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Authors: Ira Levin

Tags: #Terror

Las poseídas de Stepford (14 page)

—Qué bien hace eso —observó Joanna.

—No es más que quitar el polvo —dijo Mrs. Cornell, limpiando el anaquel.

Una máquina de escribir tec-tec-tec-tecleó adentro.

—¿Conoce la oración de Gettysburg? —preguntó Joanna.

—Temo que no —dijo Mrs. Cornell, limpiando algo.

—Oh, vamos. Todo el mundo la conoce. «Ochenta y siete años atrás...»

—Sé esa parte, pero no lo que sigue. —Mrs. Cornell puso el objeto limpiado sobre el anaquel, repitiendo el retintín de vidrios, y tomó otro y lo limpió.

—Comprendo, es prescindible —dijo Joanna—. ¿Sabe «Estos cerditos fueron al mercado»?

—Por supuesto —dijo Mrs. Cornell, limpiando el anaquel.

—¿A cuenta? —preguntó en este punto Mr. Cornell.

Joanna se volvió.

El farmacéutico le tendió un frasquito tapado con una cápsula blanca.

—Sí —contestó, recibiendo el frasquito. Y añadió—: ¿Puede darme un poco de agua? Querría tomar uno ahora.

Él asintió con la cabeza y volvió adentro.

Parada ahí, con el frasquito en la mano, empezó a temblar. Hubo un retintín de vidrios a su espalda. Desprendió la cápsula y pellizcó la mota de algodón. Debajo había unas pastillas blancas; hizo caer una en la palma de la otra mano, temblando todavía, hundió el algodón en el frasquito y apretó la cápsula. Hubo un retintín de vidrios a su espalda.

Mr. Cornell le llevó el agua en un vaso de papel.

—Gracias. —Se puso la pastilla sobre la lengua, bebió y tragó.

Mr. Cornell estaba escribiendo en un bloc. Su cráneo era una cosa pelada y blancuzca como un bicho de humedad —una babosa— con unos pocos pelos castaños pegoteados transversalmente. Joanna bebió el resto del agua, dejó el vaso y metió el frasco en el bolso. Hubo un retintín de vidrios a su espalda.

Mr. Cornell volvió el bloc hacia ella y le ofreció su bolígrafo, sonriendo. Era feo: de ojos chicos y mentón sumido.

Joanna tomó el bolígrafo y dijo, mientras firmaba el bloc:

—Tiene usted una esposa encantadora: bonita, servicial, sumisa a la voluntad de su amo y señor. Es un hombre de suerte.

Le tendió el bolígrafo, y Mr. Cornell lo tomó; su cara estaba sonrosada. Bajó los ojos y dijo:

—Ya lo sé.

—En este pueblo abundan los hombres de suerte —añadió Joanna—. Buenas noches.

—Buenas noches —dijo Mr. Cornell.

—Buenas noches —coreó su mujer—. Vuelva pronto.

Salió a la calle, iluminada de Navidad. Pasaba alguno que otro coche, con ruido de chorro.

Las ventanas de la «Asociación de Hombres» estaban encendidas, como las de todas las casas, escalonadas más allá, pendiente arriba. El rojo, el verde y el naranja hacían guiños desde algunas. Inhaló profundamente el aire de la noche, franqueó un banco de nieve afirmándose en las botas, y atravesó la calle.

Caminó hasta el pesebre inundado de luz y se paró a mirar: María, José y el Niño; los corderos y las cabras alrededor. Todo tenía apariencia de realidad, y, sin embargo, resultaba un poquito disneylesco.

—¿También ustedes hablan? —preguntó a María y a José.

No hubo respuesta; siguieron sonriendo, y nada más.

Permaneció allí un momento —ya no temblaba— y se encaminó de nuevo hacia la biblioteca.

Entró en el auto, puso en marcha el motor y encendió los faros; tomó el medio de la calle, dio marcha atrás, aceleró, pasó delante del pesebre y enfiló cuesta arriba.

La puerta se abrió cuando iba llegando por el senderito de la entrada, y Walter preguntó:

—¿Dónde estuviste?

Joanna se sacudió las botas contra el umbral.

—En la biblioteca.

—¿Por qué no llamaste? Pensé que habías tenido un accidente. Con esta nieve...

—Los caminos están despejados —dijo Joanna, restregando las suelas contra el felpudo.

—¡Deberías haber llamado, por Dios! Son más de las seis.

Ella entró y Walter cerró la puerta.

Dejó su bolso sobre la silla y empezó a quitarse los guantes.

—¿Qué tal la doctora? —preguntó Walter.

—Muy agradable. Comprensiva.

—¿Y qué dijo?

Ella se metió los guantes en los bolsillos y empezó a desabrocharse el abrigo.

—Piensa que necesito un poco de terapia —contestó—. Para sacar a luz mis sentimientos, antes de mudarnos. Estoy «arrastrada en dos direcciones por exigencias conflictivas». —Se quitó el abrigo.

—Bueno, a mí me parece un consejo bastante sensato. ¿Y a ti?

Ella miró el abrigo, que sujetaba por el forro del cuello, y lo dejó caer encima del bolso y de la silla. Tenía las manos frías; se las frotó, palma contra palma, mirándolas.

Miró a Walter, que la vigilaba atentamente y había ladeado la cabeza. La barba le enarenaba las mejillas y le sombreaba el surco del mentón. Tenía la cara más redonda de lo que ella hubiera creído —estaba engordando— y debajo de sus ojos maravillosamente azules, la piel había empezado a formar bolsas. ¿Cuántos años tenía ahora? Iba a cumplir cuarenta el tres de marzo.

—A mí me parece un error —dijo por fin—. Un tremendo error. —Bajó los brazos y se palmeó los costados—. Me voy con Pete y Kim a la ciudad —añadió—, a casa de Shep y...

—¿Para qué?

—...Silvia, o a un hotel. Te llamaré dentro de uno o dos días, o te haré llamar por alguien. Otro abogado.

Walter la miró fijamente:

—¿De qué estás hablando?

—Lo sé todo —dijo Joanna—. Estuve leyendo números viejos de la Crónica. Sé lo que Dale Coba hacía antes, y sé lo que está haciendo ahora. Él y esos otros... genios de «CompuTech» y de «Instatron».

Walter, que la miraba fijamente, parpadeó:

—No sé de qué estás hablando.

—¡Oh, acaba con eso!

Joanna le volvió la espalda, fue por el pasillo a la cocina y encendió las luces. La abertura que daba al comedor de diario mostró oscuridad. Se volvió: Walter estaba en la puerta.

—No tengo la más remota idea de lo que estás hablando —dijo.

Ella pasó de largo a su lado.

—Déjate de mentir. No haces más que mentirme desde que tomé la primera fotografía.

Giró sobre sí misma, se abalanzó a la escalera y empezó a subir, gritando:

—¡Pete! ¡Kim!

—No están aquí.

Lo vio llegar del pasillo por encima del pasamanos.

—Como no llegabas, juzgué prudente sacarlos de casa esta noche. Por si hubiera ocurrido algo mala.

Ella se volvió: y lo miró desde arriba:

—¿Dónde están?

—Con amigos. Están perfectamente.

—¿Cuáles amigos?

Walter dobló y llegó al pie de la escalera.

—Están perfectamente —repitió.

Ella giró hasta tenerlo de frente; encontró el pasamanos y lo aferró.

—Nuestro fin de semana solos, ¿eh?

—Creo que deberías tumbarte un rato —dijo Walter.

Apoyó una mano en la pared y la otra en la barandilla, y prosiguió:

—Estás desvariando, Joanna. ¡Y luego Diz! ¿Qué pinta Diz en el asunto? Y eso de que yo no he hecho más que mentirte, como acabas de decir...

—¿Qué pasó? ¿Ordenaste que adelantara la entrega? ¿Por eso estaban todos tan ocupados esta semana? ¡Juguetes de Navidad!, ése es el espantapájaros. ¿Y tú qué estabas haciendo, probando las medidas?

—Francamente, no entiendo de qué estás...

—El autómata —dijo Joanna. Se inclinó hacia él sosteniéndose del pasamanos—. ¡El robot! Oh, ya veo: el fiscal se sorprende ante un nuevo alegato. Te estás desperdiciando en fideicomisos y herencias; el lugar que te corresponde es una sala de justicia. ¿Y cuánto cuesta? ¿Quieres decírmelo? ¿Cuánto se paga corrientemente por una esposa de cocina con mucha pechuga y ninguna exigencia? ¡Un dineral, supongo! ¿O las fabrican baratas en la «Asociación de Hombres» por puro espíritu de camaradería? ¿Y adonde van a parar las verdaderas, al incinerador? ¿A la laguna de Stepford?.

Walter la miró, sin moverse: una mano en la pared, la otra sobre la barandilla.

—Sube y acuéstate —dijo. —Voy a salir.

Él sacudió la cabeza:

—No. No, mientras estés hablando de esa forma. Sube y descansa.

Joanna bajó un escalón:

—No pienso quedarme aquí para...

—No vas a salir. Ahora sube y descansa. Cuando te hayas calmado, los dos... trataremos de conversar razonablemente.

Ella lo miró, parado ahí, bloqueando la escalera; miró su abrigo sobre la silla..., se volvió y subió rápidamente. Entró en el dormitorio, cerró la puerta con llave, encendió las luces.

Fue a la cómoda, tiró de un cajón y sacó un grueso suéter blanco. Lo desdobló con una sacudida, metió los brazos y los embutió en las mangas. Tiró del cuello alto hacia abajo, por encima de la cabeza, se juntó el pelo y lo dejó en libertad.

La puerta fue probada desde el otro lado; resistió y recibió unas palmadas.

—¿Joanna?

—¡Lárgate! —dijo, mientras se bajaba el suéter alrededor del cuerpo—. Estoy descansando. Me dijiste que descansara.

—Déjame entrar un minuto.

Ella se quedó vigilando la puerta, sin hablar.

—Joanna, quita la llave.

—Después. Quiero estar sola un rato.

Se quedó inmóvil, vigilando la puerta.

—Muy bien. Después.

Parada, escuchó... el silencio..., volvió a la cómoda y deslizó suavemente el cajón superior. Hurgó hasta encontrar un par de guantes blancos; se los puso, los ajustó; sacó una larga bufanda a rayas y se la enlazó al cuello.

Fue a la puerta, tendió el oído, apagó las luces.

Fue a la ventana y alzó la cortina. Brilló la luz del senderito. El
living
de los Claybrook estaba iluminado pero vacío; las ventanas del piso alto, oscuras.

Alzó el marco de la ventana sigilosamente. La contraventana de tormenta estaba detrás.

Se había olvidado de la maldita.

Empujó contra la parte inferior; estaba apretada, no se movería. La golpeó con el canto del puño enguantado primero, y empujó nuevamente con las dos manos. Cedió unas pulgadas hacia afuera y hacia arriba, y no cedería más. Las abrazaderas metálicas de los lados estaban abiertas hasta el límite posible; habría tenido que desclavarlas del marco.

Abajo, un abanico de luz se desplegó sobre la nieve.

Walter estaba en el escritorio.

Joanna se irguió, inmóvil, y escuchó. Un ruidito dentado venía de atrás, desde el teléfono de la mesa de noche. Una y otra vez: largo-corto-largo.

Estaba marcando un número en el teléfono del escritorio.

Llamando a Dale Coba para informarle que ella estaba allí.

Procedan de acuerdo con instrucciones. Todos los sistemas en marcha.

De puntillas, despacio, se dirigió a la puerta, escuchó, hizo girar la llave, y la entornó apenas, manteniendo una mano contra la cara interior. El rifle del «Star Trek» de Pete estaba tirado a la entrada de su cuarto. La voz de Walter sonó débilmente.

Joanna se encaminó de puntillas a la escalera, y empezó a bajar despacio y en silencio, pegada a la pared, mirando a través de los barrotes del pasamanos, hacia el rincón donde se abría el arco del escritorio.

...no creo que pueda conducirla yo mismo...

Tienes razón de sobra, abogado, no puedes.

Pero la silla junto a la puerta de entrada estaba vacía; su abrigo y su bolso (con las llaves del auto y la billetera) habían desaparecido. De cualquier modo, era mejor esto que salir por la ventana.

Siguió bajando hasta el
hall.
Walter acabó de hablar y se quedó en silencio. ¿Le convendría buscar su bolso?

Pero lo oyó moverse en el escritorio: corrió, agachada, al
living
y se pegó a la pared.

Los pasos de Walter entraron en el
hall,
se acercaron a la puerta del frente, se detuvieron.

Ella contuvo el aliento.

Una cadena de silbidos breves —su musiquilla habitual de vamos-a-ver, cuando acometía planes de importancia: colocar las contraventanas de tormenta, armar un triciclo... (¿matar una esposa? ¿O Coba, el cazador, prestaba ese servicio?). Cerró los ojos y procuró no pensar, temerosa de que sus pensamientos alertaran de algún modo a Walter.

Los pasos subieron la escalera, lentamente. Abrió los ojos y soltó el aliento poco a poco, aguardando, mientras los pasos se alejaban escalera arriba. Después, cruzó el
living,
de prisa y sigilosamente, sorteando los sillones y la mesa de la lámpara; quitó la llave de la puerta que daba al parque y la abrió: descorrió el pestillo de la contrapuerta de tormenta, y la empujó contra un zócalo de nieve acumulada.

Se escabulló fuera y echó a correr sobre la nieve; corrió y corrió, con el corazón palpitante, corrió hacia la sombra de árboles oscuros, sobre la nieve surcada por huellas de patines, marcada por las botas de Pete y Kim. Corrió, corrió y se aferró a un tronco; giró alrededor para tomar impulso y siguió corriendo tropezando; agarrándose a tientas de un tronco, a través de árboles y árboles oscuros. Corrió, tropezó y se aferró a los troncos manteniéndose siempre en el centro del largo cinturón de árboles que separaba las casas de Fairview Lane de las casas de Harvest.

Tenía que llegar a casa de Ruthanne. Ella le prestaría dinero y un abrigo, le permitiría llamar un taxi de Eastbridge, o tal vez a alguien de la ciudad —Shep, Doris, Andreas—, alguien que tuviera coche y quisiera ir a buscarla.

Pete y Kim debían estar perfectamente;
necesitaba
creerlo. Estarían bien, hasta que ella llegara a la ciudad y hablara con la gente, hablara con un abogado; y consiguiera sacárselos a Walter. Probablemente iban a estar cuidados a las mil maravillas por Bobbie o Carol, o Mary Ann Stavros..., mejor dicho, por las cosas llamadas con esos nombres.

Y había que poner sobre aviso a Ruthanne; quizá pudieran irse juntas, aunque ella todavía tenía tiempo.

Llegó al final del cinturón de árboles, se cercioró de que no se acercaban coches, y atravesó a la carrera Winter Hill Drive. Una hilera de abetos almohadillados de nieve bordeaba el camino por ese lado: echó a andar apresuradamente a lo largo de ella, detrás de los árboles, con los brazos cruzados sobre el pecho, y las manos, mal protegidas por los guantes finos, bajo las axilas.

Gwendolyn Lane, donde vivía Ruthanne, quedaba en alguna parte cerca de Short Ridge Hill, más allá de la casa de Bobbie; llegar hasta allí le llevaría casi una hora. Probablemente más, con toda la nieve que había en el suelo, y en la oscuridad de la noche. Y no se atrevía a hacer una seña a cualquier auto que pasara, porque podía ser Walter, y ella no lo sabría hasta que fuera demasiado tarde.

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