Las puertas templarias (8 page)

Read Las puertas templarias Online

Authors: Javier Sierra

—¿Y tú de qué te ríes? A ti también te abandonaron, estúpido —murmuró.

El tomo, claro, no respondió. Aquel pequeño volumen, encuadernado en rústica y con unas vistosas letras doradas grabadas sobre fondo oscuro y una imagen en blanco y negro de la fachada principal de la catedral de Chartres, permaneció quieto en su lugar.

—¿No respondes?

Los ojos vidriosos del ingeniero se detuvieron en la portada.

—Cobarde.

Dicho aquello, Michel lo tomó de un zarpazo, hojeando con torpeza sus amarillentas páginas. Las pasó con fruición, como si esperara que de ellas se destilara el antídoto contra todos sus males. De hecho fue así, casi sin querer, como dio con una hoja a la que había doblado la esquina la noche anterior. Casi al final del capítulo titulado
El misterio del cerro,
se enunciaban con exactitud los datos que le habían hecho ser acusado de tener «ideas extravagantes». Éstos, además, venían acompañados de un curioso diagrama que le había pasado desapercibido antes. En él se comparaban las estrellas fundamentales de la constelación de Virgo —dibujada con aspecto vagamente romboidal— con la disposición de ciertas catedrales góticas del norte de Francia. Según aquella gráfica, los dos mapas eran virtualmente idénticos.

Esquema de Virgo y las catedrales Notre Dame francesas

publicado por Louis Charpentier.

El texto adjunto no podía dejar las cosas más claras. Leyó:

Existe, en lo que antaño fuera la Galia belga, en las antiguas provincias de Champaña, Picardía, Île-de-France y Neustria, cierto número de catedrales bajo la advocación de Nuestra Señora (las de los siglos XII y XIII). Ahora bien, esas iglesias trazan sobre el terreno, y casi exactamente, la constelación de Virgo tal como se presenta en el cielo. Si superponemos a las estrellas los nombres de las ciudades donde se hallaban esas catedrales, la
Espiga de la Virgen
sería Reims;
Gamma,
Chartres;
Zeta,
Amiens,
Épsilon,
Bayeaux... En las estrellas menores encontramos Évreux, Étampes, Laon, todas las ciudades con Nuestra Señora de la buena época. Encontramos asimismo, en la posición de una estrella menor, cerca de la
Espiga,
a Nuestra Señora de la Espina, que fue construida mucho más tarde, pero cuya construcción revela también algún misterio...

Témoin repasó absorto, quizás borracho, un par de veces más aquel fragmento haciendo verdaderos esfuerzos por comprenderlo. Finalmente, algo mareado por el vino, se incorporó sobre la mesa y tras encajarse de nuevo las gafas, hizo acopio del resto de sus fuerzas para buscar su mapa
Michelin y
hacer algunas comprobaciones elementales. Si quería defenderse ante el Consejo —barruntó en un último destello de lucidez—, debía aclarar el origen de sus «ideas extravagantes» desde el principio.

No es que en aquel estado pensara descubrir grandes cosas, pero mientras el alcohol terminaba de adormecerlo, quizá aún tuviera aplomo suficiente para juntar un par de piezas más del puzzle que ya había decidido armar.

La remota posibilidad de éxito le despejó.

De camino al cajón de los mapas del comedor, se aprovisionó de un pequeño bloc de notas, una regla de plástico y un rotulador de punta fina. «Puede más la pluma que el ordenador —farfulló parafraseando una frase célebre—, ¡y yo lo demostraré!»

Tenerse en pie le llevó lo suyo. Después de lavarse la cara y secársela con un trapo de cocina estampado con caballos verdes, intentó verificar si los datos de Charpentier y los astronómicos coincidían. Quería asegurarse de que el entramado de aquella historia era tal como empezaba a sospechar y que la relación entre catedrales y estrellas era más que circunstancial.

¿Correspondía cada catedral a una estrella de Virgo?

Y en ese caso, ¿se trataría de un paralelismo superficial, meramente geográfico, o escondería algo más?

¿Podría ese algo más aclarar las anomalías detectadas por el satélite?

Ayudado de un pequeño manual de astronomía que también había olvidado Letizia en casa, Témoin aún tuvo fuerzas para mantenerse despierto hasta bien entrada la tarde. El tiempo suficiente para terminar de elaborar dos tablas con las que empezar a trabajar, y que quedaron reflejadas en su bloc de notas de la siguiente manera:

CORRESPONDENCIA CON LAS ESTRELLAS

MAYORES DE VIRGO

(según Louis Charpentier)

Catedral gótica — Fecha construcción — Estrella a la que corresponde

Chartres — 1194 — Gamma virginis (Porrima)

Reims — 1211 — Alfa virginis (Spica)

Bayeaux — 1206 — Épsilon virginis (Vendimiatrix)

Amiens — 1220 — Zeta virginis

CORRESPONDENCIA CON LAS ESTRELLAS

MENORES DE VIRGO

(según Louis Charpentier
)

Catedral gótica — Fecha construcción — Estrella a la que corresponde

Laon — 1160 — Virginis 1355

París — 1163 — Virginis 1336 (?) Virginis 490(?)

Évreux — 1248 — Virginis 484

Etampes — ? — Virginis 1324

Nª Sª de L’Epine — ? — Virginis 1348

Abbeville — ? — Virginis 1351

El esfuerzo mental de imponer orden en aquel aparente caos le dejó exhausto. Tanto que hasta que no repasó por enésima vez sus listas, no cayó en la cuenta de un detalle bien significativo: los templos supuestamente construidos para imitar las estrellas más importantes de Virgo comenzaron a levantarse, como poco, entre los años 1160 y 1248. Se trataba de un arco de tiempo de apenas 88 años que, aun así, estaba muy por encima de la esperanza media de vida en los siglos XII y XIII. ¿Qué quería decir eso? Muy fácil, que si alguna vez hubo un vasto plan constructivo de iglesias góticas consagradas a Nuestra Señora que se correspondieran con Virgo, la obra nunca pudo estar dirigida por una sola persona, sino, forzosamente, por un grupo de ellas, y más específicamente por tres o cuatro generaciones de Maestros. Pero ¿quiénes? Y sobre todo: ¿tenían éstos alguna noción de geomagnetismo que pudiese explicar lo que fotografió el satélite?

Michel, que comenzaba a pensar ya en círculos, garabateó junto a sus dos improvisadas tablas un último dato sacado del
Michelin:
la superficie total de la figura geométrica que delimitaban aquellos magníficos templos tenía, si el Beaujolais no le traicionaba, 210 por 160 kilómetros de lado. Es decir, unos 33.600 kilómetros cuadrados de área, o lo que es lo mismo, el equivalente a una pequeña provincia.

Se entusiasmó. Una planificación así sólo podía ser obra de unos gigantes intelectuales, capaces de orientar monumentos con decenas de kilómetros de separación entre sí. Si reunía pruebas suficientes, Monnerie lo comprendería.

—Está decidido. Mañana mismo saldré hacia Vézelay para reunir toda la información que pueda con el objeto de explicar qué pudo fallar en el satélite.

Helène, su secretaria, percibió el deje alcohólico de Témoin al otro lado del teléfono.

—¿Está usted bien, señor?

—Perfectamente... —respondió—. Recoja todos los mensajes importantes durante mi ausencia y cancele mi agenda para esta semana. Ya la llamaré.

—Así lo haré, no se preocupe. ¿Y si el profesor Monnerie pregunta por usted?

—Dele largas.

El ingeniero, exhausto, soltó el inalámbrico junto al reposabrazos del sofá, dejándose arropar por su textura gruesa y cálida a la vez. Mientras una extraña mezcla de deseo de saber y de venganza se apoderaba de él, un agradable sopor comenzó a paralizar poco a poco todo su cuerpo. El Beaujolais, todos los franceses lo saben, nunca perdona.

CAPUT
[17]
Chartres

Hasta bien entrada la hora sexta
[18]
, el abad de Claraval no despertó. El letargo que se había adueñado de él en la cripta le había dejado fuera de combate un buen rato. Felipe, el bien plantado escudero de Jean de Avallon, fue quien se hizo cargo desde el principio de su recuperación, y asistió como testigo privilegiado a los delirios del religioso. Discreto y tímido como era, le costó un esfuerzo notable entendérselas solo con el obispo Bertrand. Sin embargo, Felipe fue la única persona aquella mañana a la que el patriarca del burgo le describió los pormenores del episodio de la cripta y le pidió ayuda para reanimar al abad.

Todos estos raros privilegios fueron circunstanciales. Casualmente, su señor Jean se había ausentado de la plaza del mercado para gestionar el relevo de las caballerías, y aún tardaría un buen rato en saber lo del desmayo de Bernardo. Así pues, él era, a falta del caballero, el soldado responsable de la seguridad y bienestar del grupo de religiosos.

—No os preocupéis, eminencia —tranquilizó Felipe al obispo Bertrand en nombre del de Avallon—, El estricto régimen de nuestro reverendo padre y las severas penitencias que se inflige a diario, le hacen mella de vez en cuando. No es la primera vez que le ocurre algo semejante. Además —añadió con tino—, comprended que nuestro viaje hasta aquí ha sido largo y fatigoso, y la emoción de ver vuestra sagrada colina ha debido de ser muy intensa para él.

Bertrand aceptó complacido aquellas explicaciones en la medida en que le eximían de toda responsabilidad, y dio las pertinentes instrucciones a la comitiva para que los frailes se instalaran de inmediato en una casona cerca del palacio episcopal. El obispo fue enérgico al respecto: nada de lujos superfluos, pero ninguna privación tampoco. Después, pidió al joven Felipe que le avisara en cuanto el abad volviera en sí ya que, por lo que reconoció, aún tenían muchas cosas pendientes que parlamentar.

Felipe, disciplinado, besó el anillo del obispo y transmitió sus deseos a los «monjes blancos» en cuanto se reunió con ellos junto al Eure.

La habitación en la que finalmente se acomodó a fray Bernardo era una estancia amplia, con tejado de paja y suelo de ladrillo cocido, y presidida por un jergón grande apoyado directamente sobre el embaldosado. Desde su única ventana, orientada al este, se distinguían perfectamente las tejas de la iglesia del burgo y su macizo torreón de piedra caliza. Allí, pues, descansó Bernardo durante al menos un par de horas más. Tras ellas, con el rostro todavía rosado por tan improvisada siesta, hizo llamar a Jean de Avallon.

Fue fray Leopoldo quien lo encontró al fin.

—Quiero que averigüéis todo lo que esté en vuestra mano acerca de un cierto Pierre de Blanchefort —le ordenó Bernardo sereno, desde su lecho de reposo.

—¿Lo conocemos de algo, padre?

El caballero, al que fray Leopoldo había localizado en la fragua de un herrero al que llamaban Jacq, se rascó pensativo el cogote. Nunca, desde su regreso a Francia, había visto así de preocupado al sabio de Claraval.

—Lo único que sé es que Blanchefort fue maestro de obras del obispo Bertrand —aclaró—, y murió hace unos días, justo después de tener una visión extraordinaria en la capilla de la iglesia abacial donde hoy he perdido el conocimiento.

—¿Que vos habéis perdido...?

—Eso no importa ya, mi buen Jean de Avallon. Lo que os pido encarecidamente ahora, caballero, es que determinéis las causas exactas de la muerte de ese infeliz y me aclaréis qué vino a hacer aquí con el obispo.

—Eso quizá nos lleve algún tiempo, padre —gruñó el de Avallon.

—No importa. Disponed de los medios que estiméis necesarios para la tarea, pero cumplid con la misión que os encomiendo.

El caballero, con el manto recogido sobre su brazo izquierdo, se inclinó ceremoniosamente ante fray Bernardo, y sin darle la espalda, retrocedió hasta la puerta de la alcoba.

—¿Debo buscar algo en particular del maestro? —dijo antes de desaparecer tras la puerta.

—Ahora que lo decís, sí. Sería bueno que averiguarais si este Pierre de Blanchefort trajo consigo planos de cualquier clase en su equipaje. Quiero saberlo todo de su proyecto: los plazos que se había fijado para las obras, quién iba a financiarlas, en que iban a consistir... ¡todo!

—Haré lo que pueda.

Jean se ajustó el yelmo de hierro sobre su cabeza y, tras renovar su compromiso de fidelidad al abad con un juramento mecánico y secreto aprendido en Jerusalén, abandonó la casona como alma que lleva el diablo. Iniciar una tarea como aquella, en una ciudad que no era la suya, no iba a ser precisamente tarea fácil. Los confidentes escaseaban y sabía lo venturoso que podría ser distinguir a los informadores sensatos de aquellos ávidos de complacer a cambio de unas monedas. Por eso, repasadas rápidamente las opciones, el caballero de los ojos verdes, el «Ignorante» de Tierra Santa, optó por la vía menos comprometida: si el tal Pierre de Blanchefort había muerto hacía apenas unos días, lo más sensato era echar un vistazo a su tumba.

Hasta Felipe le dio la razón.

El capellán de la iglesia de San Leopoldo, un viejo jorobado redimido de las herejías gnósticas que asediaban el sur del país por aquellas fechas, le explicó con todo lujo de detalles que al infeliz maestro de obras se le enterró en el cementerio adjunto a su parroquia hacía sólo dos días. «Vos mismo podréis comprobar que la fosa está aún fresca —le advirtió—. No os será difícil dar con ella sin mi compañía. Gracias a Dios no muere mucha gente de seguido por aquí.»

La siguiente información le costó una pieza de plata. El capellán, al principio algo remiso, terminó explicándole que Pierre de Blanchefort, en efecto, formaba parte de una cofradía de constructores creada en Marsella tras el glorioso regreso de algunos eminentes caballeros de la primera cruzada. Extrañamente obsesionados con la idea de las Madres Sagradas enterradas en tierras de druidas, el buen párroco le escribió cómo aquellos hombres iniciaron su ascenso por toda Francia proponiendo la remodelación de cuantas capillas, oratorios e iglesias veneraran a alguna de estas Madres. Los de su gremio no imponían condiciones demasiado gravosas a las parroquias, por lo que muchos fueron contratados rápidamente. Su beneficio, decían, era puramente espiritual. Les animaba la idea de que con sus obras conseguían que la Tierra se pareciese cada vez más al Cielo. Sus proyectos estaban, pues, imbuidos de un espíritu maravilloso. De factura mucho más ligera que la de las iglesias precedentes, juraban que sus edificios eran capaces de elevar hasta el espíritu del más ruin de los mortales.

Other books

Magic Graves by Ilona Andrews, Jeaniene Frost
They Spread Their Wings by Alastair Goodrum
Awakening by Kelley Armstrong
Wait Till Next Year: A Memoir by Doris Kearns Goodwin
A Heart Revealed by Julie Lessman
Money and Power by William D. Cohan
Love Redeemed by Sorcha Mowbray
Deadly Promises by Sherrilyn Kenyon, Dianna Love, Cindy Gerard, Laura Griffin
The Jump by Martina Cole