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Authors: Javier Sierra

Las puertas templarias

 

Las puertas templarias es la segunda novela de Javier Sierra, quien entremezcla en esta ocasión el relato policíaco con la novela histórica. El protagonista de la obra, Michel Témoin, es el ingeniero jefe de una estación de satélites geoestacionarios en Francia a quien despiden por un supuesto error en una de las pruebas de captación de señales que él dirige. Para demostrar su inocencia y recuperar su puesto de trabajo, Témoin, científico escéptico y poco apasionado por la Historia, se ve envuelto en una serie de persecuciones, secuestros y robos que le llevarán a descubrir un antiguo secreto templario que relaciona la construcción de las catedrales góticas con la astrología.

Javier Sierra

Las puertas templarias

Misterios y Enigmas de la Historia

ePUB v1.1

dml33
25.06.11

Director editorial: Virgilio Ortega

Edita y realiza: Centro Editor PDA, S.L.

Edición: Macarena de Eguilior — Isabel Jiménez

Diseño cubierta: Mercé Godas

Fotografía de la cubierta: © Corbis

Mapa de las guardas: La Maquineta

© Javier Sierra, 2000, 2002

© Ediciones Martínez Roca, S.A., 2000, 2002

© de la presente edición

    Editorial Planeta DeAgostini, S.A., 2005

    Avda. Diagonal, 662-664. 08034 Barcelona

    www.planetadeagostini.es

ISBN: 84-674-1196-1

Depósito legal: B-1089-2005

Imprime: Cayfosa-Quebecor, S.A.

    Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)

Distribuye: Logista Aragonés, 18 — Polígono Industrial Alcobendas

    28108 Alcobendas (Madrid)

Printed in Spain — Impreso en España

Edición Digital Abril 2005 por Kory.

Nueve, como los misteriosos caballeros fundadores del Temple, han sido las personas clave para la elaboración de esta obra. Robert Bauval, Louis Charpentier y Graham Hancock inyectaron las dosis de investigación necesarias para darle su forma definitiva. Roser Castellví sembró la semilla hace años, junto a ciertas ruinas templarias en Tarragona. Juan G. Atienza fue —sin saberlo— oportunamente generoso conmigo en momentos clave de su redacción, mientras que Ester Torres, Geni Martín y Enrique de Vicente sufrieron más que nadie mis ausencias por tantos meses de «navegación» al timón de estas páginas.

De todos, no obstante, el más decisivo ha sido José María Calvin... el amigo que me mostró siempre dónde estaba el sendero hacia el Grial.

A todos ellos, con mi eterna gratitud

«Si secretum tibi sit, tege illud,

vel revela.»

(Si tienes un secreto, escóndelo

o revélalo.)

Proverbio Árabe

adaptado por los cruzados

«¿Qué es Dios? Es longitud, anchura,

altura y profundidad.»

San Bernardo de Claraval

«Ocúpate de no divulgar de manera sacrílega misterios santos entre todos los misterios (...) Comunica las santas verdades sólo según una manera santa a hombres santificados por una santa iluminación.»

Dionisio El Aeropagita

INTRODUCCIÓN

En agosto de 1995 viajé por primera vez a Egipto. Como todo el que llega a tierra de faraones con un espíritu medianamente abierto, el primer contacto con sus piedras, sus desiertos infinitos y sus fértiles riberas me hechizó. Regresé en diciembre, y en marzo del año siguiente, y nuevamente en agosto... Así hasta en nueve ocasiones durante los últimos cuatro años. ¿Razones? Las ha habido personales y profesionales, pero tras cada escala en El Cairo o en Luxor sabía que debía comenzar a hacer los preparativos para un nuevo e inminente regreso. Y es curioso: nunca, en ninguno de los más de veinte países que llevo recorridos, he sufrido esa imperiosa necesidad de retorno.

En el último de mis viajes algo me llevó a adentrarme en el viejo barrio copto de la capital, y a alejarme momentáneamente de pirámides y templos. En su museo —una maravilla arquitectónica cuyos dos pisos se conectan entre sí por una hermosa cadena de afiligranadas claraboyas octogonales—, descubrí que una de sus vitrinas albergaba un fragmento de pergamino del Evangelio de Tomás. La etiqueta que acompañaba aquel texto apócrifo indicaba que pertenecía al conjunto de textos cristianos descubiertos en 1945 cerca del pueblecito de Nag Hammadi, a las afueras de Luxor.

Me impresionó. Aquellos trazos temblorosos habían sido redactados por uno de los primeros escritores cristianos de la historia, un anónimo escriba que creía que Tomás era el hermano mellizo de Jesús, y uno de los testigos directos de su resurrección. Lo que más me llamó la atención es que, por paradojas de la historia, ese texto hubiera ido a parar a Egipto, donde la doctrina de la resurrección de la carne llevaba acuñada ya siglos gracias al mito de Osiris.

Al regresar a España recordé que pocos meses antes de aquel «encuentro» había adquirido en Londres la traducción íntegra de los escritos de Nag Hammadi, tal como fueron redactados por una prácticamente desconocida secta gnóstica entre los siglos III y IV de nuestra Era. Al repasarlos con atención, me extrañó que en sus páginas se hicieran tantas alusiones, aunque tan intermitentes, a cierta comunidad de sabios llamada «la organización», cuyo propósito último parecía ser el de construir monumentos que recrearan en la Tierra «lugares espirituales» que están en los cielos. Daba la impresión que debían de ser una especie de «ángeles» en el exilio, tratando de reestablecer su contacto con los cielos. Sufrían una obsesión arquitectónica que se resumía en su necesidad de contrarrestar desde el suelo el imparable avance de ciertas «fuerzas de la oscuridad» que los textos de Nag Hammadi nunca terminaron de describir con detalle.

Los gnósticos que redactaron el pergamino que envejecía dentro de aquella vitrina, creían en la existencia de una lucha eterna entre la Luz y las Sombras. Una guerra sin cuartel que ha terminado afectando de modo especial a los habitantes de este planeta, y en la que algunas familias —como la de David, de donde descendería Jesús— jugarían un papel determinante gracias a sus peculiares vinculaciones con ciertos «superiores desconocidos» venidos «de arriba». El particular credo de aquellos hombres del desierto se trasladó de alguna manera a los alquimistas medievales y a los constructores de catedrales. Los templarios —según deduje después de algunas averiguaciones en Francia, Italia y España— tuvieron mucho que ver en esa transmisión de saber y en la perpetuación del ideal del eterno combate entre el Bien y el Mal. Y así, sin quererlo, me vi envuelto en la investigación de las vidas de aquellos que habían continuado la labor de «la organización» durante más de trece siglos, preservando algunos enclaves y planificando la erección de otros.

Con el tiempo y buenas dosis de «suerte», llegué hasta las obras de buscadores contemporáneos como Pietr Demianóvich Ouspensky, un ruso discípulo de un no menos intrigante maestro armenio llamado Gurdjieff, que en 1931 llegó a la fascinante conclusión de que los constructores de Notre Dame de París habían heredado sus conocimientos... ¡de la época del levantamiento de las pirámides! Es decir, que desde el antiguo Egipto hasta los canteros medievales debió de existir una especie de «correa de transmisión» de sabiduría que ha pasado desapercibida a ojos de historiadores y analistas. Es más, de ser acertada esa idea, aquellos «maestros de la sabiduría» debieron dejar estampada su firma no en el estilo arquitectónico empleado —eso hubiera sido demasiado burdo, superficial—, sino en el modo idéntico en que planificaron unos y otros edificios en relación a las estrellas, sin importar los milenios de historia que los separaban.

Y, claro, el desafío de localizar a los descendientes de aquellos maestros, de aquellos «ángeles», me cautivó. ¿Dónde se encuentran hoy los custodios de tales conocimientos? ¿Sería posible llegar a entrevistarse con ellos algún día? Ése es el espíritu que anima este relato.

Para elaborarlo, he rastreado las huellas dejadas por «la organización» —los carpinteros (
charpentiers
) los llama esta novela— a lo largo de medio mundo, y hoy creo haber encontrado parte de su rastro oculto en comunidades tan dispares como los templarios o en obras tan armónicamente perfectas como las catedrales. De la huella de esos «ángeles» —a los que veo como seres de carne y hueso, infiltrados entre nosotros— ya adelanté algo en
La dama azul
[1]
. En las páginas que vienen pretendo definirlos aún más. Atento, pues, querido lector.

La Navata, bajo el signo

de Virgo, septiembre de 1999

ADVERTENCIA

Forzosamente, las páginas que siguen recogen sólo una pequeña parte de unos hechos que cambiaron silenciosamente la faz del mundo. No todos los detalles son históricos —muchos, deliberadamente, huyen de ello—, pero sí contienen el espíritu de algo que bien pudo ocurrir. Un día, si las Puertas se abren, como espero, y la Providencia me lo permite, esta historia terminará de contarse.

OMEN
[2]
Jerusalén, 1125

Ni por un segundo el bueno de Jean de Avallon imaginó que
combatir con la coraza de la fe
[3]
fuera algo tan real, tan próximo y tan peligroso a la vez

Abrumado por el inesperado giro de los acontecimientos, el caballero fingió indiferencia y sonrió al conde cuando éste, inclinado sobre su oreja, le susurró el destino al que debía encaminarse a la mayor brevedad posible. Las suyas fueron apenas tres frases en lengua romance, breves, escuetas, que se colaron en el cerebro de su siervo con la facilidad del soniquete de un trovador. La última de ellas, por cierto, se le grabó a fuego «Yo os serviré de guía», dijo.

Jean, impresionado, aceptó aquel nuevo mandado y se apresuró a entonar el
Te Deum laudamus
como si nada hubiera alterado el ritmo de las cosas.

Pero no era así.

Preso de una excitación inenarrable, el joven guerrero del manto inmaculado pronto cayó de hinojos frente a su mentor, besó el sello del condado de la Champaña grabado en oro sobre su espléndido anillo y pronunció en voz alta su juramento para que todos le oyesen:

—Acepto de buen grado vuestras órdenes, mi señor —dijo balbuceando—, y las acataré aunque en ello me vaya la vida. Ahora que he visto la
Verdad,
que Nuestra Señora proteja tan sagrada misión, amén.

Nadie se sorprendió. A fin de cuentas el noble Hugo de Payns, senescal y hombre de confianza del conde, se lo había dejado bien claro el mismo día que le reclutó en Troyes, hacía ya algún tiempo. «La milicia que estamos reuniendo —le aseguró de camino a la capilla donde se celebró su ceremonia de admisión— tendrá un doble frente de combate: lucharemos sin cuartel contra quienes bloqueen los caminos hacia el Santo Sepulcro, y nos batiremos contra las fuerzas espirituales del Mal que amenazan a nuestro mundo. Vuestro trabajo, noble Jean de Avallon, podrá desarrollarse indistintamente en ambas direcciones, por lo que deberéis estar preparado para enfrentaros en cualquiera de esas batallas.»

Tuvo este aviso profético en el verano de 1118, hacía ya siete largos años. Fue entonces cuando Jean recibió el hábito albo que ahora lucía con orgullo. Aquel lejano mes de julio el joven Avallon cumplía diecinueve primaveras, y su porte orgulloso y fuerte, su carácter decidido y emprendedor, sus cabellos dorados y sus ojos verde esmeralda, habían conseguido impresionar a los ejecutores del proyecto, que pronto comenzaron a planearle un futuro lleno de responsabilidades. A ello, desde luego, no fue ajena la «señal» de que su nacimiento coincidió con el momento en que Godofredo de Bouillon conseguía rendir Jerusalén y conquistarlo de manos turcas para la cristiandad.

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