá imposible, establecer un puente matemático entre ambas teorías. Sin embargo, Michel estaba convencido de que la formación de atractores en la red evolutiva de las neuronas y las sinapsis era la clave para explicar las opiniones y las acciones humanas.
Mientras buscaba una fotocopia de publicaciones recientes, se dio cuenta de que llevaba más de una semana sin acordarse de abrir el correo. Había más publicidad que otra cosa, claro. La firma TMR quería crear, con la inauguración del
Costa Romántica
, una nueva norma institucional en el ámbito de los cruceros de lujo. Describían el barco como un
auténtico paraíso flotante
. Así podían ser —sólo dependía de él— los primeros momentos de su crucero: «Para empezar entrará en el gran vestíbulo inundado de sol, bajo la inmensa cúpula de vidrio. Podrá subir a la cubierta superior en los ascensores panorámicos. Allí, desde la inmensa cristalera de proa, podrá contemplar el mar
como en una pantalla gigante.
» Apartó la documentación, prometiéndose estudiarla más a fondo. Pasear por la cubierta superior, contemplar el mar a través de una pared transparente, navegar durante semanas bajo un cielo inmutable… ¿Por qué no? Durante ese tiempo, Europa occidental bien podría desaparecer bajo un bombardeo. Él desembarcaría, fresco y moreno, en un nuevo continente.
Mientras tanto había que vivir, y eso podía hacerse de un modo alegre, inteligente y responsable. En su última entrega, el boletín de noticias del Monoprix hacía más hincapié que nunca en la acción ciudadana. Una vez más, el editorialista luchaba con la idea preconcebida de que la gastronomía y la forma física fueran incompatibles. A través de sus líneas de productos, sus marcas, la escrupulosa elección de cada una de sus referencias, todas las iniciativas del Monoprix desde el momento de su creación testimoniaban la convicción exactamente opuesta. «El equilibrio es posible para todos, y enseguida», afirmaba el redactor sin la menor vacilación. Tras esta primera página tan belicosa, incluso comprometida, el resto de la publicación se dedicaba alegremente a los consejos astutos, a los juegos educativos, a los «¿sabía que…?». Gracias a ellos, Michel pudo calcular su consumo diario de calorías. En las últimas semanas no había barrido, ni planchado, ni nadado, ni jugado al tenis, ni hecho el amor; las tres únicas actividades que podía señalar con una cruz eran estar sentado, estar acostado y dormir. Terminados los cálculos, sus necesidades se elevaban a 1.750 kilocalorías/día. Bruno, según su carta, había nadado y hecho el amor muy a menudo. Volvió a hacer el cálculo con esos nuevos datos: las necesidades energéticas aumentaban a 2.700 kilocalorías/día.
Había otra carta que venía de la alcaldía de Crécy-en-Brie. A causa de las obras de ampliación de una estación de autobuses, había que reorganizar el cementerio municipal y trasladar algunas tumbas, entre ellas la de su abuela. Según el reglamento, un miembro de la familia debía asistir al traslado de los restos. Podía pedir cita en el servicio de concesiones funerarias entre las diez y media y las doce de la mañana.
REENCUENTROS
Habían sustituido el ferrobús de Crecy-la-Chapelle por un tren de cercanías. El pueblo mismo había cambiado mucho. Se detuvo en la place de la Gare y miró con sorpresa a su alrededor. Un hipermercado Casino se había instalado en la avenida del General Leclerc, a la salida de Crécy. Veía por todas partes chalets y edificios nuevos.