Las pruebas (2 page)

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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Más tarde —de cuánto exactamente no tenía ni idea—, Teresa volvió a hablarle:
Tom, algo va mal.

Capítulo 2

Así fue cómo empezó. Oyó a Teresa decir esas palabras, pero parecían muy lejanas, como si las dijera desde el otro lado de un largo túnel abarrotado de cosas. El sueño se había convertido en un líquido resbaladizo, espeso y pegajoso que le atrapaba. Tenía conciencia de sí mismo, pero se dio cuenta de que estaba fuera del mundo, sepultado por el agotamiento. No podía despertarse.

¡Thomas!
—gritó Teresa.

Un ruido desgarrador en su cabeza. Sintió el primer rastro de miedo, pero era más bien un sueño. Sólo podía dormir. Y ahora estaban a salvo, ya no tenían por qué preocuparse. Sí, tenía que ser un sueño. Teresa estaba bien, ellos estaban bien. Volvió a relajarse y dejó que el sueño le inundara.

Otros sonidos se abrieron camino a su conciencia: golpazos, el repiqueteo del metal contra el metal, algo que se hacía añicos. Chicos chillando. O más bien el eco de los gritos, muy distante, amortiguado. De repente, se parecieron más a gritos. Unos alaridos de angustia sobrenaturales. Pero seguían siendo lejanos, como si los envolviera un grueso capullo de oscuro terciopelo.

Al final, algo interrumpió la comodidad del sueño: eso no estaba bien. ¡Teresa le había llamado, le había dicho que algo iba mal! Luchó contra el profundo sueño que le consumía, arañó el fuerte peso que le inmovilizaba.

«¡Despierta! —gritó para sus adentros—. ¡Despierta!».

Entonces algo desapareció de su interior. Estaba allí y al instante se había ido. Notó como si le hubieran arrancado un órgano principal de su cuerpo.

Había sido ella. Ya no estaba.

¡Teresa!
—gritó con su mente—.
¡Teresa! ¿Estás ahí?

Pero no había nada y ya no sentía aquel consuelo al tenerla cerca. Repitió su nombre una y otra vez mientras continuaba luchando contra el oscuro sueño que tiraba de él.

Por fin, la realidad volvió y se llevó la penumbra. Sumido en el terror, Thomas abrió los ojos, se sentó enseguida sobre la cama, incorporándose rápidamente, y saltó. Miró a su alrededor.

Todo era una locura.

El resto de clarianos corría por la habitación, gritando. Y unos sonidos terribles, espantosos, llenaban el aire, como los atroces gritos de unos animales a los que estuvieran torturando. Fritanga estaba señalando hacia la ventana, con la cara pálida. Newt y Minho corrían en dirección a la puerta. Winston tenía las manos sobre su rostro aterrorizado y plagado de acné, como si acabara de ver un zombi carnívoro. Otros tropezaban entre sí para mirar por las distintas ventanas, pero alejados del cristal. Con algo de dolor, Thomas se dio cuenta de que no sabía la mayoría de los nombres de los veinte chicos que habían sobrevivido al Laberinto; una extraña idea en medio de todo aquel caos.

Algo en el rabillo del ojo le hizo darse la vuelta para mirar hacia la pared. Lo que vio eliminó de inmediato toda la paz y seguridad que había sentido hablando con Teresa por la noche. Le hizo dudar incluso de que tales emociones pudieran existir en el mismo mundo en el que estaba en aquellos momentos.

A un metro de su cama, cubierta con unas cortinas de colores muy vivos, una ventana daba a una luz brillante y cegadora. Al otro lado había un hombre agarrado a los barrotes, con las manos ensangrentadas. Tenía los ojos muy abiertos, inyectados en sangre, llenos de locura. Las llagas y las cicatrices cubrían su fino rostro quemado por el sol. No tenía pelo, tan sólo unas manchas infectadas de lo que parecía ser moho verdoso. Una atroz hendidura se extendía por su mejilla derecha; Thomas podía verle los dientes a través de la herida en carne viva y purulenta. Una saliva rosada babeaba en líneas ondulantes desde la barbilla del hombre.

—¡Soy un raro! —gritó aquel horror—. ¡Soy un maldito raro!

Y entonces empezó a gritar lo mismo una y otra vez, mientras escupía con cada alarido:

—¡Matadme! ¡Matadme! ¡Matadme…!

Capítulo 3

Una mano cayó de golpe sobre el hombro de Thomas; este pegó un grito y se dio la vuelta para ver a Minho, que tenía la vista clavada en el loco que gritaba por la ventana.

—¡Están por todas partes! —exclamó Minho. Su voz tenía un tono triste, equiparable al estado de ánimo de Thomas. Al parecer, todo lo que se habían atrevido a esperar la noche anterior se había desvanecido completamente—. Y no hay ni rastro de los pingajos que nos rescataron —añadió.

Thomas había vivido sumido en el miedo y el terror durante las últimas semanas, pero aquello ya era demasiado. ¡Sentirse a salvo sólo para que se lo arrebataran de nuevo! Aunque para su asombro, enseguida echó a un lado aquella parte de él que quería volver de un salto a la cama y llorar a lágrima viva. Apartó el dolor persistente que sentía al recordar a su madre y lo que le había pasado a su padre y a la gente que se había vuelto loca. Thomas sabía que alguien tenía que hacerse cargo de la situación. Necesitaban un plan si querían sobrevivir también a aquello.

—¿Ha conseguido entrar alguno? —preguntó, embargado por una extraña calma—. ¿Todas las ventanas tienen estos barrotes?

Minho hizo un gesto de asentimiento en dirección a una de las muchas que cubrían las paredes de la larga habitación rectangular.

—Sí. Ayer por la noche estaba demasiado oscuro para verlos, sobre todo con esas estúpidas cortinas recargadas. Pero me alegro muchísimo de que estén ahí.

Thomas miró a los clarianos. Algunos corrían de ventana en ventana para echar un vistazo afuera mientras que otros estaban apiñados, formando un pequeño grupo. Todos parecían medio incrédulos, medio aterrorizados.

—¿Dónde está Newt?

—Aquí mismo.

Thomas se dio la vuelta para ver al mayor del grupo, sin saber lo mucho que le había echado de menos.

—¿Qué pasa?

—¿Crees que tengo la más puñetera idea? Según parece, una panda de locos nos quiere comer para desayunar. Tenemos que encontrar otra habitación para reunimos. Todo este ruido me está taladrando el puñetero cráneo.

Thomas asintió distraídamente; el plan le parecía bien, pero esperaba que Newt y Minho se encargaran de llevarlo a cabo. Estaba impaciente por contactar con Teresa. Esperaba que su advertencia fuera tan sólo parte de un sueño, una alucinación provocada por la droga de aquel agotamiento. Y aquella visión de su madre…

Sus dos amigos se alejaron para llamar con gestos a los clarianos. Thomas dirigió una mirada tímida al loco destrozado de la ventana, pero apartó la vista de inmediato y deseó que su cerebro no hubiera recordado la sangre, la carne desgarrada, los ojos de trastornado y los gritos histéricos.

¡Matadme! ¡Matadme! ¡Matadme!

Fue a trompicones hacia la pared más alejada y se recostó contra ella.

Teresa
—volvió a llamarla mentalmente—.
Teresa. ¿Me oyes?

Esperó con los ojos cerrados para concentrarse. Extendió unas manos invisibles con la intención de captar algún rastro de ella. Nada. Ni siquiera una sombra pasajera o una ligera sensación, así que mucho menos una respuesta.

Teresa
—repitió con más urgencia, apretando los dientes por el esfuerzo—.
¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?

Nada. Su corazón pareció ralentizarse hasta casi detenerse y se sintió como si se hubiera tragado un trozo grande de algodón. Algo le había ocurrido a la chica.

Abrió los ojos y vio que los clarianos se habían reunido alrededor de la puerta pintada de verde que llevaba a la zona común donde comieron
pizza
la noche anterior. Minho estaba tirando del pomo redondo de latón en vano. Estaba cerrada con llave.

La otra puerta daba a unas duchas con vestuarios y no existía ninguna salida más. Tan sólo esa y las ventanas, todas con barrotes de metal. Gracias a Dios, porque en cada una había locos violentos gritando y vociferando desde fuera.

Aunque la preocupación le consumía como ácido derramado en sus venas, Thomas cesó por un momento de intentar contactar con Teresa y se reunió con los demás clarianos. Newt trataba de abrir la puerta con el mismo resultado inútil.

—Está cerrada con llave —masculló cuando por fin se rindió, y dejó caer los brazos débilmente a los costados.

—No me digas, genio —soltó Minho con sus fuertes brazos cruzados y en tensión, con todas las venas hinchadas. Thomas pensó por una fracción de segundo que casi podía ver bombear la sangre a través de ellas—. No me extraña que te pusieran el nombre de Isaac Newton. ¡Qué gran capacidad de raciocinio!

Newt no estaba de humor. O quizás había aprendido hacía mucho tiempo a ignorar los comentarios de Minho el listillo.

—Rompamos el maldito pomo —miró a su alrededor como si esperase que alguien le diera un mazo.

—¡Ojalá esos cara… raros se callaran! —gritó Minho, y se dio la vuelta para mirar con el ceño fruncido al que estaba más cerca: una mujer incluso más horrorosa que el primer hombre que había visto Thomas. Una herida sangrante le atravesaba el rostro y terminaba al otro lado de su cabeza.

—¿Raros? —repitió Fritanga.

El cocinero peludo había permanecido callado hasta entonces, apenas habían notado su presencia. Thomas lo veía incluso más asustado que antes de enfrentarse a los laceradores para escapar del Laberinto. Quizás aquello fuera peor. Al meterse en la cama la noche antes, les había parecido que todo iba bien y estaban a salvo. Sí, tal vez aquello fuera peor porque lo tenían y se quitaron de repente.

Minho señaló a la mujer ensangrentada que estaba chillando.

—Así es cómo no paran de llamarse. ¿No lo has oído?

—Por mí como si los llamas sauces llorones —respondió Newt—. ¡Encuéntrame algo para atravesar esta estúpida puerta!

—Ten —dijo un chico más bajo, que llevaba un extintor estrecho pero sólido que había cogido de la pared. Thomas recordó haberlo visto antes. De nuevo se sintió culpable por no recordar el nombre de aquel chaval.

Newt agarró el cilindro rojo, dispuesto a aporrear el pomo de la puerta. Thomas se acercó todo lo que pudo, impaciente por ver qué había al otro lado, aunque tenía el presentimiento de que fuera lo que fuera, no les iba a gustar.

Newt levantó el extintor y luego golpeó con fuerza el pomo redondo de latón. A aquel martilleo le acompañó un crujido aún más fuerte y tan sólo hicieron falta tres golpes más antes de que el pomo cayera al suelo con un sonido metálico al hacerse pedazos. La puerta se movió lentamente y se entreabrió lo justo para mostrar la oscuridad del otro lado.

Newt se quedó en silencio, con la vista clavada en el largo y estrecho hueco de negrura, como si esperase que aparecieran volando demonios del averno. Distraídamente, devolvió el extintor al chico que lo había encontrado.

—Vamos —dijo. Thomas creyó percibir un ligero temblor en su voz.

—¡Espera! —gritó Fritanga—. ¿Estamos seguros de que queremos salir ahí fuera? A lo mejor esa puerta estaba cerrada por algún motivo.

Thomas no pudo evitar estar de acuerdo; algo fallaba en todo aquello.

Minho se adelantó para colocarse junto a Newt, observó a Fritanga y luego intercambió una mirada con Thomas.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Sentarnos a esperar que esos chiflados entren? Vamos.

—Esos bichos raros van a tardar bastante en atravesar los barrotes de las ventanas —replicó Fritanga—. Pensemos un segundo.

—El tiempo de reflexión ha terminado —respondió Minho. Dio una patada con el pie y la puerta se abrió del todo. Al otro lado la penumbra parecía aún mayor—. Además, deberías haber hablado antes de que rompiéramos la cerradura en mil pedazos, gilipullo. Ahora es demasiado tarde.

—Odio que tengas razón —gruñó Fritanga entre dientes.

Thomas no podía dejar de mirar más allá de la puerta abierta, hacia el pozo de negra oscuridad. Sintió una aprensión familiar al saber que tenía que haber sucedido algo o, de lo contrario, los que les habían rescatado habrían ido a buscarles hacía un buen rato. Pero Minho y Newt tenían razón: debían salir en busca de respuestas.

—¡Foder —exclamó Minho—, yo iré primero!

Sin esperar una reacción, atravesó la puerta abierta y su cuerpo desapareció en la penumbra casi al momento. Newt miró a Thomas de forma vacilante y después siguió a Minho. Por alguna razón, Thomas creyó que dependía de él ir detrás, así que se decidió.

Paso a paso, dejó el dormitorio y entró en la oscuridad de la zona común, con los brazos extendidos delante de él.

El resplandor de luz que venía de atrás no iluminaba mucho las cosas; bien podría haber estado caminando con los ojos muy apretados. Y aquel lugar olía fatal.

Desde delante, Minho dio un grito y después dijo:

—Guau, tened cuidado. Algo… extraño cuelga del techo.

Thomas oyó un ligero chirrido o un chasquido, algo que crujía. Como si Minho hubiera chocado con una lámpara demasiado baja y la hubiera hecho balancearse hacia delante y atrás. Se oyó un gruñido de Newt a la derecha, seguido del chirrido del metal arrastrado por el suelo.

—Una mesa —anunció Newt—. Cuidado con las mesas.

Fritanga habló detrás de Thomas:

—¿Alguien recuerda dónde estaban los interruptores de la luz?

—Ahí es donde me dirijo —contestó Newt—. Juraría que recuerdo haber visto unos cuantos en algún sitio, por ahí.

Thomas continuó avanzando a ciegas. Sus ojos se habían adaptado un poco; donde antes todo era un muro de negrura, ahora veía rastros de sombras entre las sombras. Aun así, faltaba algo. Todavía estaba un poco desorientado, pero las cosas parecían no estar en el sitio correcto. Era casi como si…

—Arggggh —gruñó Minho con un escalofrío de repulsión, como si acabara de pisar un montón de clonc. Otro chirrido atravesó la sala.

Antes de que Thomas pudiera preguntar qué había pasado, se topó con algo. Duro, de forma repugnante. Con el tacto de una tela.

—¡Los he encontrado! —gritó Newt.

Se oyeron unos cuantos clics. Entonces la sala se iluminó de pronto con la luz de los fluorescentes, que dejó ciego por un momento a Thomas. Se apartó a trompicones de la cosa con la que había chocado, se restregó los ojos, dio con otra figura rígida y la apartó con un empujón.

—¡Ostras! —gritó Minho.

Thomas entrecerró los ojos y su visión se aclaró. Se obligó a contemplar la escena de terror que le rodeaba.

Por toda aquella enorme sala había personas pendiendo del techo, al menos una docena. Las habían colgado por el cuello, y las cuerdas, retorcidas, se hundían en la piel morada e hinchada. Los cuerpos rígidos se balanceaban adelante y atrás ligeramente, con las lenguas de color rosa pálido saliendo de sus bocas de labios blancos. Todos tenían los ojos abiertos, aunque vidriosos por una muerte segura. Debían de llevar horas así. La ropa y algunas de sus caras les resultaban familiares.

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